XV
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XVI: Gacetilla
XVII

Capítulo XVI

Gacetilla

En una ocasión, dando los de Peleches unas vueltas, de pura cortesía, en la Glorieta a la salida de misa mayor, observó Nieves algo de extraño en el continente de las villavejanas; algo como forzado que las desfiguraba a todas de la misma manera y por un mismo patrón, si pudiera decirse así. Consultó la observación con Leto que iba a su lado, y Leto la dijo:

-Fíjese usted bien, particularmente en la Escribana mayor, que es la que más lo exagera... ¿No cae usted?

-No caigo.

-Pues consiste en que han dado todas en la gracia de imitarla a usted en el modo de andar y en el de vestir.

Nieves se hizo cruces.

Aquella misma tarde se encontró Leto con las Escribanas yendo él hacia la botica y ellas hacia la Glorieta. Nada tenía esto de particular; pero sí lo tuvo el que al pasar Leto codo con codo con la Escribana mayor, dijo ésta en voz airada volviendo la cara hacia él, que había saludado muy cortésmente:

-¡Escandaloso!

El pobre chico se quedó viendo visiones. ¿Por qué tal improperio? ¿Dónde, cuándo ni cómo había escandalizado él?... ¡Carape con el dicho... y en mitad de la calle, y a quemarropa!.. Y aunque hubiera escandalizado, ¿qué le importaba a ella?... ¡Vaya con la grandísima!.. Pero ¿no era creíble también que la palabrota que parecía un insulto a él, fuera simplemente una de las dichas por la Escribana en el calor de la riña sorda en que iría empeñada con sus hermanas, como de costumbre?... En fin, no lo entendía; y después de todo, ¿qué más le daba?

Leto, con la vida que traía últimamente, andaba muy atrasado de noticias. El sabía que a poco de llegar de Sevilla los de Peleches y de darse Nieves a ver, los chicos de la crema villavejense trataron de dar a la sevillanita una «velada de honor» en el Casino; sabía que Mona Codillo y Celia Tejares (la Indiana mayor) se prestaban a tocar a cuatro manos las tres piezas que tocaban siempre allí y en el salón del ayuntamiento; y sabía, por último, que había disponible una metralla de más de diez Poemitas y Meditaciones para acompañar al estruendo de la música; algunos levisacs ribeteándose de nuevo, y hasta media docena de fraques en remojo; pero ignoraba que desde que se había notado en los Bermúdez el propósito de aislarse en su castillón de Peleches, y, lo que era aún peor, desde que se les había visto excluir de sus «altivos desdenes» a «un soldadote incivil, a un boticario chocho y al gandulón de su hijo», es decir, «a lo más ínfimo y despreciable de Villavieja», las cosas habían mudado de aspecto: las chicas se negaban en redondo, las unas a tocar, las otras a concurrir; los chicos, que tal vez aspiraran a ser tertulianos de Peleches y caballeros rompe-lanzas de la fermosa castellana, comenzaron a cerdear; y aunque hubo algunos menos quisquillosos que querían entrar con todas a trueque del festival, Maravillas les apagó los fuegos, demostrándoles a su modo que «sólo al genio del hombre debían de tributarse festejos, no a una quimera teológica ni a la vanidad de un poderoso que se complacía en humillarlos.» Que los festejara el lacayo miserable (Leto, clavado) que les barría los suelos de rodillas por el mendrugo que le daban. Todo esto, solamente por lo de los primeros días; porque en cuanto se supo que Nieves andaba sola por las escabrosidades y umbrías de Peleches, Y llegó a vérsela, sola también, por la bahía con el hijo del boticario, los aspavientos no tuvieron límites, y se indignaron las mujeres, que, al mismo tiempo, se afanaban por imitarla en el corte de los vestidos y en la manera de andar.

Bien ciego y bien sordo necesitó estar Leto entonces para no ver ni oír lo que se hizo y se dijo en Villavieja contra la «desvergonzada andaluza, el estúpido Macedonio» (había cundido el mote, por lo visto), y contra él, contra Leto, «el majagranzas enfatuado y corruptor escandaloso» de las buenas costumbres de allí. Porque las Escribanas y las de Codillo, y Rufita González, pero principalmente las Escribanas, eran las que lo cernían en tertulias y en paseos, y las que escupían de medio lado y se tapaban las narices en mitad de la calle en cuanto oían nombrar a los Bermúdez o cosa que les perteneciera; lo que no impedía que cuando los tenían delante se despepitaran buscándoles el saludo.

La Escribana mayor, que tenía, por lo visto, sus motivos particulares para ir a la cabeza de aquella conjuración de mujeres y de mozuelos desocupados (porque de aquí no pasó la riada), pescó un día a tiro a Maravillas y le dijo que no tendrían agallas ni pundonor él y cuantos con él andaban en el fregado de un periódico en letras de molde, si no le echaban cuanto antes a la calle, pero lleno de metralla contra ciertos malos ejemplos que corrompían las honestas costumbres de ciertos pueblos honrados, y contra los traidores escandalosos que ayudaban a los de fuera en la corrupción de los propios. Maravillas cantó sus ansias civilizadoras y sus «convicciones positivistas», en demostración de sus grandes deseos de complacer a la Escribana; pero a renglón seguido expuso las dificultades viles y mecánicas que había para realizarlos: una de ellas el desánimo de sus colaboradores para dar el dinero que se necesitaba.

-Por eso no quede-dijo la otra en ademán trágico de aficionado casero: -nosotras somos ricas; y por el bien y por la honra de Villavieja, daremos hasta las enaguas.

Maravillas la estrechó la mano en silencio, y se largó prometiendo que El Fénix Villavejano no se haría esperar mucho.

Nada de esto ni de otro tanto más sabía Leto aquella tarde; como no sabía que habiendo husmeado estas cosas los Vélez desde su palomar de la Costanilla, y manifestado por aquellos días el entristecido Manrique propósitos de intimar el trato de los Bermúdez para realizar un determinado plan que había ideado y declaró a su hermana, ésta le dijo, irguiéndose pálida y seca, como una tibia muy grande:

-Te juro que arderá este palacio por las cuatro esquinas, en cuanto tú me traigas a él una cuñada de esa traza.

Por lo cual había renunciado Manrique Vélez, a casarse con Nieves Bermúdez.