Algo de crónica judicial española
Con el título Documentos, hay en la Biblioteca Nacional varios gruesos volúmenes, en folio, conteniendo alegatos jurídicos en causas criminales. Todos los alegatos se hallan impresos en folletos, y pertenecen al siglo xvii. Las alegaciones sobre robos y asesinatos, poco de singular ofrecen; pero las que se relacionan con el sexto mandamiento del Decálogo son divertidísimas. Más que en castellano, estos últimos alegatos están en latín, lengua en que las obscenidades parecen menos crudas. Como yo no quiero escandalizar á nadie, haré caso omiso de cuanto se relacione con el pecado de la manzana, y sólo me ocuparé en extractar dos exposiciones que me han parecido muy originales y aun graciosas.
Esta causa es de lo más original que se ha visto en los tribunales del mundo. Se trata de un hombre acusado criminalmente, preso, secuestrados sus bienes, consumidos más de mil ducados de ellos, y atormentado cuatro veces en el potro, siendo el cuerpo del delito una fábula de la Mitología.
Un Pedro Lamier se querelló contra Antonio Rodríguez, acusándolo de haberle quitado mañosamente, sin querer devolvérsela, una piedra que él valoraba en un millón, piedra única sobre la tierra, pues de noche alumbraba más que una vela. Los testigos que presentó difieren en cuanto al color y sus cualidades. Unos dicen que era jaspeada, otros azul y otros color de brasa. Uno declara que echaba rayos como el sol; otro que no hacía más que unos visos; otro que era mitad resplandeciente y mitad obscura; otro que tenía unas centellas separadas: y el más juicioso dijo que, en su concepto, la piedra de la cuestión no pasaba de ser un bonito rubí.
Rodríguez confiesa que, realmente, Lamier le había vendido una piedra, y que él la estimó en tan poco, que se la regaló á una moza.
El abogado de Rodríguez, en su alegato, niega, por supuesto, la existencia de esa piedra fantástica bautizada por los poetas con el nombre de carbúnculo, y conviene en que se trata sólo de un rubí, piedra muy conocida y cuyo precio su defendido está llano á pagar, á juicio de peritos lapidarios.
Parece que los jueces se inclinaban á creer en la existencia del carbúnculo ó piedra luminosa. Deducímoslo así de ciertas reticencias que hay en el alegato.
De todos los tiempos ha sido el que los apasionados de las cómicas se afanen por penetrar en el vestuario, durante los entreactos. El alcalde don Pedro de Olaverría se propuso desterrar esta costumbre, y al efecto se constituyó entre bastidores, acompañado de los alguaciles Matías de Baro y Diego Hurtado.
Don Alonso de Torres, que era un alfeñique, currutaco ó mancebito de la hoja, y que bebía los vientos no sé si por una actriz ó una suripanta, se propuso entrar. Detúvolo uno de los alguaciles, diciéndole cortésmente:
—Téngase vuesamerced, caballero.
—Voto á Cristo, que he de entrar, que soy don Alonso de Torres—contestó el mancebo, empujando al corchete.
—Téngase el señor don Alonso y acate el mandamiento del señor alcalde, que no mío, y no se empeñe en pasar—insistió el alguacil.
—Pues por encima del alcalde tengo de entrar.
Al alboroto acudió el alcalde, armado de vara, y encarándose con el galán, le dijo:
—Téngase el caballero que por aquí no ha de pasar, que para estorbarlo estoy yo aquí.
—¿Conóceme vuesamerced?
—¿Conóceme á mí el insolente?
—¿Y para qué le tengo de conocer, cuerpo de Cristo?
—¿Cómo me habla de esa manera? ¡Favor á la justicia y prendan á este pícaro!—gritó exasperado el alcalde.
—Pícaro será el muy cabrón—contestó don Alonso, desenvainando la espada y arremetiendo al alcalde. Este, ante lo brusco de la embestida, retrocedió y cayó al suelo, y en la caída se le rompió la vara.
Por supuesto, que los circunstantes se echaron sobre Torres, y lo aprehendieron.
Lo gracioso de la causa es que siete testigos declararon que don Alonso dijo:—Pícaro será el muy cornudo; y otros siete afirmaron que lo dicho por el reo fué:—Pícaro será el muy cabrón.
La verdad es que de palabra á palabra no va más filo de la uña, sino el de que el uno lo es sin saberlo, y el otro lo es por su gusto.
También hay de curioso en el alegato que el abogado tacha el testimonio de un testigo «por ser hermafrodita, y no guardar sexo, como está probado, andando unas veces vestido de hombre y otras de mujer, y á esto se junta el haber parido, como lo deponen algunos testigos.» Esto es típico. Las anchas tragaderas del letrado eran muy propias de todos los que comían pan en ese siglo de brujas y sortilegios.
¿Cuál fué el fallo recaído sobre estas dos causas? Eso no hemos podido averiguar, ni hace falta.