XIII
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XIV: Crónica de un día
XV

Capítulo XIV

Crónica de un día

Era de los últimos de julio, por más señas, y se había acordado comer en el pinar, en un sitio de mucha sombra, suelo alfombrado de oloroso y tupido césped, con fuente fresca y abundante, y, a muy corta distancia de ella, unos detalles muy pintorescos de rocas, jaramagos y troncos viejos que Nieves no había visto nunca y le había ponderado mucho Leto. Éste tenía varios apuntes de ello en su cartera, y se trataba de que Nieves tomara otros a su gusto. Con ese fin por pretexto, se dispuso la partida; y muy tempranito salieron de Peleches los cuatro expedicionarios: don Alejandro y su administrador, armados de sendas escopetas para tirar a las tórtolas que se les metieran por los cañones, y Nieves y Leto con los avíos de dibujar. Nieves, como casi siempre que iba de campo o a la mar, llevaba el pelo recogido en una sola trenza caída sobre la espalda, con un gran lazo en el extremo inferior; un sombrero de paja de anchas alas y cinta del color del lazo del pelo; un vestido liso y muy claro, guantes de seda, botinas de recia suela y sombrilla de largo palo. Leto, que no tenía mucho en qué escoger, vestía un terno de dril ceniciento, recién planchado; y con esto y unos borceguíes de becerro en blanco, un hongo claro y una corbatita de lunares bajo un cuello a la marinera, componía bastante bien al lado de la esbelta sevillanita. Llevaba en una mano la cartera de Nieves, y en la otra la tijerilla desarmada, de Nieves también. Él no necesitaba esos utensilios para sus trabajos de campo. Se construía el asiento con lo que hallaba a sus alcances, lo mismo una piedra que un tronco... o el santo suelo en último caso.

Caminando los dos muy delante de los otros y a la mitad del recuesto para subir al pinar, se detuvo Nieves de pronto, se volvió rápida hacia atrás, paseó la mirada serena y honda por todo lo que se descubría desde allí, incluso el palación de Peleches que descollaba en lo más alto, y preguntó en crudo a su acompañante, que también se había detenido y miraba cuanto miraba ella, y además y muy particularmente, el modo tan suyo que tenía de mirar:

-¿Qué es lo primero que usted siente en cuanto sale al campo, en un día como el de hoy, espléndido de luz, sin calor que sofoque ni viento que moleste, ni ruido de gente que te distraiga, y en que todo lo que se ve, el suelo, el árbol, la mata, el arroyo, hasta la peña desnuda, trasciende a una misma cosa... como a tomillo y mejorana, o algo así?

Muchas cosas sentía Leto en tales ocasiones; y por ser tantas y no atreverse a citar una sola y de repente, por miedo a que resultara una tontería, respondió a Nieves, después de pensarlo un poco.

-Y usted que me hace esa pregunta, ¿qué es lo que siente, si se puede saber?

-¡Yo lo creo que se puede saber! -respondió Nieves, volviéndose hacia el pinar y continuando la interrumpida ascensión-. Mire usted: lo primero que yo siento es un poco de envidia a los pintores, a los poetas y a los músicos buenos; porque ¡me entran unos deseos tan fortísimos de pintar, de describir y hasta de poner en música lo que voy viendo y oyendo! Para eso quisiera ser el mejor pintor y el mejor poeta y el mejor músico del mundo. ¿Le parece a usted mucho lo que envidio?

Leto se echó a reír; y como halló muy disculpables los deseos de Nieves, así se lo declaró, añadiéndola que a él le pasaba dos cuartos de lo mismo.

Un poco más adelante volvió a hablar la sevillanita, para decir a Leto, también en crudo, pero sin detenerse:

-Es una compasión que no sea usted tan aficionado a pintar al óleo como a la aguada.

-Ya le he dicho a usted en otra ocasión -respondió Leto-, que eso consiste en mi falta de paciencia: todo tiempo, por corto que sea, desde que concibo algo hasta que lo ejecuto, me parece una eternidad. No me entretiene, como a otros, el proceso de la obra puramente mecánica: por eso prefiero el lápiz a la misma acuarela: aunque sin el realce del color, me da primero que ella la expresión del pensamiento o la imagen del natural.

-Es raro eso.

-Sí, señora; y por lo mismo la ruego a usted que lo tome como confesión de un pecado feo, y no como alarde de un modo de ver digno de imitarse... Ahora -añadió cambiando de tono y de rumbo-, para llegar primero donde vamos, echemos por este senderito de la derecha... También es un poco raro, ¿no es verdad? que en la propia hacienda de ustedes tenga yo que servirlos de guía... porque el señor don Alejandro no hace más que seguirnos los pasos... ¿ve usted?... y don Claudio Fuertes lo mismo... ¡Si lo tuvieran todo tan trillado con los pies como lo tengo yo!...

Otro ratito de andar en silencio, y otra pregunta en seco de Nieves:

-¿Conoce usted a Rufita González?

-¡Quién no la conoce en Villavieja? -contestó Leto.

-¡Qué bachillera, eh?

De buena gana hubiera confirmado Leto esta opinión con un ejemplo que se le vino a la punta de la lengua; pero considerando que podría mortificar con él a Nieves, si no mentían ciertos rumores y otras determinadas señales, se limitó a decir, marcando mucho el acento admirativo:

-¡Muy bachillera!...

-Siempre que habla conmigo -añadió Nieves-, quiere darme a entender que nuestro primo Nacho desea casarse con ella.

-¡Carape! -exclamó Leto para sus adentros-; pues ese era mi caso, y ahora resulta que le importa a ella menos que a mí. -Y en voz alta dijo-: Eso precisamente es lo que más la califica.

-Y ¿por qué no ha de ser cierto lo que afirma? -preguntole Nieves vuelta un poquito hacia él y enviándole las palabras bajo los fuegos de una mirada firme y serena.

-Porque no puede ser -respondió Leto con su correspondiente serenidad-; porque no hay razón para que lo sea; y, en cambio, hay una de mucho peso para que resulte mentira.

Nieves no mostró el menor deseo de conocer aquella razón, y así quedó el asunto. Un poquito más allá, preguntó a Leto:

-Y a las Escribanas, ¿las conoce usted?

Con esta pregunta se quedó Leto bastante atarugado y algo encendido de mejillas: ¡le había dado tantas bromas el fiscal con la Escribana mayor! Pero se rehízo enseguida, y contestó a Nieves:

-Otras bachilleras por el estilo.

No coló el disimulo; porque Nieves, aunque no le miraba de frente, le pescó el fogonazo en la cara y la sacudida que le había precedido.

-No lo decía por tanto -repuso a buena cuenta y por si había dado en blando la pregunta.

Un poco más adelante y bastante adentro ya del pinar, seguidos a corta distancia de los dos señores mayores, que se despistojaban mirando acá y allá por si se rebullía alguna tórtola en las inmediaciones del sendero:

-¿Llegaremos pronto al sitio ese?

-Antes de diez minutos -respondió Leto-. Ya estamos casi en la explanadita en que hemos de comer; a poco más de veinte varas a la derecha está lo que buscamos.

-Por supuesto, que traerá usted los dibujos de ello, que le encargué anoche.

-Como lo prometí -respondió Leto señalando uno de los bolsillos de su americana.

-¿Quiere usted enseñármelos? -le preguntó Nieves.

-¿Ahora mismo?...

-Ahora mismo -respondió la sevillana con un mirar que no admitía réplica.

Pasó Leto la tijerilla a la mano izquierda después de haber colocado debajo del mismo brazo la cartera, o más bien, cartapacio de Nieves, y sacó del bolsillo derecho su álbum de apuntes... Pero en el momento de entregársele a Nieves, se atarugó más que la otra vez, y se puso, no rojo como entonces, sino pálido... ¡Carape! ¡buena la había hecho! ¡Pícara memoria y pícaros aceleramientos los suyos! No tuvo otra cosa en la cabeza toda la noche, y al fin se le olvidó hacerlo al echarse el álbum en el bolsillo, de prisa y corriendo; porque ya se iba sin él... ¡Carape!... Y que ya no había enmienda posible.

Pensando así, entregó el álbum a Nieves, con la forzada abnegación con que se entrega un criminal a la Guardia civil.

-Hágame usted el obsequio de abrirle -la dijo-, porque yo no tengo más que una mano desocupada... Esta es la tapa de arriba... Así... Yo le diré en qué hojas están esos dibujos.

-Es que pienso verlos todos -le advirtió Nieves abriendo el álbum como Leto quería.

Y es claro, en cuanto quedaron sueltos los broches, el álbum se abrió solito por las páginas entre las cuales estaba el contrabando que pensaba Leto escamotear al ir pasando las hojas con la mano libre.

La palidez del pobre mozo se trocó en carmín subidísimo.

Nieves le miró entonces con una sonrisilla muy picante.

-Perdone usted -le dijo al mismo tiempo-, si esto tiene algún valor especial... Yo no lo sabía.

-¡Qué ha de tener! -exclamó Leto, sin saber lo que se decía-. Eso es un clavel...

-Ya lo veo -interrumpió Nieves, como si no se enterara de la turbación del otro-; y rojo... y doble.

-Sí, señora: doble y rojo -repitió Leto-. Un clavel doble y rojo que yo tenía en la boca en cierta ocasión, mientras dibujaba... ¿Está usted? Pues bueno: estando así, se le partió el rabillo y se me cayó al suelo; y entonces yo... maquinalmente, le cogí... y, maquinalmente, le guardé donde usted le ve; y ahí se ha quedado hasta hoy...

-Muy bien hecho, Leto -dijo Nieves volviendo a mirarle con la misma sonrisita maliciosa-. Eso es lo que debe hacerse siempre con los claveles que se caen de la boca... y no lo que se hizo con uno que yo recuerdo... Rojo era también y doble, si no me engaña la memoria... y en el suelo se quedó el infeliz... Verdad que no valía la pena de ser guardado, porque la boca de que se había caído era la mía.

Leto, al sentir esta estocada, se estremeció de pies a cabeza y se puso de veinticinco colores; y Nieves, al verle así, soltó la risa con toda su alma.

-Suyo o ajeno el clavel -le dijo en seguida-, el encontrármele yo aquí ha sido causa de un mal rato para usted. ¡Cuánto lo siento! Volvamos la hoja, si le parece, y veamos los dibujos.

¡Qué dibujos ni qué carape! ¡Bueno estaba Leto ya para entender en cosa alguna sino en el asunto del clavel que se le había caído a ella de la boca! Por las señales, no solamente había notado Nieves el suceso que tanto le había preocupado a él, sino que le había parecido muy mal, claro: como tenía que parecerle; como que había sido la mayor gansada que podía cometer un hombre acompañando a una señorita. La casualidad le brindaba una ocasión de acreditar que la falta cometida se había reparado en lo posible... Pues ¡carape! aprovechar esa ocasión sin pérdida de momento... Que este recelo, que el otro, que si podría tomarse la aclaración así o del otro modo, por este lado o por el de más allá... Que se tomara, ¡carape! que se tomara, aunque fuera por el extremo más absurdo: cualquier cosa menos pasar plaza de rocín en el concepto de una mujer como aquella... ¡Cuidado si tenía picante la alusión que le había hecho!...

Enardecido con el fuego de todas estas reflexiones que le pasaron en un instante por el magín, respondió con gran energía a lo dicho por la sevillana:

-No hay dibujo que valga, Nieves, mientras no quede orillado el punto del clavel que se le cayó a usted de la boca... Hablemos de eso un instante.

Nieves se sorprendió un poco con el arranque de Leto, y le preguntó muy seria:

-¿Pero usted sabe a qué clavel me refería yo... en chanza?

-Sí, señora -respondió Leto impávido y resuelto a todo-: al que se le cayó a usted en el Miradorio, y recogí yo del suelo... para volver a arrojarle; en una palabra... a ese mismo clavel que está usted viendo.

Entonces fue Nieves quien se inmutó, y no poco; pero se repuso al instante, y dijo a Leto en el mismo son de broma que antes y cerrando el álbum:

-Pero, hombre, ¿cómo puede ser eso, si el clavel quedó allí y nosotros continuamos andando?...

-Es verdad -respondió Leto sin perder una chispa de su ardimiento-; pero volví yo por él en cuanto me despedí de ustedes en la botica, después del paseo.

Nieves no dijo una palabra, ni mostró señal alguna por donde pudiera notársele la impresión causada en ella por la noticia: con el álbum cerrado, pero sin abrochar, en la mano izquierda, continuaba andando y mirando serenamente hacia adelante. Leto, después de una breve pausa, prosiguió:

-Yo no soy hombre de perfiles galantes; pero a mi manera, sé distinguir de colores; y por saberlo, tan pronto como tiré el clavel conocí que no debía de haberle tirado de aquel modo... ni de otro, por si usted lo había notado... y aunque no lo notara: siempre era una cosa muy mal hecha... El caso es que toda la tarde estuve preocupado con ello... porque, créalo usted, Nieves: un hombre, por despreocupado y modesto que sea, se resigna a pasar por bandolero antes que por ridículo delante de una mujer; y con esta preocupación, en cuanto pude, volví por el clavel: encontrele, y le guardé donde usted le ha hallado ahora, sin otro fin que reparar mi falta en lo posible y tener siempre conmigo la prueba de ello. Yo no soñé con que usted llegara a verla jamás; pero esta mañana, al coger de prisa el álbum, me olvidé de sacar de él el contrabando, como lo tenía pensado desde anoche; y le juro a usted a fe de hombre honrado, que no eché de ver el olvido hasta que fui a entregarle a usted el libro hace un momento. Me dolió un poco la alusión hecha a la inconveniencia mía, y sobre todo el averiguar que usted la había notado; y entre quedar con el sambenito encima, y el riesgo de que volviera usted a reírse de mí declarándole la verdad, opté por esto, que resulta menos desairado que lo otro... a mi manera de ver.

-Y ¿por qué había de reírme? -observó Nieves apartando con la contera de su sombrilla cerrada algunas pedrezuelas del suelo que no estorbaban a nadie.

-Por lo que pudiera hallar usted de... inocentada en el caso, es un suponer -respondió Leto con entera sinceridad; y enseguida añadió-: de todas maneras, ahí está el clavel. Si a usted le pesa o le parece mal que le haya recogido yo, con volver a tirarle en cuanto usted me lo ordene...

-Y ¿por qué ha de pesarme tal cosa, ni he de darle a usted una orden semejante? -exclamó la sevillanita abriendo otra vez el álbum por donde estaba el clavel-. ¡Pobrecillo! -añadió contemplándole-. ¡Volver a arrojarle al suelo después de haber vivido tantos días en este alcázar del Arte!... Además, usted se le ha ganado en buena ley... Conque déjele donde está, si no le estorba, y vamos a ver los dibujos...

Leto, felicitándose por salir tan fácilmente del atolladero en que se había visto, se arrimó más a Nieves; la cual le entregó el clavel aplastado y marchito, para que no se cayera del álbum mientras le hojeaban.

Hojeándole y andando, llegaron al sitio apetecido; y por llegar a él, después de ponderarle mucho Nieves, dijo a Leto:

-Yo no quiero dibujar.

-¡Que no? -exclamó Leto asombrado-. ¿Y por qué?

-Porque después de ver lo que he visto en el álbum de usted, se me caería el lápiz de la mano. Dibuje usted solo algo nuevo de aquí, pero en mi block... digo, si no abuso...

No hubo modo de reducirla a que dibujara, aunque se unieron a las excitaciones de Leto, las de su padre que había llegado ya con su amigo, cansados de husmear tórtolas en balde.

-Y ¿en qué vas a entretenerte? -la preguntó al fin don Alejandro.

-Por de pronto, en coger florecillas y helechos, que abundan entre estas peñas sombrías. ¡Verás qué guirnaldas y qué ramilletes tan lindos voy a hacer!...

-Vamos, tu manía. A veces vuelves a casa hecha una varita de san José. Corriente. Ya tienes tu ramo de helechos y manzanilla atravesado en el pecho, como la banda de una gran cruz, y tu manojito en el pelo, y tu ramillete en la mano. ¿Y después?

-Después, y también antes, de rato en rato, veré lo que va dibujando Leto, y cómo cazan ustedes... hasta que llegue la comida, que de seguro llegará mucho antes de que pueda yo empezar a aburrirme.

Y así sucedió al cabo, para que se cumplieran las profecías de Nieves, y una más, hecha la víspera por don Claudio Fuertes a propósito de las comidas en el campo, a usanza pastoril. Estas comidas en el santo suelo, con música de pajarillos y aromas silvestres, eran, en opinión del comandante, de lo más hermoso... pintadas en un papel; pero gozadas al natural, resultaban un suplicio.

Todos convinieron con el preopinante, mientras buscaban posturas insufribles para llevarse a la boca las viandas en salsa tibia, o el pan con tábanos, o el fiambre con correderas. Pero había que hacerse a todo para saber de todo. Por último, o se estaba en el campo o no se estaba.

Ello fue que antes de las dos de la tarde, los de Peleches saboreaban con delicia la frescura de la sombra de los hidalgos paredones; y el comandante Fuertes y el hijo del boticario bajaban por la Costanilla en busca de las respectivas madrigueras.

Media hora después hallábase Nieves en el saloncillo del nordeste, contemplando y admirando los dibujos hechos por Leto en el pinar, y confundiendo en sus mientes con esta admiración al talento de su amigo, el análisis minucioso del otro caso, del extraño caso del clavel, que ella había descubierto por una casualidad. Estando a vueltas con estos pensamientos, entró su padre muy diligente, con una carta en la mano y diciendo:

-Oye, oye, Nieves: una buena noticia.

Dejó Nieves lo que hacía y lo que pensaba, y se volvió hacia su padre preguntándole qué noticia era ella.

-Acabo de recibir con el correo de hoy esta carta que es de tu tía Lucrecia. Según me dice la pobre mujer, que continúa engordando sin consuelo, Nachito había salido la antevíspera. Deja para la vuelta la visita a los Estados Unidos, y viene por Inglaterra desde Veracruz. Contando con lo que piensa detenerse en Londres y en París, calcula que podrá estar en Villavieja, digo en Peleches, a últimos del mes que viene, de agosto... Nada, canástoles: mañana, como quien dice... Toma la carta: puedes enterarte de ella si quieres...

-¿Para qué? -dijo Nieves inalterable y serena.

-«¡Para qué!...» ¡Otra te pego!... ¿Para qué se entera uno de las cartas que lee?

-Pues si ya estoy enterada, papá.

-Ya, ya; pero me parecía a mí que, en tales casos, debiera picarnos la curiosidad un poquito más de lo que nos pica... Eso es... Yo no sé qué canástoles me sucede contigo siempre que sale a danzar este punto... No acabo, vamos, de... En fin, que no veo a mi gusto las...

Nieves, que le miraba de hito en hito, viéndole tan apurado se echó a reír y le puso las manos sobre los hombros.

-¿Quieres que me ponga a bailar por la noticia? -le preguntó-. Dime que sí, y ya estoy bailando.

-¡Pataratas! -respondió Bermúdez fingiéndose más contrariado de lo que estaba-. Yo no quiero extremos, Nieves: no quiero otra cosa que lo regular. A mí se me figuró que la noticia había de alegrarte, y vine corriendo a dártela.

-Y me alegra, papá, y te la agradezco mucho; sólo que yo soy así, vamos, poco aparatosa para expresar lo que siento. No es culpa mía, qué quieres.

-¡Si lo sé, hija, si lo sé!... Pero se me figuraba a mí que, en vista de esta noticia, cuando menos confesarías la razón que tengo para apurarme muchas veces por un asunto que a ti te hace reír: el asunto de su gabinete, que continúa a estas fechas a medio arreglar.

-Abajo tiene el que le destina Rufita, bien emperifollado.

-¡Otra vez la broma! Pues mira, Nieves: me carga por ser broma, y por lo de Rufita; ya sabes que tengo atravesada aquí, detrás de la misma nuez, a esa tarasca de los demonios, grosera y sin pizca de educación.

-¡Es posible que lo tomes en serio? ¡Bah! A mí me incomoda un poco cuando la oigo disparatar... y eso por lo que va conmigo; pero en cuanto la pierdo de vista, te juro que me hace reír... Ríete tú también... Pero ¡ay, Dios mío!... Si Nacho ha salido de Méjico, ya no puede recibir allá la carta que yo pensaba escribirle.

-Naturalmente.

-Yo le debía esa carta desde Sevilla; pero como en Peleches se va el tiempo por la posta... ¡Qué cabeza la mía!... En fin, ya no tiene remedio: le contestaré aquí de palabra; y... ¡quién sabe si así saldremos ganando los dos? ¿No es verdad, papá?

-¡Ah, picaruela, picaruela! -dijo Bermúdez dándole unos golpecitos en la cara con la carta de doña Lucrecia-. ¡Si tienes tú más trastienda cuando te conviene!...

Y se fue tan satisfecho. Nieves, con ojos cariñosos, pero que parecían algo compasivos, le vio salir; y enseguida se sentó al piano y comenzó a preludiar una melodía de Schubert, que ella sabía de memoria... y Leto también.

En la tertulia de aquel mismo día, el hijo del boticario no estuvo tan en lo suyo como de costumbre: se distraía con frecuencia y parecía que le hormigueaba algo sobre el cuerpo y sobre el espíritu. Cuando entró con su padre, don Alejandro y su amigo el comandante discutían sobre unas noticias políticas que el primero acababa de leer en los periódicos, y Nieves, sentada en el balcón, se adormecía al arrullo de las lejanas rompientes de la mar... Leto, que cabalmente flaqueaba por el lado de la travesura para entretener a las mujeres, y aquella noche mucho más, iba y venía de la sala al balcón y del balcón a la sala, pescando aquí dos palabras y dirigiendo allá otras dos a Nieves que estaba muy poco habladora. En una de sus idas al balcón, después de haber contemplado en la salita maquinalmente el retrato de Nachito, dijo a Nieves, por decirla algo:

-Y es guapo de verdad el primito ese.

Se lo tenía dicho a Nieves en más de diez ocasiones, y en otras tantas le había contestado ella lo mismo que le contestó entonces:

-No está mal así.

-Ya luego vendrá -añadió Leto por primera vez.

-Pregúnteselo usted a Rufita González -contestó Nieves muy seria-, que lo sabrá con exactitud...

¡Carape si la picaba Rufita González en aquel particular! Pero no se dio por tentado de la sospecha, y dijo sencillamente:

-Y ¿por qué lo ha de saber Rufita mejor que usted?

-Porque ya tiene el gabinete preparado... y hasta los dulces para la boda. Aquí sólo sabemos, por carta que se ha recibido hoy, que vendrá a fines de agosto.

-¡Qué pronto! -exclamó Leto dejándose llevar, sin duda alguna, de su natural bondadoso.

Y no se habló más de Nacho. Nuevas idas y venidas de Leto.

En una de ellas, es decir, de las idas al balcón, le preguntó Nieves, en crudo como solía:

-¿Por qué se puso usted colorado en el pinar cuando le pregunté si conocía a las Escribanas?

Leto se alegró en el alma de que la noche fuera tan obscura como era, porque así no se desvirtuaría la sinceridad de la respuesta con la sofoquina que le había causado lo extraño de la pregunta.

-Me puse como usted dice -contestó sencillamente-, porque, de un tiempo acá, le ha dado a ese culebrón de fiscal por embromarme con la mayor de las tres, sin maldito el fundamento; y ya sabe usted lo que soy en determinadas apreturas.

-Como coincidió lo de la sofoquina de usted -repuso Nieves abanicándose mucho-, con el hallazgo del clavel en el álbum...

Leto soltó una risotada; y enseguida dijo a Nieves:

-Gracias por el favor que usted me hacía.

-Hombre -replicó la sevillana-, sería un gusto como otro cualquiera: para mí todos son respetables. Pero, en fin, más vale que mintieran los síntomas; porque verdaderamente... no era de envidiar el gusto ese... Y a otra cosa: mañana no, porque estaré ocupada en casa; pero pasado mañana ¿podríamos dar otro paseíto en el yacht?...

-Ya sabe usted que está enteramente a sus órdenes.

-¡Cómo me gusta eso, Leto!... Cada día más... Pero, hombre, ¿cuándo haremos una escapadita afuera?

-Pues la haremos un día que esté la mar a propósito y no vaya don Alejandro, que tras de marearse, no tiene los ánimos de usted.

Se quedó en ello y se habló algo de la partida campestre de la mañana y de los dibujos de Leto; hasta que se dio por terminada la tertulia, yéndose a cenar los de casa y a la calle los de fuera.