XXV

Cenamos diferentes manjares castizos; se obscureció la estancia, y al volver en tropel a nuestros dormitorios, Mariana me estrechó la mano diciéndome: «Descansa un poco, que en el primer tren de mañana nos iremos a Madrid. No sé si sabrás que está a punto de estallar un huracán político por susceptibilidades y resquemores de los caballeros de Artillería. No te digo más por esta noche...».

En efecto, reunidos en el tren, a temprana hora, Mariclío prosiguió de esta manera sus graves informes: «El ventarrón nos ha venido por el nombramiento de don Baltasar Hidalgo para el mando de una división en el Ejército del Norte o de Cataluña... no estoy bien segura: lo mismo da. Recordarás la parte que se atribuye a Hidalgo en los trágicos acaecimientos del cuartel de San Gil (1866). Fuera o no culpable el entonces capitán de Artillería, sus compañeros le tomaron entre ojos. Apartado del Cuerpo, Hidalgo ha prestado servicios en Cuba; ha merecido y obtenido ascensos: hoy es Mariscal de Campo, sin que sus compañeros de Arma hayan protestado de verle en tan alta jerarquía. El disgusto de ahora se funda en que los artilleros no quieren ser mandados por don Baltasar. Distante de Madrid he formado el juicio de que esto es un aparato político para derribar al Gobierno y poner en graves apreturas al pobre Amadeo. Sé que los llamados Constitucionales andan en este enredo y que los oficiales de Artillería se reúnen nocturnamente en casa de Ulloa. Pronto se sabrá la verdad. Hoy se abren las Cortes, allí parirán estos montes y veremos sí sale ratoncillo inocente o dragón infernal».

Mientras hablaba la Señora examiné a las dos mujeres que iban en su compañía. Ya no vi en ellas las poéticas facciones de la viuda de Padilla y Santa Leocadia, sino, antes bien, vulgares rostros de dos criadas, que al propio tiempo eran marisabidillas capaces de escribir al dictado sendos tomos de Historia. Con una de ellas charlaba Obdulia, refiriéndole sus impresiones de Toledo, y la otra me dio noticias del nuevo incendio de guerra civil en el Norte y Cataluña. Las facciones de Guipúzcoa, mandadas por Lizárraga, pisoteaban el Convenio de Amorevieta; Durango ardía en pasiones belicosas; Pepita Izco, olvidada de mí, bordaba banderas para los batallones de la Fe, y mi amigo Choribiqueta, dando de mano a su atavismo, presentía ya que podían caber dos epopeyas dentro del espacio de un solo siglo. Horizontes teñidos de sangre cerraban la vista por el Norte y parte de Levante. La pobre España, arrullada en los brazos de la Fatalidad, aguardaba su sentencia de muerte o vida con expectación pavorosa.

Al llegar a Madrid, doña Mariana concertó conmigo lugar y ocasión para comunicarnos; podía yo prestarle ayuda en la grave crisis que el Destino elaboraba en su profundo taller histórico. Conforme a estas advertencias, una mañana, entrado ya Febrero, me llamó a la casa del reverendo sacerdote don Hilario Peña, a quien hallé trabajando en su biblioteca, algo aliviado de la gota, metido en el laborioso afán de terminar su magna obra del Clero Mozárabe. Frente a él, en la misma mesa atestada de librotes y papeles, escribía rápidamente la Madre Mariana en largas hojas de papel pergaminoso. Apenas me acerqué a ellos para saludarles, vi entrar a Graziella, trayendo servicio de café con leche y tostadas para los dos, mejor dicho, para los tres, pues me invitaron a participar de su desayuno. Entraba y salía la ninfa, diligente y cuidadosa, como ama de llaves sobre quien pesa el gobierno de una casa. No hablaba más que lo preciso. Pasado un rato, cuando el cura, la Madre y yo hablábamos de los asuntos públicos, reapareció con bayetas calientes para defender del frío las piernas y pies de su amado señor.

«Hemos sabido -me dijo la Madre- que el Rey de Italia ha escrito a don Amadeo ordenándole que a todo trance se sostenga en el trono, para lo cual es indispensable que se ponga al lado de la oficialidad de Artillería, y que no consienta la disolución de un Cuerpo tan noble y fuerte. Tenemos, pues, que Amadeo se coloca frente a su Gobierno. Si prevalece el criterio del Rey, veremos a Ruiz Zorrilla y a sus radicales hechos polvo. Volverá el Duque, volverán los unionistas con los resellados del progreso. ¿Qué ocurrirá después?... Ven acá, Graziella: tú, que eres el numen de la nueva Italia, traído a nuestra tierra como un soplo vivificador, dinos lo que te inspiran tus hermanas las ninfas del Arno y Tíber».

La vivaracha Graziella, que en aquel momento acababa de poner bajo los pies de don Hilario una estufilla con brasas de carbón de encina, apoyó sus codos en la mesa, y en el tono jovial y picaresco que tan bien se armonizaba con su liviandad, nos dijo: «Víctor Manuel teme a los Carbonarios, teme a los sectarios de Mazzini y a los venecianos que han heredado las doctrinas de Manín. No quiere que se pase más allá de la Monarquía democrática. Le asusta la República; cree que si su hijo flaquea en España y se deja arrollar por el radicalismo, tengamos aquí un ensayo de Gobierno popular con gorro frigio. La dichosa monterita es para él como para mí la mala sombra, la getattura. Le dice a su hijito que se arrime a los cañones. Sin cañones no se puede vivir. Lo mismo pienso yo, que también soy de artillería. Como venga el gorro colorado, el Rey galantuomo ve perdido el trono de Portugal, donde tiene a su hija María Pía, perdido el trono de España, en peligro también el suyo, aunque asentado en la popularidad».

-Si es verdad lo que nos cuenta esta loca -dijo don Hilario-, tenemos resuelta la cuestión. El Rey se va con los caballeros de Artillería; Zorrilla y Córdoba se meten en sus casas; vuelve el Duque... Resulta que aquí siempre estamos lo mismo. Entran y salen los eternos perros sin tomarse el trabajo de cambiar sus collares.

-Lo que yo veo, mi buen don Hilario -dijo Mariana-, es que aquí andan sueltas todas las pasiones menos la del patriotismo, única pasión que da salud y vida a los pueblos enfermos. Ya sabemos quién es el Ginés de Pasamonte que mueve los hilos de este retablo. Al pobre Amadeo le ponen en un dilema de mil demonios: de una parte su juramento de Rey constitucional; de otra la conservación de un trono que unos y otros han convertido en mueble de guardarropía. Aquí despuntan acontecimientos dignos de mí. Graziella, sácame del arca grande mis borceguíes de tacones de plata...

En la segunda visita que días después les hice, me recibió Graziella sola, luctuosa y suspirante. Don Hilario estaba en cama, con ataque agudísimo. Doña Mariana, que había salido a sus menesteres y a visitar a sus hermanas, no tardaría en volver. Decidime a esperarla para comentar con ella el suceso corriente. Las Cortes habían discutido la disolución del Cuerpo de Artillería, aprobando la conducta del Gobierno por ciento noventa y un votos.

«Gettatura, gettatura -exclamó la ninfa, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Los ciento noventa y uno que le trajeron, ahora le despiden!». Desapareció la hechicera voluble y yo me quedé solo en la biblioteca, sin otra distracción que leer los tejuelos de los libros y curiosear en los rimeros de papeles. Llegó Mariclío; hablamos un rato; volvió a salir presurosa. No sabré dar medida del lapso de tiempo que permanecí solito en la silenciosa estancia. Anocheció; me adormecí en la holgada blandura de un sillón. Conservo la vaga idea de haber visto a Graziella entrar con una triste lamparilla de catacumbas. La tenue claridad nocturna se fue trocando en luz de claro día, y cuando mi cerebro se despejó de las nieblas del sueño, advertí con espanto que no estaba en la biblioteca del docto don Hilario, sino en la quimérica gruta de aquella casa del número 16, tragada por la tierra en Maravillas o Monteleón. Entró la diablesa itálica desgreñada y en paños menores a traerme café con leche; y poco después llegó doña Mariana, de cuyos labios, para mí divinos, oí la grave relación que a la letra copio:

«El nudo se ha roto ya, y a estas horas el arduo conflicto artillero ha pasado al montón de los hechos consumados. Las consecuencias serán por algunos bien vistas, por otros lloradas... Los jefes y oficiales, doloridos por el agravio que a tan noble Cuerpo se infería, presentaron, como sabes, solicitudes de cuartel, retiro o licencia absoluta según la situación de cada uno. Como era natural, el Gobierno las admitió. Paralelamente a esta moral de los ofendidos, los Generales palatinos Gándara, Rosell y Burgos, en connivencia y contacto secreto con Serrano Bedoya, el Duque de la Torre y todo el patriciado constitucional, preparaban un acto de audacia política que bien podría llamarse golpe de Estado. Del Rey te diré que patrocinaba el movimiento conforme a las ideas, planes y temores de su señor padre. La Casa de Saboya se asusta del radicalismo y pretende afianzar en las dos penínsulas la Monarquía democrática».

-Ya lo sabemos, Madre -dije yo-. El numen italiano no quiere cuentas con la República. Víctor Manuel cree que está lejos aún la emancipación de los pueblos latinos.

-Así es, hijo mío -prosiguió Mariana-. La conjura para sacar triunfante al Cuerpo de Artillería no vacilaba en rebasar los linderos de la prudencia. No bastaría derribar al Gobierno radical; era forzoso barrer el Parlamento, en cuyo seno convulso ciento noventa y un votos aprobaron la reconstitución del Arma de Artillería, elevando a los sargentos a la categoría de oficiales y substituyendo los jefes con individuos técnicos de otros Cuerpos. Para dar eficacia positiva al pensamiento de los conjurados se acordó el siguiente plan: Enganchadas las baterías en el cuartel de San Gil y en el del Retiro, con su oficialidad y jefes naturales a la cabeza, saldrían a la calle con la marcialidad que es de rigor así en las paradas como en los pronunciamientos. Los de San Gil debían detenerse en la puerta del Príncipe, donde se les incorporaría el Rey con el escuadrón de su Escolta. Dado este paso, ¿qué faltaba ya? Seguir adelante, disolver las Cortes y crear la dictadura interina, de donde saldría un nuevo artificio constitucional, impuesto por las circunstancias... Preparado estaba ya todo, cuando llegó de Palacio la contraorden. No había nada de lo dicho. A desenganchar. Quedaron los soldados en su ordinaria vida de cuartel y los jefes y oficiales se acogieron al descanso de sus casas.

-Ya me figuro el reverso de la escena, señora Madre; mejor será decir que lo adivino. Con el fuerte apoyo que le daba la confianza de las Cortes, Ruiz Zorrilla llevó a la sanción del Rey el Decreto reorganizando el Cuerpo de Artillería, y don Amadeo... fue débil...

-Débil no, querido Tito. Fue consecuente con los compromisos que le impuso su dignidad al venir a España. Reflexionó; hizo exploración de su conciencia; puso fin con solemne arranque a sus veleidades y ligerezas. Recordó su juramento ante las Cortes. Sus ojos vieron en letras de fuego las palabras memorables con que expresó su propósito de no imponerse a la soberanía de la Nación, y firmó.

-Y ya tenemos a los sargentos en los puestos de los oficiales. Me da en la nariz que algunos de los agraviados ofrecerán sus servicios a Carlos VII.

-Así será, hijo mío. La Nación está en presencia de graves turbaciones y luchas sangrientas. Para salir viva de ellas necesita sacar de su ser el poder anímico que hoy parece adormecido. Fracasada la conjura de los constitucionales, la rabia del pataleo les inspira resoluciones sumamente cómicas. Entérate de esto: la Duquesa de la Torre ha dimitido su cargo de Camarera Mayor de la Reina, y el Duque renuncia a todos sus empleos, títulos y condecoraciones. La figura de Amadeo se ha crecido a mis ojos. Presumo que en su mente germina y florece la idea de la abdicación. ¿Estamos frente a un acontecimiento digno de mí?

Sorprendido quedé viendo el arrogante ademán con que Mariana se levantó de su asiento. La sorpresa fue pasmo y admiración cuando la vi transfigurada de vieja caduca en matrona gallarda, de rostro helénico y figura escultórica. Temblé de emoción al oír el vibrante sonido de su voz, pronunciando este imperativo llamamiento: «Graziella, ven; ha llegado la hora. Saca del arcón mi clámide más hermosa. Tráeme la diadema y el coturno... ¿No entiendes, tonta?... Mis borceguíes de tacones de oro».