Amalia/De cómo era y no era gobernador delegado don Felipe
De cómo era y no era gobernador delegado don Felipe
Por más que apresuró sus pasos el cura Gaete para entrar a casa de Arana antes que el jefe de policía, no pudo desgraciadamente conseguirlo; y este último atravesó el patio y llegó al gabinete del gobernador delegado, mientras el cura de la Piedad, que tenía sus motivos para no querer hablar con Arana delante de Victorica, entró al salón a hacer sus cumplimientos federales a la señora Doña Pascuala Arana, señora sencilla y buena, que no entendía una palabra de las cosas públicas y que era federal porque su marido lo era.
-¿Qué novedades hay, señor Victorica? -preguntó Arana al jefe de policía después de haberse ambos cambiado los cumplimientos de estilo, y de haber hecho señas a Don Cándido para que continuase escribiendo; pues nuestro amigo había dejado pluma y silla y se deshacía en cortesías a Victorica.
-Ninguna en la ciudad, señor Don Felipe -contestó Victorica sacando y armando un cigarrillo de papel, cuidándose poco de los respetos debidos al Excelentísimo Señor Gobernador delegado.
-Y ¿qué le parece a usted Lavalle?
-¿A mí?
-¡Pues! ¿Qué le parece a usted cómo viene para adelante?
-Lo extraño sería que fuese para atrás, señor Don Felipe.
-¿Pero que no ve ese hombre de Dios, que va a conmover todo el país?
-A eso ha venido.
-¿Pero qué mal le hemos hecho? ¿No ha vivido tranquilo en la Banda Oriental sin que jamás hayamos ido a incomodarlo? ¿Cree usted que una obra como la suya tenga perdón de Dios?
-No sé, señor Don Felipe; pero en todo caso yo preferiría que no lo tuviese de los hombres, porque Dios está muy lejos, y Lavalle está muy cerca.
-Sí, más cerca de lo que debiera estar. ¿Conoce usted el diario de las marchas que ha hecho ya?
-No, señor.
-A ver, señor Don Cándido, ¿sacó usted copia del diario de marchas?
-Ya está lista, Excelentísimo Señor Gobernador delegado -contestó el secretario privado haciendo una profunda reverencia.
-Léalo usted.
Don Cándido se echó para atrás en su silla, alzó un papel a la altura de sus ojos, y leyó:
Marcha del ejército de los traidores inmundos unitarios desde el día 11 del corriente. Día 11. Marchó todo el ejército hacia los Arrecifes, y llegamos a la estancia de Dávila a las tres y media de la tarde, donde campamos y carneó el ejército. Día 12. A las ocho y cuarto de la mañana empezamos a marchar, y campamos a las doce y cuarto de la misma en la estancia de Sosa. A las cuatro de la tarde, hora en que se acabó de carnear y comer, marchamos hasta las ocho de la noche que campamos. Este día y los anteriores se presentaron cerca de ciento cincuenta personas de aquellos lugares para unirse voluntariamente al ejército. Día 13. A las nueve y media de la mañana marchamos y campamos en la estación de Pérez Millán, donde carneó el ejército. Este día se unió Sotelo al ejército, con ciento cuarenta vecinos de Arrecifes, que venían a servir en el mismo. Día 14. A las cinco de la tarde marchamos, y campamos a las siete y media de la noche en otra estancia de Pérez Millán.
-¿Usted ve ese hombre lo que está haciendo? -dijo Don Felipe, dirigiéndose a Victorica y cruzando sus manos sobre el estómago, como era su costumbre.
-Sí, señor, veo con placer que no marcha tan recto ni tan pronto como le convendría.
-Pero marcha, y el día menos pensado se viene hasta la ciudad.
-Y ¿qué hemos de hacer? -contestó Victorica riéndose interiormente del miedo que percibía en Don Felipe.
-¿Qué hemos de hacer? Hace tres noches que no duermo, señor Victorica, y, en los momentos que concilio el sueño, suspiro mucho, según me dice Pascualita.
-Estará usted enfermo, señor Don Felipe.
-De cuerpo no, gracias a Dios, porque yo hago una vida muy arreglada; pero estoy enfermo del ánimo.
-¡Ah, del ánimo!
-¡Pues! Estas cosas no son para mí. Es verdad que yo no he hecho mal a nadie.
-No dicen eso los unitarios.
-Es decir, yo no he mandado fusilar a ninguno. Sé que si son justos me dejarían vivir en paz. Porque yo lo que quiero es vivir cristianamente educando a mis hijos, y acabar la obra sobre la Virgen del Rosario que comencé en 1804, y que después mis ocupaciones no me han dejado concluir. Así es, que si Lavalle es justo, no tendrá por qué ensañarse conmigo, y...
-Dispense usted, señor Don Felipe, pero me parece que está usted ofendiendo al Ilustre Restaurador y a todos los defensores de la Federación.
-¿Yo?
-Me parece que sí.
-¿Qué dice usted, señor Don Bernardo?
-Digo que es ofender al Restaurador y a los federales el suponer que el cabecilla Lavalle pueda triunfar.
-Y ¿quién dice que no puede triunfar?
-Lo dice Su Excelencia el Restaurador de las Leyes.
-¡Ah, lo dice!
-Y no me parece que debe desmentirlo el gobernador delegado.
-¡Qué desmentirlo, hombre de Dios! Al contrario, si yo sé muy bien que Lavalle va a encontrar su tumba. Era que me ponía en el caso solamente...
-¿De que triunfase?
-¿Pues?
-Ah, eso es otra cosa -dijo Victorica, que realmente se estaba divirtiendo, aun cuando su seco y bilioso temperamento no se prestaba fácilmente a esas comedias.
-Eso es, eso es; así es como se entienden los hombres.
-Y si fuera posible que nos entendiéramos también sobre algunos asuntos de servicio, habría llenado el objeto de esta visita.
-Hable usted, señor Don Bernardo.
-El comisario de la tercera sección está gravemente enfermo, y necesito saber si puede desempeñar interinamente su cargo el comisario de la segunda.
-¿Qué más, señor Victorica?
-La Sociedad Popular despacha patrullas armadas todas las noches, sin conocimiento de la policía.
-Apunte usted todo eso, señor don Cándido.
-En el momento, Excelentísimo Señor Gobernador delegado -contestó el secretario.
-Esas patrullas no toman el santo en la policía, y todas las noches hay conflictos entre ellas y las que salen del departamento.
-Anote usted esa circunstancia, señor Don Cándido.
-Inmediatamente, señor Excelentísimo.
-Una de las patrullas de la Sociedad Popular ha arrestado anoche dos vigilantes de policía, porque no llevaban papeletas de socios restauradores.
-Que no se olvide esto, señor Don Cándido.
-De ningún modo, respetable y Excelentísimo Señor.
-Cuatro panaderos se han presentado a mi oficina, anunciando que no podrán continuar la elaboración del pan, si no se les permite reducir su peso por cuanto están pagando sueldos crecidísimos a peones extranjeros, porque los hijos del país han sido llevados de leva.
-Que hagan el pan más grande, y multa si no trabajan.
-La señora Doña María Josefa Ezcurra solicita que se haga un nuevo registro en una casa que ya fue visitada en Barracas, y cuya dueña no está allí hace algunos días.
-¿Lo pide por orden del Señor Gobernador?
-No, señor. Por orden suya.
-Déjese, entonces, de hacer registros. ¡Qué gana de indisponerse con todo el mundo! Basta de compromisos, que demasiados tenemos, señor Don Bernardo. No siendo por orden del Señor Gobernador, no haga usted nada.
-Sin embargo, hay sospechas sobre un pariente de la dueña de esa casa.
-¿Quién es el pariente?
-Don Daniel Bello.
-¡Jesús! ¿Qué está usted diciendo?
-Yo las tengo.
-No diga usted disparates. Yo respondo por él como por la Virgen del Rosario. No sabe usted, ni Doña María Josefa, todo lo que la Federación debe a ese joven. Intriga, calumnia. Nada, nada contra Bello, si no es por orden del Señor Gobernador.
-Yo haré lo que el señor Arana me ordene, pues que no tengo órdenes especiales de Su Excelencia, pero no perderé de vista a ese mozo.
-¿Hay más?
-Nada más.
-¿Está usted despachado entonces?
-Aún no, señor Don Felipe.
-¿Y que más hay?
-Hay el que no me ha contestado usted, ni me ha autorizado para lo de las patrullas, ni para contener los avances de la Sociedad Popular que pone presos a los empleados de la policía.
-Consultaré.
-¿Pero no es usted el gobernador delegado?
-Lo soy.
-¿Y entonces?
-No importa, lo consultaré con el Señor Gobernador.
-Pero el Señor Gobernador no está hoy para ocuparse de asuntos de servicio interior.
-No importa; lo consultaré.
-¡Válgame Dios, señor Don Felipe! ¡Si usted es el gobernador delegado, y no sé que lo que pido esté fuera de sus atribuciones!
-Sí, hombre, sí, soy el gobernador delegado; pero es por forma, ¿entiende usted?
-Creo que entiendo -contestó Victorica, que bien lo sabía, pero que hubo pensado poder sacar algo que lo garantiese de la Mashorca.
-Por forma -continuó Don Felipe-, para que los unitarios no digan que marchamos sin las formas, pero nada más.
-Ya.
-Esto es para entre nosotros ¿eh?
-Sin embargo, el secreto lo saben todos.
-¿Qué secreto?
-El de la forma.
-Y...
-Y se ríen malignamente los unitarios.
-¡Traidores!
-Y dicen que usted es y no es gobernador delegado.
-¡Vendidos!
-Y dicen también que tiene usted miedo.
-¿Yo?
-Sí, eso dicen.
-¿Pero miedo de quién?
-Del Señor Gobernador, si hace usted algo que no le agrade; y de Lavalle, si hace algo del gusto del Señor Gobernador.
-Eso dicen, ¿eh?
-Eso.
-¿Y usted qué hace, señor jefe de policía?
-Sí, usted.
-Nada.
-Pues mal hecho, porque esos difamadores debían estar en la cárcel.
-¿Pero no me decía usted hace poco que hartos compromisos teníamos, para andar persiguiendo a otros?
-Sí, pero no a los que nos difaman.
-No haga usted caso.
-Créame usted que estoy deseando dejar el ministerio, señor Don Bernardo.
-Se lo creo; y pasar a vivir a su estancia, ¿no es eso?
-¡Qué estancia, hombre, si está arruinada!
-Pues no dicen eso los unitarios.
-¡Qué!, ¿hablan hasta de mi estancia?
-De las estancias.
-¡Jesús, señor! ¿Yo, estancias?
-Y que están muy pobladas; y que todo eso ha sido mal adquirido; y que todas se las han de quitar a usted, por haber sido compradas con fondos del Estado; ¡qué sé yo cuántas cosas dicen!
-Pero es preciso que vayan a la cárcel.
-¿Quiénes?
-Los que eso dicen.
-¿Pero si lo dicen en Montevideo, señor Arana?
-¡Ah, en Montevideo!
-Pues.
-¡Traidores!
-Por supuesto.
-Vea usted: hasta un crucifijo de plata que me regaló el padre guardián de San Francisco después de la entrada de los ingleses, es decir, después que se fueron, se lo he tenido que dar al almacenero Rejas, a cuenta del gasto que le hago.
-Ya.
-Esas son mis estancias, ¡traidores!
-¿De manera que no me autoriza usted para contener los avances de la Sociedad Popular?
-No tengo mi cabeza para esas cosas. Otro día, consultaré.
-Bien; yo le escribiré al Señor Gobernador -dijo Victorica levantándose, bien decidido a no escribir de eso una palabra a Rosas; quería asustar más al pobre Don Felipe, de quien acababa de vengarse a su satisfacción.
-¿Se va usted?
-Sí, señor.
-¿De modo que ya va usted autorizado?
-¡Autorizado! ¿Para qué?
-Para lo del pan.
-¡Ah, no me acordaba!
-Que lo hagan grande.
-¿Aunque pierdan los panaderos?
-Aunque pierdan.
-Muy bien.
-Y de harina de flor, como lo trabajan las monjas.
-Buenos días, señor Don Felipe.
-Diosse los dé buenos, señor Victorica. Consúlteme todo cuanto ocurra.
-¡Oh!, no dejaré de hacerlo. ¡Es usted el gobernador delegado!
-Aunque rabien los unitarios. Lo soy; sí, señor, lo soy.
-Buenos días.
Y Victorica salió echando a los diablos al gobernador delegado.
Entre las muchas preciosidades curiosas que ofrece a la crítica el sistema de Don Juan Manuel Rosas, o más bien, su época, es la laboriosa ficción de todos cuantos representaban un papel en el inmenso escenario de la política. Cada personaje era un actor teatral: rey a los ojos de los espectadores, y pobre diablo ante la realidad de las cosas.
Un ministro de Estado, un jefe de oficina, un diputado, un juez, un general en jefe, todo eran, menos ministro de Estado, juez, diputado, o general; pero hacían maravillosamente su papel de tales. Es a decir: hacían su papel para los demás; pero ante los mismos no había uno que no supiese que su corona era de cartón dorado, y su cesáreo manto, de franela.
Lujosos, porque jamás la plata les faltaba, al golpear la puerta de un magnate de Rosas, ya se tocaba en efecto a la casa de un ministro, de un general, de un alto magistrado, etc.
Se llegaba a la presencia del magnate, y ya la cara estaba diciendo a uno con quién hablaba.
Un ministro, un favorecido del héroe, debía ser por fuerza un hombre serio, grave, adusto, representante fiel de la más seria de las causas.
Como todos se vestían de diablo, el color de llamas de que estaban cubiertos dábales cierto aire más imponente, que luego sus términos llenos de mesuras y de reticencias acababan por solemnizar.
Mientras se trataba de lugares comunes, todo era flores para ellos. Por aquí o por allí, la conversación había de rodar por fuerza sobre Su Excelencia y Manuelita, con quienes indefectiblemente se había hablado el día antes, o hacía dos días cuando más.
Cada palabra de los labios federales era a los ojos del que la vertía una especie de onza de oro, con el busto del Restaurador, que debía recogérsela y metérsela en el bolsillo el que estaba escuchando sus relaciones con la sacra familia, por lo cual debía estar admirando el poder y la influencia del personaje, ministro, o juez, o diputado, etc.
Pero la mano de la providencia estaba allí cerquita, y en cuanto la conversación caía sobre algún asunto especial que debía girar entre las atribuciones oficiales del personaje, le daba entonces de chicotazos en la conciencia, haciéndole avergonzarse de sí mismo, o haciéndole comprender que era un pobre gusano que pisaba Rosas; un pobre cómico que representaba un papel, que no servía sino para hacerle comprender que estaba vestido de jergas oropeladas.
Ninguno de ellos se atrevía a confesar su situación, a decir que de su rango no conservaban sino el título, y que toda jurisdicción, toda acción, pertenecía al autor de la comedia que representaba, pero no a la pobre compañía, contratada por veinte años, sin más regalías que su sueldo, sus vestidos de príncipes y reyes, y un beneficio de vez en cuando, con la obligación de no enojarse cuando la posteridad los apedrease.