XIII

No cesaba yo de interrogarme así: «¿Estaré un poco demente, o siquier tocado de tenaces manías, la manía de mi proteísmo, que consiste en escribir con distintos criterios y aparente convicción, la manía de mi esencial criterio inmanente, de tendencias atrozmente revolucionarias?». Y otra cosa pregunto a los que me leen y a mí mismo: «¿Todo lo que cuento es real, o los ensueños se me escapan del cerebro a la pluma y de la pluma al papel? ¿Las amorosas conquistas que me sirven de trama para la urdimbre histórica, son verdaderas o imaginarias? ¿Creo en ellas porque las imagino, y las escribo porque las creo?...». Mientras con ayuda de mis indulgentes lectores dilucido estos puntos, seguiré contando... A ver si me acuerdo... Ya, ya he cogido el hilo... Pues Felipa, después de repetida por décima vez la proclamación dogmática de su virtud, me aconsejó que viese a Celestina Tirado, y a sus buenas disposiciones me encomendara.

Pero... el demonio lo hacía..., encontreme a Celestina también atacada de monomanía virtuosa, y en vías de abandonar su vil industria, dándose de baja en el escalafón del Infierno. Tenía una hija, criada en el campo, ya grandecita. Celestina la llevó consigo, sedienta de cariño maternal, que apenas había gustado en su vida liosa. Enterose de ello la Marquesa de Navalcarazo, y queriendo apartar a la pobre niña de todo influjo maléfico, obligó a la madre a ponerla bajo la guardia y custodia de unas monjitas de la calle de San Leonardo. Accedió Celestina, movida de un vago prurito de corrección espiritual, y las mañanas pasaba en la iglesita del convento, o en la fronteriza parroquia de San Marcos, entretenida en rezos y otros actos de devoción. Hablando de esto, me confesó que hasta las oraciones más elementales, Credo y Padrenuestro, se le habían olvidado, y en aquella ocasión las aprendía de nuevo, sintiéndose volver a sus años infantiles.

En estos contactos con la vida eclesiástica, la antes pecadora, y después reformada Celestina, echose también su director espiritual, y tuvo la suerte de topar con un sacerdote ejemplarísimo, llamado don Hilario de la Peña. Hablando de él la pícara convertida no agotaba el filón de las alabanzas. Tales cosas me dijo, que me entraron vivas ganas de conocer al bendito clérigo. Y una mañana, en que mis divagaciones callejeras me llevaron a la de San Leonardo, me deparó mi suerte el encuentro de Celestina, que del convento salía con su reverendo amigo y capellán don Hilario, y ambos iban hacia la parroquia de San Marcos. Presentome la pícara como periodista y cultivador de las Letras, y apenas hablé diez palabras con el buen señor le diputé por hombre bueno, tolerante, y de no común cultura.

Metiose Celestina en la parroquia, y yo seguí con el cura hasta la puerta de su casa. Era viejo, de gran talla y al parecer gotoso. Aliviaba su cojera con un grueso bastón. Lucio y carilleno, pareciome hombre que se había dado buena vida. Su afable sonrisa y sus ojuelos vivarachos delataban el amplio conocimiento del mundo y el hábito de la preciosa indulgencia. Mostrose complacido de hablar con un escritor, y juzgándome con benevolencia cortés, por desconocer mi escasa valía, me reveló que él también plumeaba, por pasar el rato, y sin pretender el galardón de la fama. «Soy aficionado a los estudios históricos -dijo con modestia-, y he consagrado mis ocios a escribir la Historia del Clero Mozárabe en Toledo, de la cual llevo ya publicados tres tomos. Es obra de pura erudición, árida, como centón de documentos». Mi cortesía correspondió a la suya, diciéndole que conocía parte de los tres tomos publicados, y haciendo del contenido de ellos un ardiente elogio. Al darme las gracias advertí en él un amable escepticismo. No creía en mi entusiasmo por su obra... Con recíprocos plácemes y cumplimientos nos separamos, pidiéndole yo la venia para visitarle, pues me honraría mucho su trato y buena amistad.

Y no pasaron tres días sin que me personara en la casa del cura. Me recibió en su biblioteca, que era copiosa y algo desordenada, como toda biblioteca en que se trabaja. De lo que habló don Hilario, saqué en limpio que era rico, que por no abandonar en absoluto su ministerio religioso, desempeñaba la capellanía de las monjas vecinas. Algún trabajo le daba el delicado gobierno de las conciencias de aquellas santas señoras, que por no tener nada que hacer, inventaban pecadillos, y apuraban la paciencia del confesor para lavarlos y restablecer su inmaculada pureza... Deseaba el señor Peña ocasión para zafarse del enfadoso lavatorio y planchado de las monjiles conciencias... También me dijo que le amargaba el sentimiento de no poder terminar su obra. Herido de la gota y otros desgastes del organismo, sólo contaba ya con un par de años de vida, o poco más...

La persona del venerable clérigo trajo a mi cabeza espantosa confusión. Antes de tratarle, tenía yo noticia de él (ignorando el nombre) y de su magna Historia del Clero Mozárabe. Intentaba yo por mañana y tarde descifrar aquel enigma, y desvanecer mi perplejidad. No sé cuántas veces me llegué a la calleja, entre Monteleón y Maravillas, y con ojos inquietos buscaba el 16 de marras, sin perder la esperanza de que la casa de aquel número hubiera salido de las entrañas de la tierra. Pero lejos de ver que esta devolvía lo que se tragara en días ya lejanos, mi barullo mental aumentó con sucesos más contrarios a la lógica y al sentido común.

Acudiendo una mañana de Abril a mi tercera visita, encontré a don Hilario en la calle, yendo yo por la de los Reyes. Nos paramos, y después de los recíprocos saludos, me dijo: «Tengo que ir a Palacio. Si no tiene usted que hacer acompáñeme, y por el camino le contaré el porqué de ir yo a la Casa Grande, novedad para mí extraordinaria, pues sólo una vez estuve en ella, cuando a doña Isabel le dio por hacerme obispo, y yo rehusé. No recuerdo la fecha. Ello fue cuando Pío IX concedió a doña Isabel la Rosa de Oro. Vamos, hijo». Andando, siguió así: «Pues esta buena señora, doña María Victoria, sale ahora con que quiere nombrarme capellán de ese Asilo que ha fundado para las lavanderas... Ello habrá sido idea del Conde de Rius, intendente de Palacio, y gran amigo mío. Usted le conocerá: es yerno de Olózaga, que también me honra con su amistad. Sea de quien fuere la iniciativa de mi designación, voy a decir que nombren a otro. Yo declino ese honor, yo no sirvo para nada. Busquen para las lavanderas un clérigo mozo. Yo no estoy ya para ninguna función que reclame el vigor juvenil...».

Charlando con voluble intercadencia de veras y bromas llegamos a Palacio y entramos en la Intendencia, que está, como sabéis, en la planta baja, plaza de la Armería. En una antesala nos detuvimos; salió el intendente, Conde de Rius, a quien yo sólo conocía de vista; el cura me presentó a él como un amigo que le acompañaba en clase de rodrigón o lazarillo de su cojera, y pasaron los dos al despacho próximo, donde a mi parecer trataron de la Capellanía de Lavanderas. Quedeme solo en aquel aposento, donde no veía más que estantes llenos de legajos, y algunos cuadrotes deslucidos del tiempo y del humo del gas, y que representaban edificios o campiñas de los Sitios Reales. A poco de estar sumido en tal soledad, sentí hormiguilla en brazos y piernas, y zumbar de mis oídos, cual si a ellos llegaran las ondas de un lejano son de bronces vibrantes. Convirtiéronse aquellos sonidos en voz humana, demasiado dulce para ser de hombre, demasiado grave para ser de mujer. Volví la cabeza... y vi que por escondida puertecilla entraba un bulto... Mi primera impresión fue de una señora gorda y ajamonada... Al acercarse a mí se volvió esbelta sin gran merma de sus carnes lúcidas. Vestía elegante traje negro de seda, a la última moda... ¡Ay, Dios mío! Que me llevaran los demonios si no era la Mariclío, con sin fin de años menos de los que representaba cuando anteriormente la vi, y muy apersonada y peripuesta.

«Hola, Tito -me dijo con graciosa confianza, arrastrando un pesado sillón para sentarse frente a mí-. ¿No me habías conocido? Vengo ahora un poquito transformada. Yo me pongo más fea o más bonita según los lugares por donde paso y las diligencias que traigo entre manos. Estamos en lo que los periodistas llamáis el regio alcázar, y cuando aquí entro, procuro adecentar mi facha y traje por si me sale en estas alturas del Estado algo decoroso que pueda llevar a mis archivos».

Diciendo esto, alargó hacia mí uno de sus pies, con la mayor desenvoltura, sin cuidado de que yo le viera la pantorrilla. Calzaba en aquel pie un lindo borceguí colorado, con tacón de plata. Y viéndome suspenso, sin saber qué hacer con el precioso y bien engalanado pie, me dijo risueña: «Parece que estás tonto. Haz el favor de descalzarme. ¿Tanto te asusta una vieja compuesta? No es el coturno lo que ves; es un zapatón de media gala. Me lo he puesto para venir a esta casa, y ya me pesa. No lo merecen...». Le quité el borceguí con todo el respeto que me inspiraba, y al instante sacó, no sé de dónde, una blanda zapatilla, que por su propia mano se calzó sin esperar mi auxilio. Antes de repetir la operación en el otro pie, levantose muy ligera, y dio paseos airosos por la estancia, un pie con medio coturno y el otro con zapatilla. Esgrimiendo la que le quedaba en la mano, decía: «Con este escarpín azotaría yo las posaderas de los desgraciados y ridículos hombres que arriba he visto. Pide a tu Patria que tenga un arranque y los mande a donde fue mi amigo el reverendo padre Padilla».

Dicho esto, volvió a sentarse; la descalcé y calcé del otro pie, y quedose meditabunda un mediano rato, mientras yo discutía mentalmente con mis ojos sobre la realidad o ficción de lo que veían, y les acusaba de burlarme con alucinaciones infantiles... Y ellos me contestaban que no era culpa suya, sino de doña María Clío, hechicera y juguetona. Esta terminó sus meditaciones diciendo: «Mal andan allá arriba. Ministros y Rey han rivalizado en torpezas. Al Rey le disculpo. Sagastinos y zorrillistas le traen mareado con sus necias enemistades por un quítame esas pajas. Los 191 votos que dieron la corona a la casa de Saboya, ¿qué se hicieron? Hanse dividido en dos bandos; viven tirándose a la cabeza todos los trastos de la Constitución. Como don Amadeo no se imponga a esta tropa, ya puede preparar sus equipajes... Figúrate, hijo mío, que los llamados constitucionales se dividen a su vez, y por la combinación de generales andan también a repelones... El sábado, día de Consejo en Palacio, se presenta Sagasta en la Cámara Real, y dice al Rey que no se celebrará Consejo, porque no hay asuntos de qué tratar. No le valen al camerano sus marrullerías, y Amadeo, con acento más firme del que suele usar, le contesta: Si el Gobierno no tiene hoy nada que decirme, yo tengo cosas muy serias de que hablar al Gobierno. Cite usted ahora mismo, y aquí quedo esperando...

-Ya sé lo demás, señora mía -repliqué yo-. Lo traen los periódicos.

-Cada periódico cuenta el caso a su modo, y con el aderezo y salsa que cada bandería suele gastar en sus guisos. Óyelo de mi boca, que no miente. Mi único guiso es la verdad... Azorados reuniéronse los ministros en Consejo, y ante ellos desenvainó el Monarca un papel que leyó con buena entonación. El documento era declamatorio y enfático, como los que escribías tú en El Debate, recomendando el específico de la Conciliación. No admitía el Rey nuevas disidencias, ni que el partido llamado Constitucional se partiera en mitades, que en la política general resultaban cuarterones. La intención expresada en el papelito era buena, el modo de señalar y el estilo vulgarotes a no poder más... Los ministros fueron desde aquel momento pintorescos personajes de ópera cómica. ¿Dimitían o continuaban después de rascarse las partes de sus cuerpos azotadas por el papelito? De sus reflexiones resultó que debían quedarse, con ligero cambio de personas. No hay cosa más desagradable que dejar vacías las poltronas para que otros las ocupen... La gran escena cómica de hoy en la Cámara regia y piezas inmediatas es de tal modo bochornosa, que me he quitado los coturnos por zafarme de la obligación de contarla. Para dar noticia de lo que hoy he visto, heme puesto estos borceguíes traídos y viejos... Figúrate que los sagastinos y unionistas han arreglado su guisote de crisis con salsa de calamares, y hoy se han presentado a jurar.

-Juran y perjuran poniendo su mano al revés sobre un falso Evangelio.

-¡Anda, que del indecoroso plantón que les dio el Rey, se acordarán mientras vivan! Yo le dije a Sagasta: «¿No te sientes humillado? ¿Eres un cochero que viene a pedir plaza en las Caballerizas?». Y él, rascándose la barba, me contestó: «Paciencia, madre Clío; este oficio pide mucho aguante y resignación por arrobas. La política es valle de bilis». Dos horas les tuvo Amadeo en la antecámara. A lo mejor salía Dragonetti con recaditos: «Dice Su Majestad que si traen el programa». Y el riojano de amarillo rostro y boca rasgada, respondía: «El programa no lo traemos; pero... se traerá. El amigo Colmenares lo está confeccionando...». Confeccionando, como si fuera un pastel o una torta de dulce... Vuelve Dragonetti con dulzura oficiosa, y dice: «Que si no traen el programa no juran». Yo disimulaba mi enojo hablando de teatros con la Marquesa de Constantina. El hombre del tupé bajó al Ministerio de Estado con De Blas, y los que allí quedaron se miraban asustados de su paciencia ovejuna. Me acerqué al Ministro primerizo, y le dije: «Simpático pollo antequerano, parece que estás triste. Te ha tocado un estreno de mala sombra». Y él desplegando su boca y mostrando su blanco dentamen, se sacudió así la broma: «Madre, la buena sombra la traigo yo conmigo... Sea usted benigna, y dejaré memoria de mí».

»Volvió de Estado Sagasta, con el tupé más crecido y la color más biliosa. Traía también el programa que enseñó a los amigos. Como reapareciese Dragonetti con nuevas chinchorrerías, Práxedes le dijo: «Aquí está, aquí está el programa. Mañana lo verá Su Majestad en la Gaceta. Le hemos dado forma de Circular a los Gobernadores. Se les dice que este Ministerio es estrictamente compacto, que somos el progresismo histórico, firme columna de la Monarquía; y al propio tiempo les encarecemos la más exquisita legalidad en las elecciones. Legalidad ahora y siempre, para que el sufragio sea la exacta expresión de la voluntad del país...». Amén. Pasaron a la Cámara Real; hicieron arrumacos de juramento...

»Yo lo vi; hice cuanto pude para ponerme seria. Di una vuelta en derredor de todos; pasé delante del Rey casi tocándole las narices, y ni él ni sus desaprensivos secretarios me vieron. Fuertemente dirigidos hacia los senos de su egoísmo tenían los ojos del alma, y los del cuerpo estaban ciegos. «Si me vierais, hijos del aire -les dije-, no seríais lo que sois». Bajé corriendo a quitarme el calzado, que torpemente llevé a las alturas. No merecen los de arriba mis tacones de plata... Y ahora, buen Tito, acompáñame. Quiero espaciarme, alegrar mi pobre espíritu ansioso de verdad. Vámonos a la Fuente de la Teja, y allí veremos a los soldados bailando con las criadas. Aquello, en su humildad, es más noble que esto. De allí puede salir algo grande, de aquí no. Iremos también a ver a los chicos jugando al toro o a la tropa, en la Virgen del Puerto. De allí saldrán hombres de poder, ciudadanos, trabajadores, mártires, héroes. Aquello es la sal y el fuego de la vida... Aquí no hay más que hombres de humo que burla burlando asfixian a su patria.

Ya estábamos en la puerta con ánimo de no parar hasta la Fuente de la Teja, cuando llegaron don Hilario y el Conde de Rius, que bajaban de las habitaciones de Su Majestad la Reina doña María Victoria. Hablando pasaron junto a nosotros, como si no nos vieran. Creímos entender que había sido mala inteligencia del Conde la designación del señor Peña para la Capellanía de Lavanderas.

«Le han llamado -me dijo Mariclío- porque a esta buena señora le ha dado ahora por hacer obispos. Cree con esto desarmar a las damas católicas que le han declarado la guerra. Equivocada está de medio a medio, porque aunque propusiera una hornada episcopal de sacerdotes virtuosos y entendidos, el Papa no los aceptaría... Así lo dije ayer a doña María Victoria, y ella me aseguró que secretamente, y sin que lo supieran don Amadeo ni Víctor Manuel, había tendido un hilo de inteligencia con el Vaticano, y por este hilo le habían dicho que sí, que propusiera... ¡Ay, no sabe esta buena señora con quién trata! Yo le dije: 'No te fíes. Suponiendo que Pío IX entre por el aro, no te preconizará más que obispos carlistones, afectos a él más que a ti y a tu marido... Hija mía, no te metas con Roma, ni creas que amansarás a las apostólicas damas, poniéndote todos los moños del catolicismo y del papismo...'. Y este bienaventurado Hilario Peña no se calará nunca la mitra. Es hombre bueno, sabio y caritativo. No tiene ambición...; no quiere obispar. Ya sabes que pertenece a la militar orden de Santiago el Verde, quiero decir que es de Caballería».