Amadeo I/XXVII
XXVII
Sin discusión fueron aprobadas la renuncia del Rey y la respuesta o responso que le dieron las Cortes al asumir todos los poderes. A Palacio acudió una Comisión presidida por Rivero, la cual debía poner a manos de Su Majestad dimisionaria los tiernos adioses de la tan noble como desgraciada España. En el acto palatino, que según me dijeron fue solemne y triste, Rivero, con la trémula voz de un cíclope conmovido, pidió al Rey y a la Reina el honor de estrecharles la mano, y no hay que decir que tal honra le fue cordialmente otorgada. Los Reyes dijeron para sí: Adiós, mundo amargo.
Primer trámite del Parlamento después de lo relatado fue la renuncia del Gobierno, que ya estaba como el alma de Garibay. Inmediatamente se presentó la proposición pidiendo que se proclamase la República. El debate fue ordenado y serio, sin más acritud que el corto pero grave altercado entre Martos y Rivero. Este, movido de su temperamento irascible y despótico, exigió duramente a los que fueron ministros de don Amadeo que ocuparan interinamente el banco azul. Saltó Martos de su asiento, como enconada fierecilla, y con aplauso del Congreso dijo entre otras cosas: «No está bien que empiecen las formas de la tiranía el día en que se despide el poder monárquico». Estas palabritas hirieron a don Nicolás en lo más vivo, obligándole a descender, con runflante protesta, del augusto sitial... ¡A votar, a votar! Doscientos cincuenta y ocho votos contra treinta y dos decidieron que España no era ya Monarquía, sino República. Laus Deo.
Procediose a elegir Poder Ejecutivo. He aquí el primer Ministerio de la República: Presidencia, Figueras. -Estado, Castelar. -Gobernación, Pi y Margall. -Gracia y Justicia, Salmerón (don Nicolás). -Hacienda, Echegaray. -Guerra, Córdoba. -Marina, Beránger. -Fomento, Becerra. -Ultramar, Salmerón (don Francisco). Cuatro de estos señores pasaron de ministros de don Amadeo a ministros de la República con la corta pausa de un trámite parlamentario. Martos vitoreó calurosamente a la República, a la integridad de la Patria y a Cuba española, y Figueras anunció días de ventura bajo un régimen de concordia, paz y libertad... El cambio de instituciones, que parecía mutación teatral con subir y bajar de telones pintados, fue acogido por el pueblo con alegría más expansiva que escandalosa. Las multitudes que invadían las calles próximas al Congreso se difundieron fraccionándose. El más nutrido destacamento fue a parar a la Puerta del Sol, irradiando su ardor patriótico con vítores, cánticos, músicas y desahogos inocentes, sin molestar a nadie ni llegar a las tonalidades demagógicas. En Antón Martín el tumulto fue más vivo, y aparecieron banderas aparejadas precipitadamente por ciudadanas en quien se juntaban el republicanismo y la majeza. En la Plaza de la Cebada, en Maravillas, San Gil y demás puntos estratégicos de las expansiones madrileñas, el entusiasmo no traspasó los límites de la moderación. Ello fue como un plácido regocijo lugareño, festejando la traída de aguas o la elección de un alcalde muy querido en la localidad.
Con puntualidad absolutamente espontánea, pues no mediaron órdenes ni avisos, aparecieron iluminados casi todos los balcones de Madrid en la noche del 11 al 12 de Febrero. Obdulia y yo recorrimos algunas calles, y en las de Alcalá y Arenal contemplamos las lucecitas balconarias, haciendo de todas ellas recuento y análisis. Eran como letras, palabras y conceptos de una página histórica, escrita con hachones y farolillos. Sin más auxilio que nuestro criterio y el conocimiento en cierto modo adivinatorio que teníamos del vecindario matritense, leímos aquella página y la diputamos por vergonzosa y repugnante. Las casas de los republicanos, que eran los legítimos triunfadores en la jornada del 11 de Febrero, estaban a obscuras, y en cambio los palacios aristocráticos, las moradas de las damas católicas y de los señorones alfonsinos y carlistas brillaban con espléndido alumbrado, signo de lisonjeras esperanzas. Mayormente nos escandalizó la cínica refulgencia de las casas donde se albergaban los corifeos del viejo progresismo, que hasta el día 10 fueron cortesanos y servidores de don Amadeo.
Pasando junto al Teatro Real en dirección de la plaza de Oriente, me tocó en la espalda, llamándome por mi nombre, una mujer enlutada, cubierto el rostro de negro velo. Por la voz conocí a Graziella, y rogándole que abandonara el tapujo, le dije: «Numen de Italia, ¿también tú nos dejas?».
-Bien quisiera volver a mi Patria -contestó la ninfa con voz tremante-. Esta patria postiza me rechaza. ¡Oh, España!... Vedo l'armi, vedo le mure, ma la gloria non vedo.
-Hechicera del Arno y Tíber, hija del Cardenal Fieramosca, ¿quién te trajo a España?
-Me trajeron, diez años ha, unos pobres coristas de ópera. Era yo mocita cuando mis padres rebuznaban, en este teatrón, los corales del Moisés y de La Gazza Ladra. Ya sabes lo que fui cuando abandonada de mis padres me metí en la vida traviattesca. Mucho he visto, mucho aprendí en esta tierra de la donosa picardía... Dragonetti me conoce bien. Voy a Palacio a despedir a unos parientes míos que moran en las alturas, los rufianes del Rey. Quiero dar a todos mis tiernos adioses.
-Sigue mi consejo, Graziella, y vete con los de tu raza.
-No puedo, queridos amigos Tito y Tita; que en Madrid he de quedarme al cuidado de mi anciano protector y amigo del alma don Hilario. A proceder así me mueve con mi cariño la ambición intensa que me llena toda el alma. ¿Sabes lo que ambiciono?... No te rías... Aspiro a que vosotros, los locos de la Federal, hagáis obispo al sacerdote más ilustrado y virtuoso que existe en las Españas míseras. Con el oro y la plata de mis ahorros le he comprado ya la mitra y báculo... Dentro de pocos días adquiriré un magnífico pectoral que he visto en el Monte y un soberbio anillo, que espero besaréis con devoción tú y todos tus compinches... En fin, apresurad el paso, que yo tengo prisa. Si queréis entrar en Palacio, venid conmigo.
En esto nos hallábamos frente a la inmensa mole de la casa de los Reyes, huraña y obscura, contrastando lúgubremente con las luminarias de la Burguesía infatuada y de la Aristocracia enloquecida.