Amalia/Asilo inglés

Asilo inglés

Tenemos que retroceder con el lector para recoger ciertos personajes de esta historia, pocos días después de aquella noche de esperanzas y desengaños para los diez jóvenes reunidos en el almacén de la calle de la Universidad.

En efecto, pocos días después de aquella noche, un coche tirado por dos briosos caballos enfilaba la calle de la Reconquista, con dirección a Barracas, y a poco rato paraba en la quinta del señor ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.

El carruaje no había dejado de llamar en su tránsito la atención de los que lo veían o sentían; porque, en esos días de republicanismo federal, los coches se habían guardado, y la mayor parte de los caballos ofrecida al Restaurador, o arreada federalmente. Y al parar el carruaje en la casa del ministro inglés, no faltaron curiosos y curiosas que abrieran los ojos para ver aquella novedad.

El cochero abrió la portezuela, y dos hombres bajaron.

Uno de ellos, sin embargo, quedó parado en el estribo vuelto el cuerpo hacia adentro, y empezó a cambiarse este ligero diálogo con otro individuo que no había movídose del asiento delantero en que venía.

-¿Recuerda usted bien todo, mi querido maestro? -preguntó el que se había quedado medio afuera y medio adentro.

-Sí, Daniel, pero...

-¿Pero qué?

-¿Y no sería mejor saber si está el señor ministro, antes de que partiera aislado y solo por estas lúgubres calles, a estas horas, y encerrado en este vehículo?

-Nada importa eso; si no está, lo esperaremos: y cuando usted vuelva, aquí nos hallará.

-¿Y si el padre guardián me preguntase?...

-Ya se lo he dicho a usted cien veces. No debe usted contestar directamente a ninguna pregunta. Si quieren, o no, prestarse a lo que se les pide, cueste el dinero que cueste: eso es todo.

-¿Y por fuerza ha de ser sobrino mío?

-O hijo.

-¡Hijos yo, Daniel!

-O primo.

-¡Vaya!

-O ahijado, o lo que usted quiera.

-¡Dios ponga tiento en mis manos!

-Y en su boca, mi querido maestro. Antes de una hora tiene usted tiempo de volver.

-¡Adiós, Daniel, adiós!

-Hasta de aquí un momento, mi querido amigo -y el joven cerró la portezuela, e hizo una seña al cochero, que no era otro que Fermín, y que partió al momento.

El señor Mandeville estaba en su casa, y Daniel y su compañero, en quien ya el lector habrá creído reconocer a Eduardo, fueron introducidos al salón, donde encendían luces en ese momento.

El señor Mandeville no se hizo esperar mucho rato, porque nunca Buenos Aires hospedó un ministro europeo más afable y democrático que aquel, con cuantos se acercaban a su casa con las insignias de la época.

El ministro llegó con su cara distinguida y fresca, a pesar de los años, su levita abotonada, sus puños de batista cayendo sobre sus blancas y bien cuidadas manos, y con esa difícil facilidad de maneras que sólo se adquiere en el roce continuo de la alta sociedad, dio la mano a Daniel, y exclamó:

-¡Oh, qué felicidad! Nunca podrá usted imaginarse, señor Bello, cuánto es para mí un honor y un placer el verlo a usted en mi casa.

-Señor Mandeville -contestó el joven apretando la mano que le extendía el diplomático-, yo nunca doy honor ni placer sino a cambio de una gran ganancia en las mismas especies. Tengo la satisfacción de presentar a usted a mi íntimo amigo el señor Belgrano.

-¡Ah! El señor Belgrano. ¡Cuántos deseos tenía hace tiempo de conocer a este caballero! Es una noche completa la que usted me da, señor Bello.

-Es una dicha para mí, repuso Eduardo, que mi nombre fuese conocido del señor Mandeville.

-¡Qué quiere usted, mi joven amigo!, ya yo soy viejo, y como me gusta tanto la sociedad de las bellas damas de Buenos Aires, allí aprendo de memoria todos los nombres distinguidos de la juventud.

-Cada palabra de usted es una amabilidad, señor Mandeville -contestó Eduardo, que buscaba inútilmente cómo entrar a ese juego exquisito de palabras galantes, que forman uno de los atributos especiales de la sociedad culta y de la diplomacia europea, y que no entraba en el carácter ni en los hábitos del joven.

-Hoy no, justicia nada más, señor Belgrano. Los viejos estamos siempre próximos a dar cuenta a Dios de nuestras acciones, y debemos esmerarnos en ser siempre justos y verídicos. Y, vamos a ver, ¿ha visto usted a Manuelita, señor Bello?

-Hoy no, señor Mandeville.

-¡Ah, qué criatura tan encantadora! Yo no me canso de hablar con ella y admirarla. Muchos creerán que mis visitas llevan un fin político cerca de Su Excelencia; y nada menos que eso; yo voy a buscar cerca de esa espirituosa criatura algo que alegre a mi espíritu tan aburrido de los negocios. En Londres, Misia Manuelita haría furor.

-¿Y su padre? -preguntó Eduardo, sobre quien cayó como un palmetazo una mirada de Daniel.

-Su padre... el señor general Rosas... vea usted, en Londres...

-En Londres no gozaría de salud el Señor Gobernador -dijo Daniel para salvar al ministro del aprieto en que lo acababa de poner su amigo.

-Oh, el clima de Londres es detestable, ¿ha estado usted en Europa, señor Belgrano?

-No, señor, pero pienso viajar algunos años por ella.

-¿Y pronto?

-No tan pronto como se nos ha venido el señor de Mackau -repuso Daniel queriendo darle ya otro giro a aquella insustancial conversación.

-¡Cómo! ¿Ha llegado ya el vicealmirante Mackau?

-¿No lo sabía usted, señor Mandeville?

-A fe mía.

-Pues ha llegado.

-¿Aquí?

-No; a Montevideo, anteayer a la una.

-¿Y lo sabe ya Su Excelencia?

-¿Y cómo cree usted que sabiéndolo yo no lo sepa el Señor Gobernador?

-Ah, cierto, cierto. Pero es extraño que el comodoro no me haya comunicado nada.

-A la oración quedaba a la vista un bergantín inglés.

-¡Ah!

-El viento ha sido malo, señor Mandeville -observó Eduardo-, y recién a las cinco de la tarde se ha recibido la noticia por una ballenera.

-¿De suerte que estamos en la crisis? -dijo Mandeville jugando con sus uñas, como era su costumbre cuando se preocupaba de algo.

-Y no es eso lo mejor.

-¿Hay más?

-¡Friolera, señor Mandeville! Sabe usted que hasta ahora todos esperábamos ver llegar en actitud hostil al enviado francés, ¿no es así?

-Sí, sí, ¿y bien?

-Pues nada menos que llega con las más sanas y pacíficas intenciones.

-¡Ah, qué felicidad!

-Para nosotros.

-Para todos, señor Bello.

-Menos para la cuestión de Oriente.

-Sí, algo puede haber de eso.

-Un embarazo menos para la Francia es un embarazo más para la paz europea en estos momentos. Felizmente las relaciones hoy existentes entre la Inglaterra y la Francia nos garanten, hasta cierto punto, del resultado de la misión Mackau.

-El gobierno británico no trepidaría -observó Mandeville en ofrecer todos sus buenos oficios en esta cuestión.

-No quise decir eso -replicó Bello-. Quise decir que si la Inglaterra tuviese interés en distraer algo la atención de la Francia con su cuestión del Plata, hoy se le ofrecería una brillante oportunidad. Precisamente veníamos hablando de eso con el señor Belgrano.

-Sin embargo... si las instrucciones del barón de Mackau son de arreglar a todo trance este negocio, confieso a usted que no veo cómo la Inglaterra podría estorbar el arreglo, en la hipótesis, puramente caprichosa, de que tuviere interés en ello.

-Aquí, no, pero en Francia podía estorbar la ratificación del tratado, desde que llevara un vicio de nulidad que felizmente no lo echarán de ver en Francia, y que echaría a perder todo si el gabinete inglés lo hiciese conocer a la oposición francesa, y la trabajase en ese sentido. De ese temor precisamente veníamos hablando con Bello -dijo Eduardo, mientras que el señor Mandeville volvía sus inteligentes ojos de uno a otro de aquellos jóvenes, cuyo pensamiento verdadero quería agarrar, y se le escapaba a cada momento.

-¿Y en qué estaría ese vicio? -preguntó Mandeville con ingenuidad.

-Nada menos que en la firma del Señor Gobernador- contestó Daniel.

-¿Cómo?

-Que los unitarios que están en Montevideo han preparado una demostración al señor Mackau, que hasta cierto punto no deja de ser un fuerte argumento.

-¿Y es, señor Bello?

-Que la firma del Señor Gobernador es falsa, mi querido señor Mandeville. Figúrese usted que ellos raciocinan de este modo: que aun cuando el señor Mackau traiga instrucciones para tratar a todo trance, no hay autoridad con quien tratar en la República Argentina; porque el general Rosas no tiene poder, ni representación alguna, para ajustar tratados, a nombre de la Nación Argentina.

-Pero es un poder de hecho -replicó el señor Mandeville-, y el plenipotenciario no tiene que investigar su legalidad, sino reconocerle y tratar con él.

-Pero a ese argumento contestan los unitarios prosiguió Beller-, que si el almirante viniese a tratar con el señor general Rosas, como, simple gobernador de Buenos Aires, y con relación a esta sola provincia, entonces podía tratar con él, como el almirante Le Blanc y el señor Martigny se habían entendido con el gobierno de Corrientes. Pero que viniendo a tratar con un gobierno que represente en el exterior la soberanía nacional, se encontraba con que este gobierno no existía.

-Algo hay de eso, en efecto -contestó Mandeville con aire distraído.

-Los unitarios sostienen -prosiguió Daniel- que las provincias argentinas nunca han delegado la facultad de entender en las relaciones exteriores, celebrar tratados, etcétera, en el gobierno de Buenos Aires, una vez para siempre, sino especialmente en el gobernador, cada vez que se elige uno en los períodos legales. Que el general Rosas, nombrado gobernador por cinco años, el 7 de marzo de 1835, se recibió del mando el 13 de abril, y su término expiró en igual día de 1840; y que con él expiró también la delegación que tenía de las provincias; que reelecto por igual período, sólo aceptó por seis meses; pero su reelección no producía ipso jure la continuación de aquel especial mandato; y que era indispensable que le fuese renovado. Pero que lejos de serlo, le fue retirado explícitamente por los que se lo habían conferido.

-He leído algo de eso en los periódicos de Montevideo -replicó Mandeville, cada vez más pensativo.

-Es decir, habrá leído usted en los periódicos los documentos oficiales.

-No precisamente los documentos; a lo menos, no lo recuerdo bien.

-Yo tampoco; pero creo que la Sala de Representantes de la provincia de Tucumán sancionó, el 7 de abril, una ley por la que retiraba la autorización que por parte de aquella provincia se había dado al general Rosas, para mantener y conservar las relaciones con las potencias extranjeras. La legislatura de Salta sancionó una ley igual en 13 de abril. El 5 de mayo, la provincia de La Rioja declaró por ley que ella reasumía las facultades que tenía conferidas al general Rosas, para intervenir en las relaciones con las potencias extranjeras. Igual ley dictó la provincia de Catamarca, el 7 de mayo. En términos igualmente positivos se pronunció la provincia de Jujuy, el 18 de abril. Y por lo que hace a la provincia de Corrientes, no se necesita otro documento que la misma posición que ha asumido. Así, pues, los unitarios demuestran que de las catorce provincias que forman la república, siete han retirado al general Rosas la facultad de tratar en su nombre.

-¿Y el almirante Mackau estará en posesión de esos hechos?

-¿Y cómo dudarlo? Y si sus instrucciones lo conducen al extremo de tratar con el señor general Rosas, a pesar de su incapacidad legal, fácil es prever que, en manos de la oposición francesa ese vicio radical en la negociación, o el tratado recibiría una repulsa, o el ministro se hallaría en una posición muy embarazosa. Y yo estoy cierto que si en la política franca del gobierno británico pudiese caber el sacrificio de un amigo leal como la República Argentina, por el interés de embarazar la marcha del gobierno francés, poco adelantaríamos, señor Mandeville, con el tratado a que probablemente arribará el barón de Mackau. Pero yo estoy seguro que el gobierno británico no sacrificará las simpatías argentinas, ni por hostilizar al gobierno francés, ni por corresponder a la reacción que en el estado oriental va a operarse en favor de la Inglaterra.

-¿Cómo, cómo, señor Bello?

-Quiero decir, que abandonada por la Francia la República Oriental, y la numerosa emigración argentina que hay allí, después de los compromisos anteriores, tan solemnes, es muy probable que obrándose en el espíritu público una reacción muy desventajosa para la influencia francesa en estos países, por un movimiento consiguiente y lógico, las simpatías públicas se vuelvan hacia la Inglaterra, que fue tan leal en otra época en sus trabajos por la independencia oriental.

-Ah, sí, cierto. La independencia oriental es debida, hasta cierto punto, a los buenos oficios de la Inglaterra.

-Así es que -continuó Daniel-, perdida la influencia francesa en estos países, y llegado el caso en que peligrase la independencia oriental, la acción de la Inglaterra no sólo sería eficaz, sino también un golpe habilísimo para conquistar a favor suyo todo el terreno perdido por la Francia, en países tan llenos de porvenir como los del Plata.

-Señor Bello, usted sería un embajador peligroso para el general Rosas -dijo Mandeville, que no había perdido una sola palabra de cuantas pronunciara su interlocutor.

-Creo que mi amigo no ha emitido ideas suyas ni tenido tal intención -observó Eduardo mirando al señor Mandeville, sonriendo y mostrando sus blanquísimos dientes.

-Y tan no he hablado a mi nombre, que estoy por creer que habré dicho una porción de desatinos, al referir de memoria lo que dicen en Montevideo, y que suelo leer en los periódicos.

-Señor Bello -dijo el astuto inglés-, ya no agradezco a usted tanto su visita, porque esta noche me quitará usted un par de horas de sueño, haciendo algunos apuntes para mí solo. Y para ir desterrando el sueño tomaremos un poco de vino -y él mismo sirvió de unas botellas colocadas en una mesa, y los tres, después de tomar un poco de jerez, se pusieron a pasear de uno a otro extremo de la sala, con esa respetuosa familiaridad de los hombres de buen tono, que ni se queda atrás, ni va más adelante de lo que es debido.

-Yo acepto el vino, pero no los apuntes -le había contestado Daniel.

-¿Me explica usted eso, mi querido señor Bello?

-Nada más fácil, señor Mandeville: en esta época no pueden hacer apuntes sino los ministros extranjeros. Nadie está libre de un enemigo, de una calumnia, qué sé yo. ¡Qué feliz es usted, señor Mandeville! Vivir en esta casa es como estar en Inglaterra.

-Son inmunidades recíprocas. La legación argentina es la República Argentina en Londres.

-¿Y sabe usted que me sorprende una cosa, señor Mandeville? -dijo Daniel parando sus pasos y mirando al ministro con una fisonomía la más sorprendida posible.

-¿Qué cosa, señor Bello?

-Que estando en Buenos Aires la Inglaterra, y habiendo tantos que caminarían mil leguas por alejarse del país en estos momentos, no hayan caminado algunas cuadras y llegádose a esta casa.

-Ah, sí, pero...

-Perdóneme usted; no quiero saber nada. Si hay algunos desgraciados, cubiertos por la bandera inglesa en esta casa, es un deber y una humanidad de parte de usted, señor Mandeville, y yo no cometería la indiscreción de querer saberlo.

-No hay nadie: doy a usted mi palabra de honor de que no hay nadie refugiado en mi casa. Mi posición es excepcional. Mis instrucciones son terminantes para observar la más completa circunspección. Con la mejor voluntad, yo no podría faltar a mis instrucciones.

-¿Entonces ésta no es más que una casa como otra cualquiera? -le preguntó Eduardo con un tono de impertinencia que Daniel tuvo que barajar volando.

-Todos comprendemos su posición de usted, señor Mandeville. En estos momentos de efervescencia popular, nuestro mismo gobierno no podría hacer efectivas las inmunidades de esta casa; y usted quiere evitar los conflictos diplomáticos que necesariamente tendrían lugar, si el pueblo olvidase los respetos de la legación.

-Exactamente -contestó Mandeville con un contentamiento sincero, al oír que su mismo interlocutor lo salvaba del embarazo en que lo puso la brusca interrogación de Eduardo-, exactamente; y me he visto en la necesidad, en la dura necesidad de negar el asilo de mi casa a varios que lo han solicitado, porque ni puedo responderles de su seguridad, ni me es permitido obrar de modo que pueda traer más conflictos a este país, por cuyos habitantes tengo la más profunda simpatía, y con el cual mi gobierno se esmera en mantener las más estrechas relaciones de amistad.

-Me parece, Daniel, que he sentido parar el coche a la puerta, y que ya es tiempo de dejar al señor Mandeville, que querrá salir a sus visitas de costumbre -dijo Eduardo, que tenía punzoes hasta las orejas.

-No hay nada comparable, señor Belgrano, al placer que tengo en estar con ustedes.

-Sin embargo, mi amigo tiene razón, y es preciso que hagamos el sacrificio de separarnos del señor Mandeville y de su exquisito jerez -dijo Daniel llenando dos copas, presentando una al señor Mandeville y saludándolo al tomar su vino, con una sonrisa la más cortesana de este mundo.

Un minuto después se despedían en la antesala, quedando el señor Mandeville sin saber a qué habían venido aquellos jóvenes, qué eran positivamente, ni qué pensaban de él al retirarse.