Amalia/Donde aparece el hombre de la caña de la India


Capítulo XI.

Donde aparece el hombre de la caña de la India.


Apenas Doña Marcelina estuvo fuera de la sala, cuando Fermín introdujo al hombre del paseo matinal, en el gabinete de su señor.

Con el sombrero en la mano izquierda y la caña de la India en la derecha, entró con paso magistral, poniendo luego sombrero y bastón en una silla, y dirigiéndose a Daniel con la mano estirada.

-Buenos días, mi Daniel querido y estimado. Por ser el día en que más he necesitado hablarte parece que se me han puesto mayores dificultades para conseguirlo, ¡a mí, a tu primer maestro! Pero en fin, ya estoy a tu lado, y, con tu permiso, me siento.

-Sabe usted, señor, que yo me levanto tarde generalmente.

-Siempre tuviste esa costumbre intrínseca, ese instinto innato; más de una vez te puse en penitencia severa por haber faltado a las horas improrrogables de clase.

-Y con todas las penitencias, no logró usted enseñarme a escribir, que es lo peor que pudo sucederme, mi querido señor Don Cándido.

-De lo que yo me lisonjeo mucho.

-¡Es posible! Mil gracias, señor.

-En los treinta y dos años que he ejercido la noble, ardua y delicada tarea de maestro de primeras letras, he observado que sólo los tontos adquieren una forma de escritura hermosa, clara, fácil, limpia, en poquísimo tiempo; y que todos los niños de grandes y brillantes esperanzas, como tú, no aprenden jamás una escritura regular, mediana siquiera.

-Gracias por la lisonja, pero declaro a usted que yo me avendría mucho con tener menos talento y mejor letra.

-Pero eso no obsta a que me tengas cariñoso y sincero afecto, ¿no es verdad?

-Cierto que no, señor; respeto a usted como a todas las personas que dirigieron mi infancia.

-¿Y me prestarías un servicio el día que tuviese necesidad de ti?

-En el acto, si estaba en mi mano. Hábleme usted con franqueza.

-¿Sí?

-Hoy los quebrantos en la fortuna, por ejemplo, son casi generales. Nada más común que los apuros de dinero en épocas como la que atravesamos. Hábleme usted con franqueza -le repitió Daniel, cuya delicadeza había querido ahorrar a su maestro el disgusto de amplificar la situación pública en cuanto al estado de las fortunas, por si acaso era asunto de dinero el que le traía a su casa.

-No, no es dinero metálico, ni en papel moneda lo que necesito; felizmente con mis ahorros junté un pequeño capital de cuya renta vivo pasablemente, cómodamente. Es otra cosa de mayor importancia la que quiero de ti. Hay épocas terribles en la vida. Épocas de calamidad, de trastornos, cuando las revoluciones nos ponen en peligro a inocentes y a culpables. Porque las revoluciones son como las tormentas desatadas, furiosas, que al bajel que toman en alta y procelosa mar lo ponen a pique de zozobrar con todos los hombres que lleva adentro, buenos o malos, judíos o cristianos. Recuerdo un viaje que hice a las Vacas. ¡Qué viaje! Iba con nosotros un padre franciscano. ¡Excelente hombre! Porque mira, Daniel, por más que se diga de los sacerdotes, los hay ejemplares; los hemos tenido aquí mismo que eran un modelo de caridad y de virtud. Hay otros malos, es verdad; pero todo es así en la vida, y...

-Perdone usted, señor, creo que usted se ha distraído de su asunto especial -le dijo Daniel, que conocía prácticamente ser el hombre con quien hablaba uno de aquellos que no acabarían jamás sus digresiones, si no se les cortase el discurso.

-A eso voy.

-Lo mejor de este mundo, señor, es empezar las cosas por el principio y marchar de prisa en línea recta para llegar pronto a donde vamos. Al asunto, pues -insistió Daniel, que a pesar de que solía divertirse algunas veces con la multitud de adjetivos, extravagantes los más, con que amenizaba las digresiones su antiguo maestro de escritura, ese día no tenía su espíritu para juegos, ni tiempo para perder.

-Bien; voy a hablarte como a un hijo tierno, cariñoso, discreto y racional.

-Con lo último, basta, señor; adelante.

-Yo sé bien que tú estás a buenas anclas -prosiguió Don Cándido, en quien los circunloquios formaban, juntos con los adjetivos, el carácter distintivo de su oratoria.

-No entiendo.

-Quiero decir que tus relaciones encumbradas, tus amigos distinguidos, tus lazos estrechos y continuamente rozados por el trato frecuente, familiar y poderoso de tus asuntos propios, y las recomendaciones de tu señor padre...

-Por el amor de Dios, señor: créame usted que no está en mi organización el resistir mucho tiempo a ciertas situaciones. ¿Qué es lo que quiere usted decirme?

-A eso iba, genio de pólvora. Lo mismo, lo mismo eras cuando te sentabas a mi derecha con tus rizos hasta los hombros y tu polaquita azul. En cuanto te mandaba escribir, si encontrabas la puerta abierta, dejabas la gorrita y echabas a correr hasta tu casa. Decía pues, que tu posición distinguida a que te han abierto camino dilatado, llano y florido las amistades de tu padre honrado, generoso y patriota, como a la vez tu talento exquisito y tu gusto extremado por el trato franco y cordial de los hombres...

-Muy bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?

-Óyeme.

-Oigo.

-Yo sé que a medida que los sucesos apuran, que las circunstancias apremian, es mejor...

-¿Pero no es mucho mejor que me diga usted lo que quiere?

-A ello voy.

-¡Paciencia! -dijo Daniel entre sí mismo, dominándose como era su costumbre después de algunos años.

-¿Tú tienes relaciones?

-Muchas, adelante.

-Y entre ellas la del señor jefe de policía Don Bernardo Victorica. ¿No es verdad?

-Es cierto, y ¿qué es lo que usted quiere?

-Óyeme, Daniel. Yo te he enseñado a escribir, yo te quise como a un hijo por lo vivo, alegre, travieso, inteligente, activo...

-Gracias, gracias, señor.

-Tú eres casi el único de mis discípulos antiguos cuya amistad cultivo al presente; a este desgraciado presente, que envuelto en la nube iracunda, tormentosa y fosfórica de las convulsiones ocultas, de las pasiones desencadenadas, hace o está para hacer la desgracia completa, irremisible y fatal de mi existencia.

-Conque ¿qué es lo que usted deseaba? -preguntóle Daniel mordiéndose los labios, pero sin dejar asomar a su fisonomía la más leve señal de la impaciencia que le agitaba.

-Deseaba, pues, que me hicieras un grande y no menos importante servicio, Daniel.

-Pero eso es lo mismo que me dijo usted al empezar la conversación, señor.

-Despacio, vamos por partes.

-Vamos como usted quiera, vamos.

-¿Tú tienes relaciones?

-Sí, señor.

-¿Poderosas?

-Sí, señor.

-¿Y con Victorica también?

-Sí, señor.

-Entonces Daniel, hazme...

-¿Qué?

-Daniel, en nombre de tus primeras planas que yo corregía con tanto gusto, hazme... ¿estamos solos?

-Perfectamente solos -le contestó Daniel algo sorprendido al ver que Don Cándido se ponía pálido a medida que hablaba.

-Entonces, Daniel querido y estimado, hazme...

-¿Qué?, por todos los santos del cielo.

-Hazme poner en la cárcel, Daniel -dijo Don Cándido, pegando su boca a la oreja de su discípulo, que se dio vuelta, y con toda la fuerza de su alma, clavó los ojos en su fisonomía para ver si descubría algo que le convenciera que realmente su maestro estaba loco.

-¿Te sorprendes? -continuó Don Cándido-. Sin embargo, yo exijo de ti ese servicio eminente, como el más valioso, importante y caro que puedo recibir de hombre nacido.

-Y ¿qué objeto se propone usted con estar en la cárcel? -interrogó Daniel, que no podía formarse una idea que lo calmase sobre el estado moral de su interlocutor.

-¿Qué objeto? Vivir con seguridad, tranquilo, descansado, mientras pasa la tormenta espantosa y horrísona que nos amenaza.

-¿La tormenta?

-Sí, joven, tú no comprendes nada todavía de las terribles y sangrientas revoluciones de los hombres, y sobre todo, de las equivocaciones fatales que hay comúnmente en ellas. El año 20, en aquel terrible año en que todos parecían locos en Buenos Aires, yo fui preso dos veces por equivocación; y estoy temblando de que en el año 40, en que todos parecen demonios, me corten la cabeza por equivocación también. Yo sé lo que hay, sé lo que va a suceder, y quiero estar en la cárcel por alguna causa civil, por alguna causa que no sea política.

-¿Pero qué hay? ¿Qué va a suceder? -preguntó Daniel empezando a traslucir alguna cosa de importancia en el pensamiento de Don Cándido.

-¡Qué hay!¿No lees la Gaceta? ¿No lees todos los días esas terríficas amenazas del furor popular, de sangre, de exterminio, de muerte?

-Pero eso es contra los unitarios, y según creo, usted no ha contraído compromisos políticos.

-Ningunos; pero esas amenazas aterrantes, fulmíneas e incendiarias, no son contra los unitarios, sino contra todos; y además yo tiemblo de las equivocaciones.

-¡Aprensiones, señor!

-¡Aprensiones! ¿No ves esos hombres de aspecto tremebundo y sangriento, que de algunos meses a aquí han salido, creo que de los infiernos, y que se encuentran en los cafés, en las calles, en las plazas, en las puertas sacras y puríficas de los templos, con sus inmensos puñales a la cintura, afilados corno el perfil de la A mayúscula?

-¿Y bien? ¿Usted no sabe que el puñal ha sido y será siempre la espada de la Federación?

-Pero ésos son los síntomas primeros, atronadores y centellantes de la tempestad que he profetizado. El momento faltaba, pero el momento va a llegar.

-¿Y por qué va a llegar ese momento? Hable usted, señor.

-¡Oh! Ese es el secreto que traigo en el pecho como una rueda de puñales desde hoy a las cuatro de la mañana.

-Señor, confieso a usted que si no me habla con claridad y sin secretos en el pecho, no podré entenderle una palabra, y tendré el disgusto de decirle que tengo una forzosa diligencia que hacer a estas horas.

-No, no te irás. Oye.

-Oigo, pues.

Don Cándido se levantó, fue a la puerta del gabinete que daba a la sala, miró por la boca llave, y después de convencerse que no había nadie al otro lado de la puerta, volvió a Daniel y le dijo al oído con tono misterioso:

-¡La Madrid se ha declarado contra Rosas!

Daniel dio un salto en la silla, un relámpago de alegría brilló en su semblante, pero que súbitamente apagóse al influjo de la poderosa voluntad de ese joven, que se ejercía especialmente sobre las revelaciones con que el semblante humano hace traición con frecuencia a las situaciones del espíritu.

-Usted delira, señor -le respondió volviendo a sentarse tranquilamente.

-Cierto, Daniel, cierto como que los dos estamos ahora conversando juntos y solos. ¿No es verdad que estamos solos?

-Y tanto, que si usted no me refiere cuanto dice saber, creeré que todavía me reputa como a un niño y que se burla de mí.

Y los ojos de Daniel bañaron con su lumbre activa toda la fisonomía de aquel hombre que iba a ser observado hasta en lo más secreto de su pensamiento.

-No te incomodes, mi Daniel querido y estimado. Óyeme y te convencerás de lo que digo. Tú sabes que después que dejé la clase de escritura, es decir, hace cuatro años, me retiré a mi casa a vivir tranquilamente del fruto de mi pequeño capital. Y, para que cuidase de la casa y de mi ropa, conservé a mi servicio una mujer de edad, blanca, arribeña; muy buena mujer, aseada, prolija, económica...

-Pero, señor, ¿qué tiene que ver esa mujer con el general La Madrid?

-Ya lo verás. Esa mujer tiene un hijo, que después de diez años trabajaba de peón en Tucumán; ¡hijo excelente, jamás deja de mandarle una parte de sus ahorros a su madre! Habiéndote dicho esto, ¿lo has oído bien?

-Demasiado bien, señor.

-Entonces vamos a lo que hace a mí. Mi casa tiene una puerta de calle. ¡Ah!, se me olvidaba decirte que el hijo de la mujer que me sirve vino de chasque a mediados del año pasado, ¿estás?

-Estoy.

-Mi casa, pues, tiene una puerta de calle, y el cuarto de mi sirvienta una ventana sin reja que da a la calle. Después de estos últimos meses, en que todos vivimos temblando en Buenos Aires, el sueño ha huido fugitivo de mis ojos, y no es dormir, sino estar en pesadilla lo que yo hago. Yo concurría a una tertulia de malilla, en casa de unos amigos antiguos, honrados, leales, que no hablan jamás de la recóndita política de nuestro tiempo adverso, desgraciado y calamitoso; pero ya no concurro, y desde la oración me encierro en mi casa.

-¡Válgame Dios, señor! Pero ¿qué tiene que ver la tertulia de malilla con...?

-A eso voy.

-¿Adónde? ¿A la tertulia de malilla?

-No, al acontecimiento.

-Al de La Madrid.

-Sí.

-¡Gracias a Dios!

-Anoche, a las cuatro de la mañana, estaba yo desvelado como de costumbre, cuando de repente siento que un caballo para a la puerta, y que el ruido de un latón decía claramente que el hombre que se desmontaba era un oficial, o un soldado. Yo no soy hombre de armas; tengo horror a la sangre, y te lo confesaré todo, mi cuerpo se puso a temblar y un sudor frío me bañó de los pies a la cabeza, la cosa no era para menos, ¿no es verdad?

-Prosiga usted, señor.

-Prosigo. Me tiré de la cama, abrí sin hacer ruido el postigo de la ventana; después una rendija de ésta; la noche estaba oscura, pero distinguí que al otro lado de la puerta, en la ventana de Nicolasa, mi sirvienta, el hombre de a caballo estaba llamando sin mucho ruido, y que en seguida, y después de cambiadas algunas palabras que no oí, la ventana se abrió y el hombre entró en el cuarto. Mis

ideas se confundieron, mi cabeza era un horno volcanizado y ardiente, me creí vendido, y sin perder un momento salí descalzo al patio, y fui a mirar por el ojo de la llave en el cuarto de Nicolasa. Y ¿a quién te parece que reconocí?

-Dígalo usted, y lo sabré con más propiedad.

-Al hijo obediente, sumiso y cariñoso de Nicolasa, que la estaba abrazando. Sin embargo, yo no me retiré por eso, quise convencerme bien de que no me amenazaba ningún peligro eminente, y escuché atento. Nicolasa ofreció hacerle una cama, pero él rehusó, diciéndola que tenía que volver en el acto a la casa del gobernador, que venía de chasque de la provincia de Tucumán, y hacía un momento que había entregado los pliegos.

-Prosiga usted, pero sin olvidar cosa alguna -le dijo Daniel, a quien ya no importunaban los adjetivos, los episodios, ni los circunloquios.

-Todas las palabras las tengo en la memoria como grabadas con candente fierro. La dijo que los pliegos eran de unos señores muy ricos de Tucumán, en que le anunciarían al gobernador, probablemente, lo que había hecho el general La Madrid. Nicolasa, curiosa, indagadora, como toda mujer, le hizo preguntas a este respecto, y el hijo, conjurándola a que guardase el más profundo silencio, la refirió que luego de llegar La Madrid a Tucumán se pronunció públicamente contra Rosas, que todo el pueblo lo había recibido en fiesta, y que el gobierno lo había nombrado, y hecho reconocer, general en jefe de todas las tropas de línea y milicia de la provincia, como también por jefe del estado mayor al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden al coronel Don Mariano Acha. ¡Imagínate, hijo mío, la impresión que todo esto me causaría, desnudo como estaba yo en la puerta de Nicolasa!

-Sí, sí, prosiga usted -dijo Daniel, que estaba devorando palabra por palabra cuantas salían de la boca de Don Cándido, que hubiese querido pagar con toda su fortuna, y que, sin embargo, no obraban la menor alteración en su exterior, pues que estaba oprimiendo los movimientos de su fisonomía, con la potencia irresistible de su voluntad.

-¿Qué he de proseguir, qué más necesitamos saber? Todo lo que en seguida contó a su madre no fue sino sobre fiestas, sobre alegría y sobre movimientos militares en las provincias, declarándose casi todas contra Rosas.

-Pero pronunciaría algún otro nombre, alguna cosa especial.

-Ninguna. Estuvo apenas diez minutos con su madre; y se fue después de darla algún dinero y de besarla la mano, prometiéndola que hoy volvería, si no lo despachaban de madrugada; porque ese hijo, ¡oh!, te voy a contar toda la historia.

-¿Qué edad tiene ese hombre?

-Es joven, veinte y dos o veinte y tres años a lo más; alto, rubio, nariz aguileña, buen mozo, gallardo, fuerte, varonil.

-«A los veinte y dos años un hombre no es comúnmente malo. Un hijo que atiende a su madre desde lejos, es un hombre de corazón. No tenía interés ninguno en engañar a su madre. Don Cándido no ha mentido en una palabra de cuanto me ha dicho, luego el suceso es cierto. ¡Providencia divina!»-dijo Daniel para sí mismo, sin dar atención a los últimos adjetivos de Don Cándido.

-Y bien -continuó-, será muy cierto cuanto usted me dice del general La Madrid, pero no alcanzo la consecuencia personal que saca usted para sí mismo.

-¿Para mí? Para todos, debes decir. Mira, hablemos con franqueza: a pesar de todas las apariencias, es imposible que seas amigo del gobierno, que quieras los desórdenes y la sangre. ¿No es verdad?

-Señor, yo tendré mucho honor en recibir todas las confianzas que quiera usted hacerme, dando a usted la más completa seguridad en mi secreto, pero no es esta una ocasión que me inspire la necesidad de hacer confidencias sobre mis opiniones políticas.

-Bien, bien, esa es prudencia, pero yo sé lo que me digo; y te decía también, o quería decirte, que el suceso del general La Madrid va a irritar exuberantemente al señor gobernador; que su irritación sanguínea va a comunicarse rápida y sutilmente a todos esos caballeros a quienes, ni tú ni yo, tenemos el honor de conocer, y que no debes tener la menor duda que han sido mandados por el diablo. Quiero decir también, que todas las amenazas de la Gaceta van a cumplirse; que van a herir y matar a diestra y siniestra; y que aunque tenga yo la convicción profunda, religiosa y santa de mi inocencia, no tengo la seguridad de que no me maten por equivocación cuando menos. Y es esto lo que es preciso evitar; lo que es preciso que evites tú, mi Daniel querido y estimado. ¿Estás ahora?

-Lo único que pienso es que, con tales temores, lo mejor que podrá usted hacer, será no salir de su casa mientras llega y se acaba la tormenta horrísona, como usted la llama.

-Y ¿qué sacamos con eso? Se entrarán a mi casa por entrarse a la del vecino, y por matar a Juan de los Palotes, matarán a Don Cándido Rodríguez, antiguo maestro de primeras letras, hombre honrado, pacífico, caritativo y moral.

-¡Oh! ¡Pero eso sería una cosa horrible!

-Sí, señor, horrible para mí, espantosa, cruel, pero que no por eso dejaría yo de sufrirla inocente y doloridamente.

-¿Pero qué hacer entonces?

-Evitarla, impedirla, estorbarla, repelerla, escaparla, huirla.

-¿Y cómo?

-Escucha. Entrando en la cárcel, no por orden del señor gobernador, sino por alguna otra orden subalterna, el gobernador que no me conoce y que no sabrá nada, porque no se me pondrá preso por causas políticas, no dará orden ninguna contra mi persona. La cárcel no ha de ser invadida, y si lo fuese, el alcaide tendrá tiempo de informar sobre los motivos de mi prisión. Viviré en la cárcel tan felizmente como en mi casa, una vez que viva tranquilo. Los soldados no me asustarán, al contrario, ellos serán mi garantía contra todo asalto de la Sociedad Popular, sobre todo contra toda equivocación.

-Todo eso no pasa de ser un desatino, pero suponiendo que fuese una cosa muy racional, ¿cómo quiere usted, señor Don Cándido, que lo haga yo poner en la cárcel?, ¿de qué pretexto valerme?

-¡Pero eso es lo más fácil! Yo te lo diré: te vas a ver ahora mismo a Victorica y le dices que yo te acabo de insultar groseramente, y que mientras entablas tu acción criminal, pides mi prisión en el día; me llevan preso, yo no reclamo, tú no das paso alguno, y heme aquí en la cárcel, hasta que yo te pida que me saques de ella.

-Pero señor, no es costumbre entre nosotros que los hombres de mi edad vayan a quejarse a las autoridades cuando reciben un insulto privado. Sin embargo la situación de usted me interesa -continuó Daniel, cuya cabeza, preocupada por la noticia importante que acababa de recibir tan accidentalmente, no dejaba, empero, de calcular el partido que podría sacarse de aquel hombre enfermado por el terror, que a todo se prestaría con la mayor docilidad, a cambio de adquirir un poco de confianza sobre los peligros que su imaginación le creaba.

-¡Oh!, yo bien sabía que te interesarías por mí, tú el más noble, bondadoso y fino de mis antiguos discípulos. Me salvarás, ¿no es verdad?

-Creo que sí. ¿Se contentaría usted con un empleo privado al lado de una persona cuya posición política en la actualidad es la mejor recomendación de federalismo para los individuos que la sirven?

-¡Ah!, eso sería el colmo de mis deseos. Yo nunca he sido empleado, pero lo seré. Y además, seré empleado sin sueldo. Cedo desde ahora mis emolumentos al objeto que quiera mi noble y distinguido patrón, a quien desde ahora también profeso el más íntimo, profundo y leal respeto. ¡Tú me salvas, Daniel!

Y Don Cándido se levantó y abrazó a su discípulo, con una efusión de cariño a que él habría llamado entusiástica, ardiente, espontánea y simpática.

-Retírese usted tranquilo, señor Don Cándido, y tenga usted la bondad de volver a verme mañana.

-¡Sin falta, sin falta!

-No siendo a las seis de la mañana, bien entendido.

-No, vendré a las siete.

-Tampoco. Venga usted a las diez de la mañana.

-Bien; vendré a las diez, seré exacto y puntual a la cita.

-Una palabra: guarde usted el más profundo silencio sobre el asunto del general La Madrid.

-He determinado no dormir esta noche para no hablar de él soñando. Te lo juro a fe de honrado y pacífico ciudadano.

-Nada de juramentos, señor, y hasta mañana -dijo Daniel sonriendo, dando la mano, y acompañando a su maestro hasta la puerta del gabinete.

-Hasta mañana, mi Daniel querido y estimado, el más bueno y generoso de mis antiguos discípulos. Hasta mañana.

Y Don Cándido Rodríguez salió de la casa de Daniel, con su caña de la India bajo el brazo, sin tomar las precauciones que a su entrada en ella, por cuanto pocas horas faltaban para que fuese empleado cerca de un gran señor de la Federación de 1840.

-Son las doce, Fermín. Pronto, un frac o una levita, cualquier cosa -dijo Daniel a su criado, que entró al gabinete en el momento de salir Don Cándido.

-Han venido de casa del coronel Salomón -le dijo Fermín.

-¿Han traído una carta?

-No, señor. El coronel Salomón mandó decir a usted, que no le contestaba por escrito porque no hallaba el tintero en ese momento, pero que hoy a las cuatro de la tarde se iba a reunir la Sociedad, y que esperaba a usted a las tres y media.

-Bien, dame la ropa.