Alma andaluza
-Pero Juan, por la Virgen Santísima, ¿por qué has vinío? -exclamó Dolores, mirando con expresión de miedo y asombro a su hermano.
-No podía, hermana, no podía -repúsole éste con voz apagada-; me estaba picando un alacrán en el corazón. Desde que me dijeron que, valiéndose de que yo no podía pisar estas lindes, le había vuelto a poner los puntos a mi Rosalía Antoñico el Ecijano, no podía pegar los ojos ni respirar tan siquiera, y desesperaíto ya, esta mañana comprendí que si no venía se me diba a romper el pecho, y cogí la escopeta, monté en mi Tordillo, le metí espuela, y na, que aquí me tiées. Pero no te apures tú, que el potro lo he dejao en la choza del Mejorana, y pa entrar aquí lo he jecho por el corral. Como que pa no verme, ni la luna me ha visto, porque la tapó una nube.
-Pero si es que no has debío venir; si es que lo que te han dicho no es verdá; si es que el Ecijano, desde que tú te juiste, no ha güerto a cruzar con Rosalía ni una mirá, ni una sola.
-De eso no me platiques -exclamó bruscamente, frunciendo el ceño el Petaquero.
-Pero si es que manque fuera asín; manque fuera verdá que el Ecijano la había mirao, ¿a ti qué te importa que la mire jasta que se le sequen los lagrimales? ¿Qué te importa a ti que él la mire, si tu Rosalía, desde que tú tuviste que dirte al monte, no vive más que pensando en si se pondrá u no se pondrá bueno Joseíto el Retamales?
-Me han dicho que, felizmente, está mejor Joseíto.
-Sí que está mejor, y, según dice el méico, Dios mediante, se pondrá güeno del to. Pero eso, esgraciámente, tiée que traer cola: su hermano Alfonso el Posaero ha jurao que te tiée que cobrar con usura la puñalá que le pegaste a Joseíto.
Él se la buscó, que yo no le quería malillamente; pero yo no podía pasar por otro punto; que no me poía yo quear sin cobrarme aquel guantazo.
Y al recuerdo del ultraje recibido centelleáronle a Juan los enormes ojos oscuros, y tras algunos instantes de silencio continuó:
-Mira, Olores, lo que sa menester es que yo platique con mi Rosalía, que tengo yo ya muncha jambre de mirarme, manque no sea más que un minuto, en las niñas de sus ojos.
-Pero ¿no comprendes tú que si te ve cualisquiera que no te quiera bien, a los dos minutos te están jaciendo un saludo los del correaje amarillo?
-¿Y te crees tú que habiendo yo vinío al pueblo na más que pa ver a mi Rosalía, me voy yo a dir sin miralla ni platicalla?
-Pero ¿no comprendes tú -insistió Dolores- que este pueblo le cabe a cualisquiera en la parma de la mano y que son muchos los ojos que te espían?
Se encogió de hombros el Petaquero, y
-Mira -le respondió-: no te emperres en lo que no puée ser, y si me quiées jacer un favor, te vas ahora mesmito a ca de mi Rosalía y le ices que dentro e un rato estoy yo allí, en la puerta de su corral, esperando a que salga la estrella que más reluce.
-No; lo mejor será que yo vaya en busca suya y que se venga conmigo -dijo, pensativa, Dolores.
Y minutos después salía de la casa Dolores, no sin poner antes una mirada recelosa en los vecinos, que, sentados en las puertas de sus respectivas viviendas, disfrutaban de la fresca brisa de la noche, saturada de los perfumes que arrancara a su paso por las altas cumbres y por las pintorescas vertientes de las floridas montañas.
-Sa menester que te vayas a escape, Juan, pero que a escape -exclamó Antonio el Cartameño con voz jadeante, penetrando como una tromba en la habitación donde, en unión de Dolores, dialogaban, susurrantes y apasionados, Rosalía la de los Mimbrales y Juanico el Petaquero.
Miró éste sorprendido al recién llegado, y sin perder la serenidad e intentando tranquilizar con una sonrisa a la hembra adorada, preguntó a aquél con acento reposado:
-Pero ¿qué es lo que pasa, Antoñico, pa que yo tenga que salir como una bala?
-¿Qué quiées que pase? Que te ha visto saltar por la tapia del corral Pedrote, el mozo de la posá de Alfonsico el Retamales.
-¿El de la posá del hermano de Joseíto? -preguntaron, asustadas y simultáneamente, ambas mujeres.
-El mesmo que viste y calza, y menester es no jechar en orvío que ese mozo le tiée mucho que agradecer a Alfonso el Posaero.
-Pero ¿a ti quién te ha dicho que a mí me ha visto Pedrote?
-Pos me lo ha dicho Cachorrito, que se trompezó con Pedrote jace una miaja, y como el Pedrote diba como el que va por los Santos Olios, pos Cachorrito le preguntó que aónde diba resollando como un fuelle, y, el otro le dijo que diba en busca de su amo, por si su amo quería tirar a una liebre a la que le tiée la mar de ganitas y a la que él había visto por casolidá meterse en una camá, y como el Cachorrito es mi vivo, al trompezarse conmigo, pos el hombre me contó lo que yo sus he contao, diciéndome que me lo contaba por si a mí me convenía.
Todos los allí reunidos habían ido palideciendo a medida que hablaba el Cartameño. Rosalía había fruncido la frente; Dolores miraba a su hermano con expresión asustada; el Petaquero dominó sus inquietudes, y ...
-Güeno -exclamó, incorporándose-; pos entonces lo mejor que hago es coger el avichucho y dirme a recoger mi Tordillo, y dentro de na que me busquen, que cualisquiera encuentra un tordo entre tantos olivares.
-No, eso no puée ser. Si Pedrote le ha avisao a Alfonso, éste fijamente se lo habrá dicho al cabo, y el cabo fijamente le habrá dao orden a las parejas de jacerte una encerrona.
-Pos probaré fortuna -dijo serenamente el Petaquero-; y con que yo puea jechalle los calzones encima a mi Tordillo...
-Pero y si no puées jechárselos, ¿aónde vas a buscar abrigaero?
Se encogió ligeramente de hombros Juan, y
-Allá veremos qué es lo que pasa -murmuró, y cinco minutos después saltaba, ágil como un gamo y sigiloso como una sombra, por encima de la albarrada que defendía el corral de la pobre vivienda de su hermana Dolores la Veterana.
-¿Y cómo ha sío eso? -preguntó Rosalía, con la cara radiante de gozo, a Antoñico el Cartameño.
-Pos, hija, que Juanico sabe más que un letrao y que el Alfonso es un hombre cabal y con un corazón más grande que dos canchales.
-Pero cuéntame cómo pasó la cosa, que estoy que me muero de alegría.
-Mía, te lo contaré toíto: Juan, al salir de la casa, se fue erecho como un tiro pa el chozón del Mejorana en busca de su jaco; pero como antes de llegar le dieron en la nariz malos olores, pos el mozo, como sin su Tordillo no podía llegar a la sierra antes de que clareara, y como pa dir a la sierra tiée que atravesar cuasi toa la campiña, y a la luz del sol en la campiña estaba vendío, pos en lugar de acubrilarse aquí o allí, aonde fijamente arguien le hubiera visto al amanecer, pos el mozo se gorvió al pueblo y se metió, saltando el muro, en la posá, en la mismita posá de Alfonsico el Retamales.
-¿En la posá de Alfonso? -exclamó, mirando asombrada a su interlocutor, Rosalía.
-Como te lo digo: en la posá de Alfonso -repitió sonriendo el Cartameño.
-Pero ¿mi Juan está loco de remate?
-¡Qué ha de estar loco tu Juan! Tu Juan sabe jasta latín, y la prueba la tiées en lo que pasó: en que, al verlo elante de él, el Alfonso lo primero que jízo fue tirarse a la cara la vizcaína; pero tu Juan soltó la escopeta, tiró el cuchillo y le dijo al Retamales:
-Aquí estoy; me tiéen tomás toas las salías del pueblo y no pueo arrecoger mi jaco, que lo tengo en el chozón del Mejorana; y al verme sin salía, pos me dije yo: «Lo mejor que jago es dirme a ca de Alfonso, porque el Alfonso será mu capaz de matarme cara a cara, pero no es capaz de vender a un hombre perseguío que, buscando amparo, se le meta en sus cubriles.»
-¿Y Alfonso qué dijo a eso?
-Pos Alfonso, según me han contao, se mordía los puños de rabia que le dio; pero como el hombre es un hombre, pos lo que pasó fue que tan y mientras los civiles se han pasao la noche dando tiritones en el Chaparral, nuestro Juan se la ha pasao durmiendo como un lirón en la posá del Alfonso, y esta mañana, al amanecer, tan y mientras las parejas venían al pueblo, Juan se despidió del posaero, que le ha prometío no parar jasta hacerlo más peazos que piñas tiene un pinar, y se fue al chozón y trincó su Tordillo; y na, que a estas horas dará gusto verle correr por esos montes e Dios con su escopeta en la mano.