Al señor don Ignacio Gómez
De mi suerte las iras
seguir me niegan el vivir quieto
que tus hermosas liras
me pintan, y secreto
es de mis ansias perennal objeto.
¡Cuánta ventura goza
el morador de solitaria aldea!
En su pajiza choza
nada extraña o desea,
ni hay verdadero bien que no posea.
Con el alba serena,
de las aves al cántico, madruga
a la usada faena,
que del tiempo a la fuga
retarda el vuelo y a su faz la ruga.
Con la luz postrimera,
ufano vuelve a su mujer honesta,
que en el dintel le espera,
y la cena modesta
amorosa y solícita le apresta.
Le rodea de hijuelos
el hechicero enjambre bullicioso;
y loando a los cielos,
feliz padre y esposo,
cierra el sueño su día venturoso.
El triste vivir mío,
¡cuánto de su vivir es diferente!
El suyo es claro río,
quieta apacible fuente;
mar el mío, agitado eternamente.
No con honestos lazos
circundará mi cuello esposa amante,
ni a mis brazos sus brazos
darán el tierno infante
que copie su bellísimo semblante
otro las alegrías s regocijos;
paterna goce y puros regocijos;
y en sus postreros días,
a sus males prolijos
den consuelo los hijos de sus hijos.
No veré de mi mesa
la turba de mis nietos ser corona,
ni con planta traviesa,
en torno a mi poltrona,
se agitará festiva y juguetona.
Son para el aldeano
la paterna heredad y humilde techo
todo un orbe mundano:
y a mi insaciable pecho
el vastísimo mundo viene estrecho.
Él ni con el deseo
abandonó jamás sus dulces lares:
y yo triste paseo
por tierras y por mares
mi soledad eterna y mis pesares.
En aquella ignorancia
inocente, tranquila y venturosa
en que vive la infancia,
él seguro reposa,
ni el ansia de saber jamás le acosa;
Ninguna le es misterio
de cuantas leyes lo creado rigen;
de cuna y cementerio,
de nuestro fin y origen,
las tenebrosas dudas no le afligen:
Yo, a quien paz no consiente
del negado saber el ansia aguda,
veo mi ciega mente,
de verdades desnuda,
solitaria vagar de duda en duda.
La verdad me sentencia
a no mirar su lumbre suspirada:
y así toda la ciencia
por mi afán granjeada,
es tan sólo saber que no sé nada.
¡Tuviera la tranquila
dulce ignorancia que la fe respeta,
y no la que vacila
triste ignorancia inquieta
que aflige nuestras almas, oh poeta!
(1865)