Al primer vuelo/VI
Capítulo VI
Entre buenos amigos
¡Señor don Claudio! No podía usted llegar más a tiempo ni en mejor ocasión... ¡Catana!... ¡Catana!... ¿Café? ¿chocolate? ¿cosa de tenedor?... Con franqueza, don Claudio: lo que más apetezca y mejor le siente a estas horas... ¡Catana!...
-Pero, señor don Alejandro, ¡si yo no acostumbro a desayunarme hasta más tarde! Cabalmente he venido tan de madrugada, por averiguar de sus sirvientes, mientras ustedes descansaban, qué era lo que habían echado más en falta anoche, para disponer con tiempo el remedio. ¡Cómo había de sospechar yo que después de las fatigas del viaje?...
-Pues ahí verá usted. ¿Y si le digo que hace ya más de una hora que andamos de ronda por toda la casa, de pieza en pieza y de balcón en balcón, mira aquí y asómbrate allá?...
-¡Es posible?...
-Y ¿por qué no ha de serlo?
-En usted, pase, porque está más avezado, es de aquí y lo tiene ley; pero esta señorita...
-¡A buena parte va usted! Cuando me levanté yo, ya estaba ella de vuelta, como quien dice. ¿No es verdad, Nieves? Hay que advertir también que antes de acostarnos anoche habíamos pactado cierto compromiso... Pero que diga ella si le ha pesado la madrugada...
-¿De manera que la ha gustado la situación de Peleches?
-¡Oh, muchísimo!
-Vaya, pues lo celebro infinito; porque temía yo lo contrario.
-¿Por qué, recanástoles?
-Hombre, acostumbrada a la hermosura y la animación de una ciudad como Sevilla, nada de particular tendría que al verse de pronto en una soledad como ésta...
-¿De modo que donde hay soledad, no cabe belleza ni?... ¿Se quiere usted callar, alma de cántaro? No le hagas caso, Nieves... ¡Pues, hombre, me hace gracia la ocurrencia! Desde aquí al cielo, señor don Claudio... Y no me replique, para taparme la boca, que poco he demostrado mi entusiasmo por las maravillas de Peleches volviéndoles la espalda durante tantos años; porque bien dicho lo tengo por qué ha sido y cuánto lo he deplorado... ¿Está usted? Pues ahora díganos qué va a tomar, porque está Catana deseando saberlo para servirle en el aire...
-¡Ea! pues ya que ha de ser... lo mismo que ustedes tomen.
-Ya lo oyes, Catana: lo mismo que nosotros... Y respondiendo ahora a cierta indirecta pregunta que usted nos ha hecho, le digo que lejos de echar en falta cosa alguna en esta casa para nuestra comodidad, todo lo hemos hallado en su punto y lleno de motivos de agradecimiento y de aplauso a la previsión, al acierto... en fin, que ha hecho usted milagros... ¿No es así, Nieves?
-De toda verdad, don Claudio... Nada se echa de menos aquí.
-Repare usted, señorita, que yo no he hecho más que cumplir las órdenes de su papá lo mejor que he podido... De todas maneras, me felicito de no haberme equivocado... Pero ¿de veras le gusta a usted esto, Nieves?
-De veras, don Claudio: se lo juro a usted... Y ¿por qué no había de gustarme?
-Por lo que antes dije a usted. ¡Es esto tan diferente de aquello!
-Pues por esa diferencia me gusta a mí esto.
-¡Ajá!... Tómate esa y vuelve por otra...
-¿De manera que usted está satisfecha?...
-Satisfechísima.
-¿Y dispuesta a sacar partido de?...
-De todo, don Claudio. Y si no lo estuviera, ¿para qué venir aquí?
-¡En los mismos rubios, señor Fuertes!... y vaya usted contando. A usted se le ha figurado que Nieves era una niña dengosa que se nutría de huevo hilado y alfeñique, y le faltaba la respiración en cuanto se la sacaba de la estufa... ¡A buena parte va usted con la suposición!
-No suponía tanto, señor don Alejandro; pero entre los dos extremos... Y en fin, yo celebro en el alma que la señorita Nieves sea como es; y excuso decirles a ustedes que no sólo por deber, sino con muchísimo gusto mío, me pongo a sus órdenes desde ahora para servirla, para acompañarla...
-Ya nos habíamos permitido nosotros contar con ese factor en los cálculos que hemos venido haciendo por el camino; pero, inocente de Dios, ¿sabe usted con quién trata? ¿conoce usted los ánimos, los bríos y los propósitos que hay en ese cuerpecito que se abarca por la cintura con la llave de la mano? ¡Ay, amigo don Claudio! usted y yo, para sopas y buen vino.
-Poco a poco sobre eso, mi señor don Alejandro. Usted sabrá a qué paso le anda la vida por sus adentros; pero no el que lleva la mía por los míos.
-Pues, hombre, ya que me la echa usted de plancheta, le diré que allá saldrán las dos en andadura, como salimos en años uno y otro.
-No es regla esa, don Alejandro.
-Sobre todo, cuando se saca en la cuenta el pico gordo que me saca usted a mí.
-¡Yo a usted?
-¡Toma, y se admira, canástoles!
-¡Yo lo creo!
-Pues mal creído...
-¿Cuántos años tiene usted, entonces, o, mejor dicho, cuántos cree tener?
-Ni tampoco cincuenta y ocho...
-Lo menos sesenta y dos...
-¡Ave María Purísima!... ¡No le hagas caso, Nieves!
-De todas maneras, igual le dé, porque ya no ha de echarse usted a pretender jovenzuelas; pero ésta es una cuenta que se saca en el aire y por los dedos.
-Pues ya está usted sacándola.
-Cuando yo vine a Villavieja por primera vez...
-¡Cómo! ¿No es usted de aquí, don Claudio?
-No, señora. ¿Usted no lo sabía?
-Lo habrá olvidado, porque yo creo habérselo dicho.
-No lo recuerdo.
-Yo soy de Astorga.
-¡De Astorga?
-Sí, señora: de donde son las grandes mantecadas...
-Y los maragatos, canástoles, con sus bragazas de fuelle.
-Sí, señor, y a mucha honra.
-Pues ¿cómo vino usted de tan lejos?
-Lo mejor será que se lo cuente usted todo, don Claudio; porque, a lo que veo, ha perdido la filiación de usted que yo la he dado varias veces.
-Sí, y para que se vaya apartando la atención de cierta cuenta pendiente.
-¡Habrase visto marrullero?... ¡Como si no me importara a mí más que a él dejarla bien saldada!
-Allá lo veremos, mi señor don Alejandro, porque todo se andará. Voy por de pronto a satisfacer la curiosidad de Nieves en cuatro palabras, porque siendo, aunque inmerecidamente, tan íntimo amigo de su padre, no está bien que sea un hombre desconocido para ella...
-Tanto como eso, no, señor don Claudio.
-Es un decir; y vamos allá. Yo vine a Villavieja de teniente de carabineros: no cucharón, señorita, sino de colegio, del de Infantería. Aquí ascendí a capitán y me casé con una villavejana de bastante buen ver y no pobre del todo. ¿No es cierto, don Alejandro?
-Y se queda usted corto. Era de lo mejorcito de aquí... Y pasemos de largo sobre ese punto, antes que empiece a dolerle como de costumbre.
-Bueno. Tuve dos hijos varones. En esto se armó lo de África; tentome un poco el patriotismo y otro poco la ambición; conseguí, bajo cuerda y sin que lo supiera mi mujer, que me mandaran allá; fuime, haciéndola creer que me obligaban a ello; volví de comandante acabada la guerra; destináronme a Barcelona con el regimiento a que pertenecía; y entre si me convenía más dejar aquí la familia o llevarla conmigo, enviudé; vilo todo de un solo color, y ese muy negro; disipáronse de repente todas mis ambiciones; pedí el retiro, concediéronmele, y quedéme en Villavieja donde había vivido muchos años, habían nacido mis hijos, y poseían, por herencia de su madre, media docena de tejas y cuatro terrones. Poco después, el señor don Alejandro, que siempre me había distinguido y honrado con su amistad, quiso honrarme y favorecerme nuevamente dándome plenos poderes para administrarle sus haciendas de aquí, que no son pocas. Esto acabó de afirmar mis raíces en la tierra de mi pobre mujer, raíces no muy agarradas ya desde que mis hijos, hoy oficiales del ejército, se habían ido al colegio militar y yo me veía solo y desocupado. Pero a todo se hace uno, Nieves, en esta breve y espinosa vida. Yo me fui haciendo a mi soledad, y hasta he llegado a encontrarla relativamente placentera. De ordinario, no soy melancólico: al contrario, se me tiene por hombre feliz y regocijado. Yo no trato de desmentir mi fama, por si es merecida, y, sobre todo, porque nada me cuesta; y así vamos viviendo... y así soy, ni menos ni más. Conque ¿me conoce usted ahora?
-Aunque no con tantas señas, bien conocido le tenía a usted, y estimado en lo que merece.
-Muchas gracias... y vamos a rematar ahora el punto de las edades, que quedó empezado antes de abrirse este paréntesis que acabo de cerrar.
-¡Canástoles, cómo le preocupa a usted ese punto, hombre! Pues supongamos que se echa la cuenta y que me sale usted alcanzado en cuatro años, o que los dos salimos pata; después de todo, ¿qué? Nadie tiene más edad que la que representa.
-Eso, mi señor don Alejandro, puede ser, y usted perdone, una huida, como otra cualquiera, del terreno, y desde luego no es exacto; y además, como argumento, es aquí muy sospechoso.
-¡Vaya usted echando canela!
-Porque la hay a mano. Y a la prueba: me ve usted con esta facha algo quijotesca, un si es no es acartonado, con el pelo y los bigotes grises...
-Canos.
-Corriente: canos, al paso que usted, más metido en carnes que yo, con el pellejo más reluciente, su estatura regular y de buen arte, tan aseadito y curro, y tan recortaditas y cepilladas las blancas patillas...
-¡Grises, don Claudio!... mírelas usted bien y juguemos limpio.
-Grises, corriente: vaya también esa ventajilla a favor de usted: poco me importa. Nota usted esa diferencia de ornato, nada más que de ornato, entre las dos fachadas, y piensa que sacadas juntas a la plaza, la de usted se llevará las preferencias. Concedido. Pero enseguida protesto yo y le desafío a que me siga con la escopeta al hombro, o con el bastón en la mano por sierras y montes arriba, a la tostera del sol de junio o con las nieves de enero; y entonces se descubren las máculas que hay debajo del revoque, y falla la máxima esa; porque es bien seguro que cuando yo comience a jadear, está usted agonizando.
-Eso se vería, ¡canástoles!
-Por visto, señor don Alejandro, por visto... Y finalmente, que nos ponga a prueba Nieves, o que me ponga a mí solo al realizar los planes que por lo visto tiene formados, utilizándome como guía y acompañante suyo, que es por donde habíamos empezado, y se verá si sirvo o no sirvo para ello, y quién cae primero de los dos, o el último de los tres, si se atreve usted a acompañarnos...
-¡Vaya si me atreveré! ¡Y nos veremos allá, señor guapo!
-Pues no tienen ustedes más que avisar.
-Le cojo a usted por la palabra, señor don Claudio, con permiso de papá; y comienzo por mandarle que nos ayude, hoy mismo, a formar la lista de las expediciones que hemos de hacer por tierra y a pie...
-Repito que estoy a sus órdenes.
-Y por mar...
-Eso ya varía, Nieves. De la mar no entiendo jota. No me he embarcado aquí seis veces en mi vida; y en tres de ellas eché los hígados, sólo por asomarme a la boca del puerto. Soy de Astorga, y no hay más que decir. Pero no le apure la dificultad, que si los lances de la mar le gustan a usted...
-¡Muchísimo!
-No han de faltarle medios de satisfacer el gusto. Respondo de ello.
-¿De veras, don Claudio?
-Como todo lo que yo prometo, aunque me esté mal el decirlo.
-¡No sabe usted la alegría que me da con la promesa!
-Cuando te digo, Nieves, que hasta lo de Caparrota se compuso... y mira, mira, hasta lo de nuestro desayuno, que empezaba a darme mucho en qué pensar por su tardanza. Ya está aquí... Gracias, señora Catana: bien sé que la culpa no es suya ni de la cocinera, sino de nuestro madrugón, inesperado en la cocina... ¡Ea! don Claudio, adentro con eso... No tienen mala traza esos bollos. Hombre, ¿qué tal se anda aquí de pan?
-Bastante bien, como de carne y de leche... y de confituras.
-Pues estamos como queremos... Si te digo, Nieves, que esto de Peleches es Jauja...
-Vamos a ver, señor don Alejandro, y antes que se me olvide: yo, metiéndome quizá más adentro de lo que debiera, a una pregunta que me hicieron ayer ciertas comparientas de usted, me permití responder afirmativamente.
-Si no se explica usted más...
-Voy a ello: la hija, que, cuando habla de usted con sus amigas, le llama «mi tío Alejandro», y de Nieves « mi prima Nieves...»
-¡Demonio!
-Y ¿quiénes son esas parientas, papá?
-Pues la hermana y su hija del marido de tu tía Lucrecia.
-No veo el parentesco.
-Ni yo tampoco... ni ellas mismas le verán, porque no existe; pero desean aparentarle. Buen provecho les haga, ¿no es verdad?
-Se me olvidó ese detalle en mi carta, y ahora le recuerdo. La madre no llega a tanto. Se queda en «mis comparientes de Sevilla» o «los comparientes de Peleches».
-Bien: ¿y qué?
-Aguarde usted un poco... ¡canario, qué ricamente está hecho este café!
-Como obra de las manos de Catana, que no tienen igual para eso. También está rica la mantequilla...
-Esa es de primera aquí: recuerden lo que les dije de la leche. Pues a lo que íbamos. Rufita, que es la hija, la hija de doña Zoila Mostrencos, hermana carnal de don Cesáreo, esposo de doña Lucrecia; Rufita, digo, la supuesta prima de Nieves y sobrina, por consiguiente, de usted, me paró ayer en la calle yendo con su madre y me dijo: «supongo, don Claudio, que esos señores no nos tirarán con algo si vamos a visitarlos en cuanto lleguen... porque pensamos visitarlos. Ya ve usted: un parentesco tan próximo y tan conocido en Villavieja... y estando ellos tan en armonía con los de Méjico, parecería mal que nosotros no los fuéramos a ver.» Esto dijo Rufita.
-Y usted ¿qué la contestó?
-Que no las tirarían ustedes con nada: al contrario, que las recibirían muy bien...
-Perfectamente respondido... ¿Por qué te ríes, Nieves?
-¡Por qué me he de reír, papá? Por la pregunta de Rufita. ¿Se ha oído cosa más graciosa? ¿Por quién nos tomarán esas señoras?
-No le choque a usted, Nieves: es estilo muy corriente ese por acá.
-Y ¿cuándo piensan venir?
-Pues cuéntelas usted aquí a la hora menos pensada: de seguro antes de comer hoy.
-¿Tan pronto?
-Y no serán ellas solas... Es el estilo también.
-¿De manera que también aquí hay que hacer visitas?
-¡Uff! No se hace otra cosa.
-¡Ay, Dios mío!
-¡Bah! no te apure eso...
-¡No faltaba más! Mire usted, para que le vaya sirviendo de gobierno: vendrán seguramente esta mañana misma, las parientas esas, y acaso, acaso, las de Garduño, es decir, las Escribanas, y Codillo con sus hijas; tal vez se atrevan las de Martínez Liendres, las Corvejonas: creo que se atreverán, lo mismo que las Indianas. A éstas las doy por infalibles en todo el día de hoy; y a otras por el estilo, mañana o pasado. Todas ellas fingiendo cumplir un deber de cortesía con ustedes al visitarlos, se agarran a esa ocasión para darse pisto entre las gentes de la villa y meterles a ustedes sus trapitos por los ojos... Cuando concluya esta tanda, empezará la de las otras, el Faubourg Saint-Germain de aquí, «nuestra vieja aristocracia», como si dijéramos, los Carreños de abajo y los Vélez de arriba, que es ya lo único que nos queda de esa clase, y bastante averiado por cierto. Se da por entendido que no han de faltar ni el juez, ni el clero en masa, ni el médico viejo, ni otros personajes más o menos pesados de palabra, más o menos sinceros de intención.
-Pero, don Claudio, por el amor de Dios, ¡eso va a ser el acabose!
-¿Por qué?
-¡Adónde vamos a parar con tanta visita? Todo el verano hace falta para recibirlas y pagarlas...
-Para ellos estaba, ¡canástoles!
-Ya la he dicho a usted que no se apure por eso. En poco más de tres días les han de visitar a ustedes cuantas personas piensen visitarlos aquí. El ritual de este gran mundo no admite más largo plazo: se tomaría la visita a menosprecio. Pues bien, en otros tres o cuatro días pagan ustedes las deudas, y al sol. Para venir a verlos a Peleches, traerá encima cada cual el fondo del cofre, sobre todo las mujeres; pero este detalle no la obliga a usted a la recíproca, aunque para obligarla le usen ellas. Usted se viste como mejor le parezca; y le doy este consejo, porque la misma cuenta le ha de salir de un modo que de otro: al cabo la han de morder.
-¡A mí?... Y ¿por qué, señor don Claudio?
-Porque también eso es de estilo aquí.
-¡Pues me gusta!
-Y es usted recién venida, y el objeto de la pública curiosidad, y sevillana, y rica, y una Bermúdez del solar de Peleches, y sobre todo... ¡canario! ¿por qué no ha de decirse? guapa; pero ¡muy guapa!
-¿A que al fin me la va usted a echar a perder, canástoles? Por de pronto, ya me la puso usted colorada... ¡Semejante soldadote!
-Me dolería haberla molestado con este rasgo de franqueza, y la suplico que me perdone si he tenido esa desgracia; pero conste que no rebajo una tilde de lo dicho, porque yo no falto a la verdad por ningún respeto humano. A lo que íbamos, Nieves: hasta es posible que algunas de las visitas que reciba la diviertan a usted; pero diviértase con ellas o no, usted, el señor don Alejandro, y yo si les sirvo de alguna cosa, continuaremos trazando planes para hacer usted aquí la vida a su gusto, y hasta poniendo en planta la parte de ellos que no estorbe a la etiqueta obligada en estos tres o cuatro primeros días... Otra cosa y para gobierno de ustedes: en Villavieja se come a la española neta, de doce a una, y se cena de nueve a diez... Y a propósito de estos particulares: mi condición de viudo con casa abierta, me ha hecho entender un poco en los prosaicos menesteres de la vida. Desearía haberlo demostrado a satisfacción de ustedes en el abasto provisional que hice para su cocina y despensa. Puedo jurarles que puse en ello los cinco sentidos.
-Todo está en su punto, señor don Claudio, y nada falta ni sobra... ¡Para declararlo Catana como lo declaró anoche al tomar posesión de sus dominios!... De dos artículos de ello muy importantes, la manteca y el café, no hay que hablar, porque están a la vista las muestras, y ya hemos convenido en que son excelentes...
-Lo celebro de todo corazón, porque tengo, un poquillo de vanidad en ser competente en ese delicado capítulo de la vida doméstica... Respecto a lo demás de la casa...
-Ya le hemos dicho a usted que tampoco tiene pero.
-No lo he olvidado; pero no voy a tratar de eso precisamente, sino de algo que no ha podido hacerse por falta de tiempo, y se podría hacer ahora más despacio y enteramente a su gusto. De esto y otras cosas parecidas quisiera yo hablar con usted cuanto antes.
-¡Qué canástoles, hombre! ¿Tan urgente es el caso?
-Urgente, así en absoluto, no señor...
-Pues entonces, ¡qué demonio! empleemos la sobremesa en puntos de más enjundia... Deme usted alguna noticia más de las gentes de nuestro tiempo. Verbigracia, del famoso boticario...
-Yo, con permiso de ustedes, los voy a dejar. Eso de las visitas me tiene con cuidado, y temo que me falte tiempo para arreglarme.
-Pues adiós, hija mía.
-Buen provecho, y hasta luego.
-A los pies de usted, Nieves.
-¡Ea! ya está usted empezando.
-¿Por dónde?
-Por donde usted guste o más rabia le dé.
-¿Se permite murmurar, ahora que estamos solos?
-¿De quién, hombre malévolo?
-Del primero que salte en la conversación.
-¡Como si supiera hacer otra cosa el inocente!
-Gracias por la lisonja.
-Es justicia, créalo usted... Pero ¿y si el que salte en la conversación no da motivos?
-Aquí todos le dan, poco o mucho, en diferentes sentidos.
-¿Hasta el pobre boticario?
-Ese es hombre aparte, no solamente en Villavieja, sino en todo el mundo sublunar.
-En fin, allá usted, que yo lavo mis manos...
-Pero no le disgusta el tema...
-Hombre, yo no he dicho...
-Las cosas claras, don Alejandro...
-¡Canástoles! pues ¿qué más claras las he de poner?... Venga de eso, o de lo que mejor le cuadre... y a ver qué le parecen estas regalías para fumigar la conversación.
-La vitola es de primera.
-Pues a prender fuego a ese ejemplar... Ahí va la cerilla.
-Gracias, señor don Alejandro.
-Aguarde usted un poco. ¿No le sabría mejor el tabaco mojando la punta en ron, pongo por caso, o en coñac?
-Es posible, o en un chapurradito de los dos. No había dado yo en ello, ¡vea usted!
-¿Sabe usted si lo hay en casa?
-Respondo de que vino a ella un buen surtido de esa clase de menesteres.
-¡Catana! ¡Catana!... ¡El ron y el coñac... y unas copitas con ello!