Amalia/Amalia Sáenz de Olavarrieta
Amalia Sáenz de Olavarrieta
«Tucumán es el jardín del universo, en cuanto a la grandeza y sublimidad de su naturaleza», escribió el capitán Andrews en su Viaje a la América del Sur, publicado en Londres en 1827; y el viajero no se alejó mucho de la verdad con esa metáfora al parecer tan hiperbólica.
Todo cuanto sobre el aire y la tierra puede reunir la Naturaleza tropical de gracias, de lujo y poesía se encuentra confundido allí, como si la provincia de Tucumán fuese la mansión escogida de los genios de esa desierta y salvaje tierra que se extiende desde el Estrecho hasta Bolivia, y desde el Andes al Uruguay.
Suave, perfumada, fértil, y rebosando gracias y opulencia de luz, de pájaros y flores, la Naturaleza armoniza allí el espíritu de sus creaturas, con las impresiones y perspectivas poéticas en que se despierta y desenvuelve su vida.
El corazón especialmente es en el hombre la obra perfecta de su clima, a quien después la educación aumenta o desfigura el grabado de su primitivo molde. Y en Tucumán, como en todas esas latitudes privilegiadas, entibiadas por la luz de los trópicos, el corazón participa con el aire, con la luz, con la vegetación, de esa abundancia de calor y de vida, de armonía y de amor, que exhala allí superabundante la Naturaleza.
Y es entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, que se repite con frecuencia ese fenómeno fisiológico de que los ingleses se ríen y los alemanes dudan, como dice el novelista Bulwer, que acontece bajo el tibio cielo de la Italia, y entre los pueblos más meridionales de la península española; es decir, esas pasiones de amor que nacen, se desenvuelven y dominan en el espacio de algunas horas, de algunos minutos también, decidiendo luego del destino futuro de toda una existencia.
Y entre ese jardín de pájaros y flores, de luz y perspectivas, nació Amalia, la generosa viuda de Barracas, con quien el lector hizo conocimiento en los primeros capítulos de esta historia, y nació allí como nace una azucena o una rosa, rebosando belleza, lozanía y fragancia.
El coronel Sáenz, padre de Amalia, murió cuando ésta tenía apenas seis años; y en uno de los viajes que su esposa, hermana de la madre de Daniel Bello, hacía a Buenos Aires, sucedió esa desgracia.
Amalia aspiró hasta en lo más delicado de su alma todo el perfume poético que se esparce en el aire de su tierra natal, y cuando a los diez y siete años de su vida dio su mano, por insinuación de su madre, al señor Olavarrieta, antiguo amigo de la familia, el corazón de la joven no había abierto aún el broche de la purísima flor de sus afectos, y los hálitos de su aroma estaban todavía velados entre las lozanas hojas mal abiertas.
Más que un esposo, ella tomó un amigo, un protector de su destino futuro.
Pero el de Amalia parecía ser uno de esos destinos predestinados al dolor que arrastran la vida a la desgracia, fija, poderosa, irremediablemente, como la vorágine de Moskoe a los impotentes bajeles.
¡El coronel Sáenz amaba a su pequeña hija con un amor que rayaba en idolatría, y el coronel Sáenz bajó a la tumba cuando su hija aún no había salido de la niñez!
¡El señor Olavarrieta amaba a Amalia como su esposa, como su hermana, como su hija, y el señor Olavarrieta murió un año después de su matrimonio, es decir, año y medio antes de la época en que comienza esta historia!
¡Ya no le quedaba a Amalia sobre la tierra otro cariño que el de su madre, cariño que suple a todos cuantos brotan del corazón humano; único desinteresado en el mundo y que no se enerva ni se extingue sino con la muerte; y la madre de Amalia murió en sus brazos tres meses después de la muerte del señor Olavarrieta!
Los espíritus poéticos, en quienes la sensibilidad domina prodigiosamente la organización y la vida, tienen en sí mismos el germen de una melancolía innata que se desenvuelve en el andar del tiempo y los sucesos, y llega a enseñorearse tanto de aquellos espíritus, que, sin saberlo ellos, llegan a ser melancólicos hasta en los sueños o en las realidades de su propia felicidad.
Sola, abandonada en el mundo, Amalia, como esas flores sensitivas que se contraen al roce de la mano o a los rayos desmedidos del sol, se concentró en sí misma a vivir con las recordaciones de su infancia, o con las creaciones de su imaginación, alumbradas con los rayos diáfanos y dorados de las ilusiones, que de vez en cuando se escapan de la luz íntima de los espíritus poetizados y cruzan por ese mundo sin forma, ni color, que los sentidos no palpan, pero que existe, sin embargo, para la imaginación y para el alma.
Sola, abandonada en el mundo, quiso también abandonar su tierra natal, donde hallaba a cada instante los tristísimos recuerdos de sus desgracias, y vino a Buenos Aires a fijar en ella su residencia.
Ocho meses hacía que se encontraba allí, tranquila si no feliz, cuando nos la dieron a conocer los acontecimientos del 4 de mayo. Y veinte días después de aquella noche aciaga, volvemos a encontrarnos con ella en su misma quinta de Barracas.
Eran las diez de la mañana, y Amalia acababa de salir de un baño perfumado.
La luz de la mañana entraba al retrete, que los lectores conocen ya, a través de las dobles cortinas de tul celeste y de batista, e iluminaba todos los objetos con ese colorido suave y delicado que se esparce sobre el oriente cuando despunta el día.
La chimenea estaba encendida, y la llama azul que despedía un grueso leño que ardía en ella se reflectaba, como sobre el cristal de un espejo, en las láminas de acero de la chimenea; formándose así la única luz brillante que allí había.
Los pebeteros de oro, colocados sobre las rinconeras, exhalaban el perfume suave de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando en los alambres dorados que los aprisionaban, hacían oír esa música vibrante y caprichosa con que esos tenores de la grande ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder pulmonar de su pequeña y sensible organización.
En medio de este museo de delicadezas femeniles, donde todo se reproducía al infinito sobre el cristal, sobre el acero, y sobre el oro, Amalia, envuelta en un peinador de batista, estaba sentada sobre un sillón de damasco caña, delante de uno de los magníficos espejos de su guardarropas; su seno casi descubierto, sus brazos desnudos, sus ojos cerrados, y su cabeza reclinada sobre el respaldo del sillón, dejando que su espléndida y ondeada cabellera fuese sostenida por el brazo izquierdo de una niña de diez años, linda y fresca como un jazmín, que, en vez de peinar aquéllos, parecía deleitarse en pasarlos por su desnudo brazo para sentir sobre su cutis la impresión cariñosa de sus sedosas hebras.
En ese momento, Amalia no era una mujer: era una diosa de esas que ideaba la poesía mitológica de los griegos. Sus ojos entredormidos, su cabello suelto, sus hombros y sus brazos descubiertos, todo contribuía a dar mayor realce a su belleza. Era así, dormida y cubierta por un velo más descuidado que ella misma, que algunos escritores de Roma antigua describen a Lucrecia, cuando se ofreció por primera vez a los ojos de Sextus, de quien el bárbaro crimen debía perder la mujer y salvar la patria, 509 años antes de Cristo. Y cuando Cleopatra llegó hasta su vencedor, en su galera con popa de oro, con velas de púrpura y remos de plata, venía dormida sobre cojines egipcios, sirviendo de velo a su seno de alabastro, sus cabellos negros como la noche, y Antonio olvidó a Roma y sus legiones y se hizo esclavo de la diosa dormida. Así, en ese momento, y de ese modo, Amalia, repetimos, no era una mujer, sino una diosa.
Había algo de resplandor celestial en esa criatura de veinte y dos años, en cuya hermosura la Naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo semblante perfilado y bello, bañado de una palidez ligerísima, matizada con un tenue rosado en el centro de sus mejillas, se dibujaba la expresión melancólica y dulce de una organización amorosamente sensible.
En ese momento no era el sueño quien cerraba los párpados de Amalia, entrelazando sus largas y pobladas pestañas; no era el sueño, era un éxtasis delicioso que embriagaba de amor aquella naturaleza armoniosa e impresionable, bajo la tibia temperatura que la acariciaba, y en medio a los perfumes, a la música y a los rayos blancos y celestinos de luz que la inundaban blandamente.
Imágenes blancas y fugitivas, como esas mariposas del trópico que vuelan y sacuden el polvo de oro de sus alas sobre las flores que acarician, parece que volaban jugueteando por el jardín de su fantasía; pues dos veces su Fisonomía animóse y la sonrisa entreabrió sus labios, que cerráronse luego como dos hojas de rosa a quien halaga y conmueve el aliento fugaz que se escapa de los labios de un amante que pone un beso sobre ella, en recordación de la mano que se la envía.
De repente, Amalia hizo un ligero movimiento con su cabeza, huyendo como un perfume un ligero suspiro de su pecho, y Luisa, la pequeña compañera de Amalia, más que su ayuda de tocador, viendo llegar el momento en que iba a concluirse su placer, más bien que su tarea, dejó caer suavemente los cabellos sobre el respaldo del sillón, los miró todavía un instante, y deslizándose como una sombra sobre el tapiz del retrete, puso nuevas pastillas en los pebeteros, agitó sus manecitas junto a las jaulas de los jilgueros, y corrió una pantalla de raso verde en la boca de la chimenea. La luz, entonces, quedó completamente amortiguada; los pájaros trinaron más alegres, y un ambiente dulce y perfumado se esparció de nuevo alrededor de Amalia.
Luisa conocía, por la práctica, la organización de su señora, y al acercarse a ella, después de sus rápidas y silenciosas operaciones, la miró con una sonrisa encantadora de triunfo, y comenzó a pasar su mano, casi imperceptiblemente, por las sienes y los cabellos de la diosa dormida, acabando así de magnetizarla sin saberlo: porque en Amalia había una de esas organizaciones perfectas y sensibles en quienes la armonía de la Naturaleza o del espíritu obra esa influencia magnética y voluptuosa que postra el alma bajo el imperio de un encantamiento indefinible y misterioso, en los momentos en que está conmovida por impresiones simpáticas con su organización.
Luisa acababa de formar una corona con los cabellos de Amalia en torno de su bellísima cabeza, cuando la hija del jardín argentino abrió los ojos y derramó de ellos, húmedos y melancólicos, un mar de luz parecida a la que vierten los crepúsculos de una tarde lánguida del mes de enero,
Sus labios, rojos como la flor del granado, se abrieron para dejar libertad a un suspiro aromado con las esencias de su corazón, que acababa de despertarse entre el jardín de las ilusiones.
Sus brazos, que habrían dado envidia al cincel que labró la Venus de los Médicis, y cuya encarnación casi trasparente sólo habría podido imitarse en alguna veta privilegiada del mármol de Carrara, desnudos hasta los hombros, sobre los que había apenas una pulgada de encaje para sostener el cambray que coqueteaba sobre su seno, se extendían descuidados sobre los del sillón; y su pequeño pie, desnudo, entre una chinela de cabritilla, se escapaba del peinador de batista, de cuyas ondas, semejantes a una tenue neblina, se podría decir:
Porem nem tudo esconde, nem descobre
como de la gasa que cubría a la hermosa Dione del príncipe de los poetas lusitanos.
Sin embargo, en aquel modelo de perfecciones mujeriles, radiante en aquel momento de cuanto puede animar la voluptuosidad humana, se reflejaba algo que los sentidos no alcanzaban a comprender, porque pertenecía a lo más ideal de la poesía y del amor.
Aquella fisonomía tan dulce a par de bella estaba bañada por una luz tenue de melancolía y sentimiento; y en el cristal límpido de aquellos ojos, que se entreabrían en medio de un éxtasis del alma, había más de ilusión que de mirada mundanal; mezcla indefinible de abstracción de la vida y de esa claridad sobrenatural que se difunde en la pupila cuando el espíritu está más arriba de la tierra, y absorbe, en sus raptos de poesía, los destellos de la luz del cielo. Y puede decirse que en ese raudal de luz que se desprendía de sus ojos, las gracias, la belleza material de esa mujer, se espiritualizaban a su vez; sublimándose de ese modo cuanto la Naturaleza tiene de más perfecto y encantador en los pinceles con que delinea y pinta ese hermoso ángel de tentación que se llama mujer.
En la mujer, los encantos físicos dan resplandor, colorido, vida a las bellezas y gracias de su espíritu; y las riquezas de éste a su vez dan valor a los encantos materiales que la hermosean. Y es de esta unión armónica del alma y los sentidos, que resalta siempre la perfección de una mujer; ante quien los sentidos entonces dejan de ser audaces por respeto a su alma, y el amor deja de ser una espiritualización extravagante por respeto a la belleza material que lo fomenta, si no precisamente lo origina.
Y era Amalia, pues, una de esas privilegiadas creaturas que reúnen en sí aquella doble herencia del cielo y de la tierra, que consiste en las perfecciones físicas, y en la poesía o abundancia de espíritu en el alma.
Perezosa como una azucena del trópico a quien mueve blandamente la brisa de la tarde, su cabeza se inclinó a un lado del respaldo del sillón, fijó sus ojos tiernos en la pequeña Luisa, y con una sonrisa encantadora la preguntó:
-¿He dormido, Luisa?
-Sí, señora -le contestó la niña sonriendo a su vez.
-¿Mucho tiempo?
-Mucho tiempo no, pero más que otras veces.
-¿Y he hablado?
-Ni una palabra; pero ha sonreído usted dos veces.
-Es verdad; sé que no he hablado, y que me he sonreído.
-¡Cómo! ¿Lo que hace usted dormida, lo recuerda cuando se despierta?
-Pero yo no duermo cuanto tú lo piensas, Luisa mía -contestóle Amalia mirando con una expresión llena de cariño a su inocente compañera.
-¡Oh, sí que duerme usted! -replicó la niña sonriendo otra vez.
-No, Luisa, no. Yo estoy perfectamente despierta cuando tú crees que duermo. Pero una fuerza superior a mi voluntad cierra mis párpados, me domina, me desmaya; no sé nada de cuanto pasa en derredor de mí, y, sin embargo, no estoy dormida. Veo cosas que no son realidades; hablo con seres que me rodean, siento, gozo o sufro según las impresiones que me dominan, según los cuadros que me dibuja la imaginación, y, sin embargo, no estoy soñando. Vuelvo de esa especie de éxtasis y recuerdo perfectamente cuanto ha pasado en mí; aún más: conservo por mucho tiempo el influjo poderoso que me ha dominado y creo estar aún en medio de las imágenes que acaba de crear mi fantasía; como en este momento, por ejemplo, creo verlo como hace un instante lo estaba viendo aquí, aquí a mi lado...
-¡Viendo! ¿A quién, señora? -preguntó la niña, que no podía explicarse lo que acababa de oír.
-¿A quién?
-Sí, señora. aquí no ha habido nadie más que nosotras, y usted dice que lo estaba viendo.
-A mi espejo...-contestó Amalia sonriendo y mirándose por primera vez en el espejo que tenía delante.
-¡Ah, pues si no veía usted más que el espejo!...
-Sí, Luisa, solamente a mi espejo... vísteme pronto... y, entretanto, dime: ¿qué me referiste al despertarme?
-¿Del señor Don Eduardo?
-Sí; eso era; del señor Belgrano.
-¡Pero, señora, todo lo olvida usted! Es ésta la cuarta vez que voy a hacer la misma relación.
-¡Ah, la cuarta vez! Bien, mi Luisa, después de la quinta yo no te lo preguntaré más -dijo Amalia parada delante de su espejo, ajustándose un batón de merino color violeta con guarniciones de cisne.
-¡Vaya, pues! -prosiguió Luisa-, cuando salí al patio, fui, como me ha ordenado usted que lo haga todas las mañanas, a preguntar al criado cómo se hallaba su señor; pero ni el uno ni el otro estaban en sus habitaciones. Yo me volvía, cuando a través de la verja los descubrí en el jardín. El señor Don Eduardo cogía flores y hacía un ramillete cuando me acerqué a él. Nos saludamos y estuvimos hablando mucho rato de...
-¿De quién?
-De usted, señora, casi todo el tiempo; porque ese señor es el hombre más curioso que he visto en mi vida. Todo lo quiere saber; si usted lee de noche, qué libros lee, si usted escribe, si le gustan más las violetas que los jacintos, si usted misma cuida de sus pájaros, si... ¡qué sé yo cuántas cosas!
-¿Y de todo eso hablaron hoy?
-De todo eso.
-Y de la salud de él no hablaste nada, tontuela.
-¡Pues! Tonta sería si le hubiese preguntado sobre lo mismo que estaba viendo con mis ojos.
-¡Sólo que estuviese ciega! Me parece que hoy cojea más que ayer, que fue el primer día que salió al patio; y a veces al asentar la pierna izquierda se conoce que sufre horriblemente.
-¡Oh, Dios mío! Si no debe caminar todavía, ¡es terco!..., ¡es terco! -exclamó Amalia como hablando consigo misma y dando un golpe con su preciosa mano sobre el brazo aterciopelado del sillón-. ¡Y quiere salir! -continuó Amalia después de un momento de silencio-. ¡Este Daniel quiere perderlo, y quiere enloquecerme, está visto! Acaba, Luisa, acaba de vestirme y después...
-Y después tomará usted su vaso de leche azucarada, porque está usted muy pálida. ¡Ya se ve, está usted en ayunas y ya es tan tarde!
-¡Pálida!¿Te parezco muy mal, Luisa? -preguntó Amalia delante de su espejo, mirándose de pies a cabeza, mientras sujetaba con una cinta azul el cuello de encajes con que pretendía velar el delicado alabastro de su garganta.
-¿Mal? No, señora, hoy está usted tan bella como siempre. Está usted un poco pálida y nada más.
-¿De veras?
-Cierto que sí, señora; y esta noche...
-¡Ah, no me hables de esta noche!
-¿Cómo? ¿No le gustará a usted el estar bien para esta noche?
-Por el contrario, Luisa, querría estar enferma.
-Como lo oyes.
-Pues, señora, cuando yo tenga más edad y me conviden para un baile, desearé estar muy buena, y muy buena moza.
-Ya lo ves, hija mía -dijo Amalia sonriendo de la ingenuidad de Luisa-. Ya lo ves, tú desearías estar buena, y yo deseo estar enferma.
-¡Ah, eso yo sé por qué es!
-¿Tú?
-Yo, sí, señora, ¿piensa usted que yo no la conozco?
-¿Tú sabes por qué deseo enfermarme?
-¡Toma! ¿A que acierto?
-A ver, dilo.
-Por no ponerse la divisa, ¿acerté?
Amalia se rió, y dijo:
-En la mitad has acertado.
-Bien, ¿a qué acierto en la otra mitad?
-Vamos a ver.
-Porque no va usted a poder tocar su piano a las doce, como lo hace todas las noches antes de acostarse, ¿es eso?
-No.
-¿No?
-No has acertado.
-Entonces... no importa; pero usted está lindísima, que es lo que más interesa.
-Gracias, mi Luisa, gracias -dijo Amalia pasando su mano por la cabeza de la niña-. Sin embargo, yo quiero creer lo que me dices, porque por la primera vez de mi vida tengo la pueril ambición de parecer bien a los demás..., pero -y como arrepintiéndose al momento de lo que acababa de pronunciar, prosiguió-: No hablemos de estas tonterías, Luisa. ¿Sabes una cosa?
-¿Qué, señora?
-Que estoy enojada contigo -respondió Amalia mirando los jilgueros.
-Será la primera vez -replicó Luisa entre cierta y dudosa de las palabras de su señora, que jamás la había reconvenido.
-¿La primera vez? Es verdad, pero es porque ésta es la primera vez que mis pájaros no tienen agua.
-¡Ah! -exclamó Luisa, dándose una palmadita en la frente.
-Y bien, ¿confiesas que tengo razón?
-No, señora.
-¿Pues no ves?
-No, señora, no tiene usted razón.
-Pero ¿y la copa con el agua?
-No está en la jaula.
-Luego...
-¿Luego qué, señora?
-Luego tú tienes la culpa.
-No, señora; la tiene el señor Don Eduardo.
-¿Belgrano? Estás loca, Luisa.
-No, señora, estoy en mi juicio.
-Explícate entonces.
-Es muy fácil. Esta mañana cuando fui a saber de la salud del enfermo, llevaba las copitas para limpiarlas, y como ese señor es tan curioso, quiso saber de quién y para qué eran, y luego que le dije la verdad, las tomó, se puso él mismo a limpiarlas, y ahora recuerdo que mientras su criado traía agua, él las puso junto a una planta de jacintos. En esto fue que sentí la campanilla, vine, y olvidé las copitas.
-¿Ves?-dijo Amalia, sin saber lo que decía, pues mientras sus dedos de rosa y leche jugaban con las alas de sus pájaros, su imaginación se había preocupado de mil ideas diversas, y que sólo Dios y su espíritu podrían explicarnos, al escuchar la sencilla relación de Luisa.
-Ves, ¿qué?, señora -insistió ésta-. Si el señor Don Eduardo no hubiera sido tan curioso, yo no hubiera olvidado...
-Luisa.
-Me va usted a retar por otra cosa.
-No... oye... ¿qué horas son?
-Las once.
-Bien, irás a decir al señor Belgrano que dentro de media hora tendré mucha satisfacción en recibirle, si le es posible llegar hasta el salón.