Al pasar del arroyo
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

(Salen JACINTA, y TERESA, labradoras.)
JACINTA.

  En mi vida tuve amor.

TERESA.

Para ser tan entendida,
mucho admira tu rigor.

JACINTA.

Yo paso mejor mi vida.

TERESA.

La sola no es la mejor.

JACINTA.

  El que dio su voluntad,
ya no goza libertad;
luego vivir en prisión
no parece discreción,
sino fina necedad.

TERESA.

  No ha dado el cielo a la tierra
otro bien como el amor:
todos los bienes encierra.

JACINTA.

Mas antes todo el rigor,
toda la discordia y guerra,
  y el mas soberbio enemigo.

TERESA.

Antes su descanso y paz.

JACINTA.

Yo le huyo.

TERESA.

Yo le sigo.

JACINTA.

Yo pienso estar pertinaz.

TERESA.

 (Salen PASCUAL, y BENITO, labradores.)
Y yo esperar tu castigo.

BENITO.

  Esto que digo, me cuesta.

PASCUAL.

Tu pasas vida inhumana.

BENITO.

Y con un “no”, por respuesta,
sin sol toda la semana,
hasta que llegue la fiesta.
  Aunque ya el tiempo me vale,
no porque el torno solar
días y noches iguale,
mas porque a ver vendimiar
tal vez a las viñas sale.

PASCUAL.

  Vendrá a matar labradores;
mas, siendo alegre dolor
el amor en sus rigores,
en parte es hacer favor
Benito, el matar de amores.
  Pero, ¿no es Jacinta aquella?

BENITO.

Teresa, su grande amiga,
a la fe, viene con ella;
pero déjame que diga
que es de sus rayos estrella.

JACINTA.

¿Que hay, Benito?

BENITO.

  ¡Dafne esquiva!

PASCUAL.

¿Teresa!

TERESA.

¡Pasqual, hermano!

JACINTA.

¿Qué se trataba?

BENITO.

Así viva
la luz de ese soberano
sol, que al sol de rayos priva,
  que de un monstro se trataba,
de cuya pintura brava
tiembla, Jacinta, la villa:
que si hay de ellos maravilla,
eres maravilla octava.
  Monstros son tus bellos ojos,
contradiciéndose en ellos
las paces y los enojos:
tan bellos, que el ir a vellos
se lleva el alma en despojos.
  ¿Que monstros hay en el suelo
como ver sus luces puras,
dar fuego entre nieve y hielo,
con que parecer procuras
cielo, mas airado cielo?
  ¿Cuándo ha de llegar el día
que a algún dichoso himineo
rindas tu helada porfía?
Que verte de otro deseo
si es imposible ser mía.

JACINTA.

  Benito, si cada cual
sigue bien su inclinación,
no haces bien en sentir mal
de mi esquiva condición.
Por decreto celestial
  esto quieren las estrellas,
y yo lo que quieren ellas.
Nunca su Autor las crio
para forzarnos, que yo
bien puedo librarme de ellas.

JACINTA.

Pues ¿cuál es tu inclinación?

BENITO.

Quererte.

JACINTA.

O fuerza, o padece.

BENITO.

No puedo.

JACINTA.

Luego ellas son
quien fuerzan al que aborrece,
como al que tiene afición.

BENITO.

  No dices bien, porque yo
amo, y el amar es bien,
y al bien nadie resistió;
pues siendo mal el desdén,
tú has de resistir, yo no.

JACINTA.

  Forzándome aborrecer
el cielo a todos los hombres,
resistir a su poder
fuera locura.

BENITO.

¿Qué nombres
fuerza tu mismo querer?
  Deja la vana aspereza
con que me tratas así,
que ofende tanta belleza;
¿Cómo el cielo puso en ti
tan bárbara rustiqueza?
  Escoge en todo Barajas
el mozo de más ventajas,
o algún criado del Conde,
si más a tu humor responde
la seda, que no las pajas.
  Toma ejemplo en la azucena,
que, de granos de oro llena,
al aurora resplandece,
y que, marchita, anochece
llena de tristeza y pena.
  Mira los lirios al alva,
cuando al padre de Faetón
hacen los pájaros salva,
que no en balde a la ocasión
pintaron desnuda y calva.
  Si cuando verte no quieras,
piensas que te han de querer,
yerras loca, y necia esperas,
que en belleza de mujer
pasan las horas ligeras.

JACINTA.

  Ya tu mucha libertad
con mi paciencia se mide:
que es dar, aunque haya amistad,
consejo a quien no le pide,
bachillera necedad.
  Para lo que yo profeso
no es mi soledad exceso,
ni esquiva mi condición,
pues que ya la inclinación
de mi aspereza confieso.
  Más precio en el soto o selva
seguir de Atalanta el paso,
sin que al oro el rostro vuelva,
hasta que el Sol al ocaso
en oro y sangre se envuelva.
  Y en aqueste manantial
que riega con varias venas
el prado, a un jardó igual,
ver retozar las arenas
con los golpes del cristal.
  Más precio coger las flores
de quien la Naturaleza,
y el Cielo fueron pintores,
y que ciñan mi cabeza
las cintas de sus colores.
  Más precio ver susurrando
las abejas codiciosas
su arquitectura formando,
y en estas selvas quejosas
los ruiseñores cantando,
  que tus penas y cuidados,
amores ciegos y locos,
buenos sólo imaginados,
donde ay dichosos tan pocos
y tantos son desdichados.

(Vase.)


BENITO.

  A tanta resolución
y furia, yo no aconsejo:
que donde ay obstinación
sirve el más cuerdo consejo
de espuela a la ejecución.
  Mucho en casarte acertaras,
que mal tu belleza empleas,
si en selvas y aguas reparas:
después que casada seas
serán tan verdes y claras.
  No ay bien que pueda llamarse
bien, faltando compañía,
que es fuerza comunicarse.

PASCUAL.

Deja esa vana porfía,
que es ignorancia cansarse.
  Después, en otro lugar,
podrás a Jacinta hablar,
y merecer sus favores:
que no andan bien los amores
en cestos de vendimiar.
  Mira cómo tus criados
cogen racimos opimos,
de que van carros cargados,
para colgar de racimos
tantos lagares lavados.
  Que, si no fue con ventajas
la cosecha deste agosto,
agora en toda Barajas,
con la abundancia del mosto
rebosarán las tinajas.
  ¡Ea, pues, vamos de aquí!

BENITO.

Vamos, y plega a los cielos,
pues no te dueles de mí,
que quieras con tantos celos
como yo tengo de ti.
  Que supuesto que te vea
como dices, no querer,
no es posible que lo crea:
que es condición de mujer
negar lo que más desea.

(Vase, y salen LISARDA y ISABEL.)
ISABEL.

  Esto responde al papel.

LISARDA.

Muestra, que ya estoy turbada.

ISABEL.

Si ya estás desconfiada,
¿qué temes que venga en él?
  Demás que ya son excesos
tanto cuidado y temor.

LISARDA.

Desconfianzas de amor
no mejoran los sucesos.
(Lee)
”En mi enfermedad hice una promesa a San
Diego, y así me parto a Alcalá. Holgárame que
hubiera en ella qué traeros; pero, como su tra-
to es estudiantes, no pienso q serán a pro-
pósito para regalaros. Pasaré con el coche por
vuestra puerta para llevar más presentes vues-
tros ojos en esta ausencia.”

ISABEL.

  Donaire tiene el papel.

LISARDA.

Y tiene tanto donaire,
que le ha de llevar el aire,
y al mismo dueño con él.

ISABEL.

  Yo me acuerdo que algún día
fuera reliquias, colgado
del cuello.

LISARDA.

No se ha pasado
la misma necia porfía:
  Pero un disgusto de amor
al más tierno pensamiento
obliga a desabrimiento,
y el enojarse, a rigor.
  Vuelve a coger los papeles,
que así, rotos como están,
mis celos estimarán
sus desengaños crueles.

ISABEL.

  Bien dicen que es niño Amor,
pues lo mismo que tú has hecho,
suelen hacer, con despecho,
y con infante furor.
  Que aunque pidiéndole están
con notable desconsuelo,
arrojan el pan al suelo,
si no les dan presto el pan.
  ¿Qué haré de aquestos pedazos?

LISARDA.

En esta manga los pon,
que si del alma lo son,
bien andarán con los brazos.
  Espera, ¿qué dice aquí?

ISABEL.

Tú propia enciendes tu fuego.

LISARDA.

En esta parte, “San Diego”;
¡buen agüero para mí!
  No miro más, Isabel.

ISABEL.

Ni ay para qué mirar más.

LISARDA.

¿Es coche aquel?

ISABEL.

Buena estás.

LISARDA.

Tengo el pensamiento en él.

ISABEL.

  Coche pienso que ha parado.

LISARDA.

Antes, en mi pensamiento,
anda más que el mismo viento.

(Salen DON CARLOS,
galán, de camino,
y MAYO, criado.)
MAYO.

¿Sin licencia te has entrado?

CARLOS.

  Cuando la vengo a pedir,
¿cómo la puedo tomar,
y no me vengo a mudar,
aunque me vengo a partir?

LISARDA.

  ¡Jesús! ¿Carlos tan galán
a cosas de devoción?
¿A tan divina estación,
cosas tan humanas van?
  Plumas, colores. ¿Qué es esto?
Don Carlos, no me agradáis;
a diverso intento vais
con esas galas dispuesto.
  Si no es que a imitar venís,
temiendo mi desconsuelo,
al arco hermoso del cielo,
y tras las aguas salís.
  Que las disculpas mejores
es serenar de mis ojos
las tempestades de enojos,
vuelto en arco de colores.
  Pero, más que de un abril,
vuestro campo, Carlos, es,
pues en el del cielo hay tres,
y vos venís con tres mil.

CARLOS.

  Si añadís las que me salen
al rostro, de que os quejéis,
bien decís: ni aun hallaréis
arco o campo a quien se igualen.
  Mas como naturalmente
todas las mujeres son
quejosas, su condición
nunca dice lo que siente.
  Aquí no hay de qué tener
celos; yo voy a cumplir
lo que, llegando a morir,
después de Dios, pude hacer.
  Que fué rogar a su Santo,
por cuyo medio cobré
salud.

LISARDA.

¿Niego yo que fue
justo, ni me alargo a tanto?
  Mas pienso yo que San Diego
sayal pardo se vistió,
y no muy nuevo, que yo
bien sé que era pobre y lego.
  Y como ir a visitar
a un hombre en una prisión
con galas no era razón,
o algún muerto acompañar
  con plumas hasta el entierro,
paréceme que no vais
a propósito.

CARLOS.

Vos dais,
Lisarda, en un grande yerro,
  pues no voy a visitar
preso, ni muerto: pues vive
en Dios, adonde recibe
parabién, que no pesar.
  Pues quien goza tanta gloria,
con colores se ha de ver.

LISARDA.

Ya sé que habéis de vencer.

CARLOS.

Será la primer vitoria,
  pues no tengo cosa en mí
de que vos no hayáis triunfado.

MAYO.

Y ella que, en fin, ha callado,
¿qué es lo que dice de mí?
  Si se visten los criados
lo que los amos desechan,
¿cómo tan mal se aprovechan
de esta verdad sus cuidados?
  De las sobras de los celos
que su ama gasta aquí,
¿no hay un retal para mí?

ISABEL.

¿Comparaciones de cielos
  presumía el lacayón?
Sus amores son indinos;
los de Carlos son merinos,
y los suyos burdos son.
  Que sus requiebros, en fin,
están, por gente de plaza,
impresos con almohaza
en las ancas de un rocín.

MAYO.

  Luego hay celos de ramplón,
y requiebros de obra gruesa.

ISABEL.

Los amores que el profesa
comedias de vulgo son.
  De éstas de grandes patrañas,
imposibles y ruido,
a quien les ha sucedido
lo que a los juegos de cañas:
  que van a ver las libreas
y no lo que han de jugar.

MAYO.

Pues di, ¿cómo me has de hablar
si no es que no lo deseas?

ISABEL.

  Lisarda hablará discreto
con Carlos, yo en necio a ti.

MAYO.

Una necedad me di.

ISABEL.

Que me guardes un secreto,

MAYO.

  ¿Pues no le sabré guardar?

ISABEL.

¿Tú no eres criado?

MAYO.

Sí.

ISABEL.

Pues basta.

MAYO.

Ahora bien, a ti
¿cómo te tengo de hablar?
  Que si tú en necio me hablas,
no te he de hablar en discreto.

LISARDA.

Frívolas son, te prometo,
cuantas disculpas entablas.
  Pagas mi amor con rigor.

CARLOS.

Por esta cruz de Santiago,
Lisarda, que te le pago
en cambio de más amor.

LISARDA.

  Pues así sobre ella veas
la encomienda de más fama,
como mientes, que quien ama
no da disgustos.

CARLOS.

No creas
  que te le dé mi partida;
acabose, no me voy,
ya no me voy.

LISARDA.

Necia estoy;
mas confieso que en mi vida
  cosa me ha dado temor,
como es aquesta jornada.

CARLOS.

Digo que ya está acabada.

LISARDA.

No, Carlos; no, mi señor;
  que sólo con que digáis:
sólo con verme afligir,
que ya no os queréis partir,
ya quiero yo que os partáis.
  Amor entre los amantes
tiene aquesta condición.

CARLOS.

Vanos los temores son
en jornadas semejantes.
  Que temáis me maravilla,
desde Madrid a Alcalá,
¿qué Toledo en medio está,
qué Granada o qué Sevilla?

LISARDA.

  Luego sin celos, quien ama
¿no teme peligros fieros?

CARLOS.

¿Pues la venta de Viveros
es la canal de Bahama,
  la Bermuda o las Sirenas,
donde ay peligros tan grandes,
o son los bancos de Flandes,
de Jarama las arenas?
  ¿He de topar de aquí allá
más que estudiantes y aldeas?

LISARDA.

Parte, mi bien, como creas,
que quedo sin alma ya.

ISABEL.

  ¡Ay, señora, tu hermano!

CARLOS.

¿Qué remedio?

LISARDA.

Piénsale tú, porque esconderte es cosa,
como mas sospechosa, peligrosa.

(Sale DON LUÍS.)
LUÍS.

¿Búscanme a mí, Lisarda, por ventura,
aquestos caballeros?

LISARDA.

No hay en casa
otra persona a quien buscar pudieran.
Como el señor Don Carlos es del Hábito,
envíale el Consejo de las Órdenes,
a cierta información de un caballero;
y dice que al partir, y aún en el coche,
le dijeron que [tú] jurar podrías,
por conocer sus padres, y así viene
a informarse de ti, como me ha dicho.

MAYO.

(¿Hase visto embeleco semejante?)

CARLOS.

Con esta información vine a buscaros,
que es cosa que me importa sumamente,
y a ofrecerme también para serviros,
que estoy aficionado a vuestro nombre.

LUÍS.

Bésoos las manos por merced tan grande,
que yo lo estoy del vuestro desde un día
que en la carrera os vi con aire tanto,
que pudieran en Córdoba emvidialle:
y así os suplico que de aqui adelante
os sirváis de esta casa como propia.

CARLOS.

Lo mismo os pido yo, que de la mía
habéis de ser, de aquí adelante, dueño.

MAYO.

¿Qué te parece de esta polvoreada
que levantó tu ama?

ISABEL.

Que se usan
mil amistades de esta misma traza,
adonde el ofendido y agraviado
queda con las ofensas obligado.

LUÍS.

¿Qué caballero es éste que conozco,
a cuya información partís agora?

CARLOS.

(Si digo nombre conocido, y miento,
destruyo la invención; más acertado
será decir un nombre que no haya).
Yo pienso que es muy vuestro conocido
Don Nofre de Canaria.

LUÍS.

Ni a mi oído
llegó jamás su nombre.

CARLOS.

Si por dicha
no le tenéis por limpio, ¿de qué sirve?

LUÍS.

Por esa cruz y por la desta espada,
que os engañó, don Carlos, quien os dijo
que conozco a don Nofre de Canaria.

CARLOS.

Pues yo jurara que con él un día
os vi jugar en casa de un amigo.

LUÍS.

¿Qué señas tiene ese hombre?

CARLOS.

Es alto y flaco,
de color macilento y barbirrubio,
un poco calvo, pero gran soldado,
que por la guerra el Hábito le han dado.

LUÍS.

Vuelvo a decir que no le vi en mi vida.

CARLOS.

Hoy ha de ser forzosa mi partida;
dadme licencia, que, volviendo, os juro
de veniros a ver con más espacio.

LUÍS.

Yo acudo algunas veces a Palacio,
que tengo un pleitecillo en el Consejo,
y nos podremos ver todos los días.

CARLOS.

Señora, ¿qué mandáis?

LISARDA.

Que os guarde el cielo
y que os traiga con bien.

CARLOS.

¿Qué te parece?

MAYO.

Que fue toda la traza necesaria:
¿dónde hallaste a don Nofre de Canaria,
tan alto, desvaído y vayandino?

CARLOS.

Bien llevo que reír todo el camino.

LUÍS.

¡Honrado caballer, por Dios vivo!

LISARDA.

Un poco hablé con él, y me parece
de buen entendimiento.

LUÍS.

De esta traza
quisiera yo, Lisarda…

LISARDA.

¿Qué?

LUÍS.

Un cuñado.

LISARDA.

Sin duda que te trae desvelado
ese cuidado a ti.

LUÍS.

Pues, por tu vida,
que si agora vivieran nuestros padres,
no les diera ventaja en el deseo
de tu remedio.

LISARDA.

Basta, yo lo creo.
Mándente a ti jugar a la pelota,
y de noche a las pintas, y mudarte
del hábito galán que traes de día,
en el tabí de plata, medias blancas;
tomar sombrero con la falda vuelta,
asida del corchete de diamantes,
cadena y otras galas semejantes.
Y venir a dar golpes y acostarse
cuando ya quiere el alba levantarse,
y pedir de comer a las dos dadas,
riñendo sobre el cuello a mis criadas,
que no acordarte, Luís, de mi remedio;
porque ésas son las cosas, que olvidadas
tienen el mar de tu rigor en medio.

LUÍS.

Dejemos quejas, ¡oh Lisarda mía!,
comunes entre hermanos, cuanto injustas,
que tú verás, si mi cuidado es sólo
esas galas que dices y esos pasos;
nunca ponéis en cuenta las mujeres
aquello de sentaros al espejo
con tanta multitud de redomillas,
que no hay pintor que tenga más colores;
el tiempo que gastáis en hacer muda
el dinero en vestidos y tocados,
de enriquecidas tiendas inventados,
pues con vuestras cabezas, a su viento,
levantan mercaderes, hasta el cielo
casas, que tantas tienen por el suelo;
ya parecéis Sibilas, ya Cleopatras,
ya romanas, ya griegas, ya flamencas,
finalmente….

LISARDA.

No más, nunca yo hablara:
digo que no me cases en tu vida.

LUÍS.

Si tú me riñes, es razón que sepas
que doy satisfacción de mis costumbres;
mas yo te casaré, luego que acabe
una encomienda de un amigo mío.

LISARDA.

¿Qué amigo, y qué encomienda?

LUÍS.

El Conde Fabio,
de quien yo fuí tan regalado en Nápoles,
me escribe que es ya muerta la Condesa:
no dejó hijos, y llevar querría
una que tuvo aqui de unos amores,
que la dejó a criar en cierto pueblo
adonde vive, sin saber quién sea.
Yo tengo ya las señas, y una cédula
para cobrar aqui dos mil ducados;
por ella quiero ir, y has de ir conmigo,
para que de ti venga acompañada,
pero no han de saber quién es.

LISARDA.

Pues dime,
¿has de traerla aquí?

LUÍS.

Mientras que viene
la orden que en llevarla me mandare,
y que la mudes el traje y el lenguaje.

LISARDA.

¿En qué lugar está?

LUÍS.

Barajas.

LISARDA.

Bueno,
el traje sólo podía ser mudarle,
que en lo demás, la lengua de la Corte
tiene jurisdición por cinco leguas,
y Barajas está dos leguas solas;
¿qué día quieres ir?

LUÍS.

Pase la entrada
de nuestra serenísima princesa.

LISARDA.

¿Tienes ventanas ya? Pero no creo
que serás tan galán: allá tus damas
merecerán balcones para verla.

LUÍS.

Tú tienes los mejores de la Corte.

LISARDA.

Doite mis brazos.

LUÍS.

A comer nos vamos.

LISARDA.

Gran principio me has dado en las ventanas.

LUÍS.

Yo te daré los postres en casarte.

LISARDA.

¡Isabel!

ISABEL.

¡Mi señora!

LISARDA.

Bien se ha hecho.

ISABEL.

Amor es un Juanelo en artificios.

LISARDA.

Carlos se fue, yo pierdo mil juicios;
pero, pues su partida no me agrada,
no ha de ser por mi bien esta jornada.

(Vanse,


y salen los músicos de labradores,
DORENA, SILVIO, PASCUAL, BENITO y ANTÓN.)
PASCUAL.

  Famoso baile se ordena;
no hay lugar que tenga igual
con Barajas.

DORENA.

¿Es Pascual?

BENITO.

Acá están Silvio y Dorena.

PASCUAL.

  Si tú vienes a cantar,
¿quién ha de faltar a oírte?

SILVIO.

Pues bien puedes prevenirte.

BENITO.

De la música y la mar
  Oigo decir que entristecen
mucho más los que lo están.

PASCUAL.

Los ojos te alegrarán,
que sólo bien te parecen.

BENITO.

  ¿Sabes tú que han de venir?

PASCUAL.

Al baile nunca faltaron.

BENITO.

Hoy mis penas intentaron,
Pasqual, morir o vivir.

PASCUAL.

  ¿Cómo?

BENITO.

Con su padre hablé,
y por mujer la pedí.

PASCUAL.

Mas ¿qué te dijo, que sí?

BENITO.

Hasta agora no lo sé,
  porque es tan prudente el viejo,
que término me pidió.

PASCUAL.

El viene.

BENITO.

Hablarele yo.

PASCUAL.

Habrán entrado en consejo
  él y su hija, por dicha.

(Sale LAURENCIO, viejo.)
BENITO.

Laurencio, el cielo te guarde,
¿Qué hay de mi dicha esta tarde?
Bien dijera mi desdicha.

LAURENCIO.

  Benito, de tus méritos seguro,
y del valor de tus honrados padres,
no dudes de que diera a tu esperanza,
con dulce posesión, tan dulce efeto.
Eres, para ser mozo, hombre discreto;
no te falta dinero ni limpieza,
(que no es pequeño bien limpia riqueza),
bien quisto, liberal y generoso,
digno de ser en esta villa esposo
de la mujer más bella que la habita;
mas si Jacinta, ingrata, solicita
que mi memoria y sucesión se acabe,
y, por ventura, algún secreto sabe,
y sólo de vivir sola se precia,
¿qué puedo hacer, pues todo amor desprecia?
Ya está mi imperio en ruego convertido.

BENITO.

Conozco su rigor; lloro su olvido;
mas como nunca el pensamiento humano
está firme, Laurencio, en un propósito,
y vemos que del cielo las mudanzas
mudan también las cosas de la tierra,
por si tu hija, vanamente esquiva,
mudare del propósito que tiene,
que en la mujer no suele ser muy firme,
quiero de tu palabra prevenirme.
No son los pensamientos ríos caudales
que sigue un camino eternamente
y van entre dos márgenes corriendo
con ley precisa al mar; que bien podría
volver atrás, Laurencio, su porfía.
Lo que hoy se aborreció, mañana se ama,
y quien huye, tal vez persigue y llama;
con la necesidad, lo injusto es justo:
que no tiene color ni ley el gusto.

LAURENCIO.

Allí, Benito, un poco te retira,
que ella viene bizarra al baile.

BENITO.

Advierte
que están mis esperanzas a la muerte.

(Salen JACINTA, y TERESA.)
TERESA.

  Acá están los bailadores;
no hay lugar desocupado.

JACINTA.

Los ojos me han ocupado
otras distintas colores.
  Que Benito estaba allí,
y con mi padre trataba
esto que hoy no le escuchaba.

TERESA.

¿Pues quieres hablarle?

JACINTA.

Sí.
  Cansados te habrá dejado
este necio los oídos;
que amantes aborrecidos
cansarán un monte helado.
  Son como enfermos que cuentan
a todos su enfermedad;
que es peso la voluntad
de quien descansar intentan.
  ¿Qué te habrá dicho de mí?

LAURENCIO.

Hija, los extremos son
una cierta imperfección,
como la que miro en ti.
  No te quisiera, si digo
verdad, que debo estimar
de ingenio tan singular
y de su consejo amigo.
  Si muchas hijas tuviera,
amara tu condición;
mas si en ti la sucesión
de mi sangre aumento espera,
  pierde la injusta porfía
de tu vano entendimiento:
darás con tu casamiento
aumento a la sangre mía.
  Elige en toda Barajas
el más rico labrador,
que el negar tiempo al amor
no son discretas ventajas.
  En la edad dispuso el cielo,
hija, tiempo para amar;
quien no le ha dado lugar
el alma tiene de hielo.
  Tú lo mirarás mejor;
tanto de tu ingenio fío,
así por ser gusto mío,
como por pagar a Amor
  el censo que los mortales
le deben, y hasta las fieras;
porque como amar no quieras,
serán a tu pecho iguales.

JACINTA.

  No es fiereza, padre mío,
no dar al amor lugar.

LAURENCIO.

Es condición singular,
y, aunque labrador, me río
  de todos cuantos lo son;
que las singularidades,
cuando no por vanidades,
arguyen imperfección.

JACINTA.

  Yo te oí más de vna vez
decir que no me podías
casar; pues si esto decías,
yo te establezco juez
  de la causa de los dos.

LAURENCIO.

Tuve una esperanza incierta,
que ya presumo que es muerta.

JACINTA.

Pues bien, perdónela Dios.
  Pero dime, ¿qué secreto
en aquesto puede haber?

LAURENCIO.

En no decirle a mujer
quiero parecer discreto.
  De casamiento naciste,
no eres parto de la tierra;
alma que ese cuerpo encierra,
de carne y sangre se viste.
  Jacinta, casados son
todos los mas animales;
en las palmas orientales
dicen que hay hembra y varón.
  No dan dátiles opimos,
sino es que los dos se ven;
pero como cerca estén
nacen dorados racimos.
  Aquellas palomas van
casadas a hacer sus nidos;
los peces mas escondidos
casados también están.
  Mira la salvaje cierva
seguir alegre su esposo;
mira el novillo celoso
peinar con los pies la hierba.
  Todo ama; no es razón
que no quieras bien lo que eres;
pero mientras no quisieres
no has de tener perfección.

(Váyase.)

TERESA.

  Enojado va contigo.

JACINTA.

Valiente sermón me ha hecho.

TERESA.

¿Y habrá sido de provecho?,
que el pretensor es mi amigo.

JACINTA.

  Mientras cosas tan discretas
me decía, yo pensé,
si, por dicha, me dejó
en casa las castañetas.
  Aquí las traigo; ¡ea, Gil,
toquen, y de vayle vaya!

TERESA.

Hoy he perdido una saya.

GIL.

¿Qué va?

JACINTA.

La del tamboril.

(Los MÚSICOS canten, y ella,
y el que baila, o cuatro,
si fuere mejor, bailen así.)
MÚSICOS.

  ¡Oh, qué bien que baila Gil
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril!
  ¡Oh, qué bien, cierto y galán,
baila Gil, tañendo Andrés!,
o pone en fuego los pies,
o al aire volando van.
  No hay mozo que tan gentil
agora baile en Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.
  ¿Qué moza desecharía
un mozo de tal donaire,
que da de coces al aire
y abolar le desafía?
  A lo menos, mas sutil
cuando baila, se hace rajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.

BENITO.

  Pudiera verte bailar
la misma hermosa Princesa.

JACINTA.

De haber bailado me pesa,
si es que te pude agradar.

BENITO.

  ¡Esto llamaras favor,
cuando más discreta fueras!

JACINTA.

Mejor, Benito, dijeras
la que te tuviera amor.
  Pero si gusto te di
yo me quiero desquitar
con darte aqueste pesar.

BENITO.

No lo será para mí.
  Ya es noria mi pensamiento;
mas tales vasos alcanza
los vacíos de esperanza
y los llenos de tormento;
  pues en tal desconfiar
y luego en tal padecer,
¿qué males puedo temer?
¿qué bienes puedo esperar?

JACINTA.

  Teresa, escucha.

TERESA.

Crueldad
usas con aqueste mozo.

JACINTA.

De esas crueldades me gozo;
yo nací sin voluntad.

TERESA.

  Guárdate del refrancillo:
”del agua no beberé”.

JACINTA.

Esta mañana pensé,
ahora bien quiero decillo,
  ir a Madrid, para ver
la entrada de la Princesa.
¿No irás conmigo, Teresa?

TERESA.

Si; pero ¿cómo ha de ser?
  Mas ya sé lindo remedio.
¿Benito?

BENITO.

¿Hay algo en mi bien?

TERESA.

Así los cielos te den
para tu desdicha un medio,
  que pongas un repostero
en tu carro y que nos lleves
a Madrid.

BENITO.

Como tu apruebes
lo que esta dice.

JACINTA.

No quiero.

BENITO.

  Haz, Jacinta, tan feliz
mi dicha, a mi amor responde,
que al mayordomo del Conde
pediré un rico tapiz,
  y a las mulas las pondré
jáquimas de mil colores,
y de alfombras de labores
las estacas cubriré.
  En almohadas labradas
de seda asentada irás;
desde allí me abrasarás,
si de abrasarme te agradas.
  Haz esto, Jacinta mía;
seré en tu fuego crisol;
llevaré a Madrid el sol,
por si hiciere pardo el día.
  Yo sé que su regimiento
me lo sabrá agradecer,
porque máscara y llover,
¿cómo puede dar contento?
  Iré como sobre apuesta,
diciendo en mi carro nuevo:
¡Fuera!, ¡apártense, que llevo
el sol para aquesta fiesta!
  ¡Ea! voy a uncir.

JACINTA.

Teresa,
en dos pollinos iremos,
que más a placer veremos
a la divina Princesa.
  Sombreros con plumas bellas
en tocas de argentería;
manteos con bizarría;
sartas, perlas como estrellas.
  ¡Ea, vamos!

TERESA.

¡Qué porfia!

BENITO.

Óyeme, Jacinta, aguarda.

JACINTA.

¿Alfombrita sobre albarda?
¡Famosa caballería!

(Tañan los MÚSICOS,
y el que baila acabe esta cena.)
MÚSICOS.

  ¡Oh, qué bien que baila Gil
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas,
y el villano al tamboril!

(Sale don CARLOS y MAYO, criado.)
CARLOS.

  Milagro de Dios ha sido.

MAYO.

Todas las piernas me ha roto.

CARLOS.

No hay duda; él iba borracho.

MAYO.

Tal es el año de zorros.
Rogamos a Dios por santos,
a los viejos decir oigo;
mas no por tantos que ya
valga el vino a diez y ocho.
Brañigal es nombre antiguo
de este endemoniado arroyo,
de hoy más le llamo braguero,
en llegando me le pongo.

CARLOS.

¡Jesús mil veces! ¿Tenía
seso, Mayo, este demonio?
¿Hay tal cochero en el mundo?
¿Dónde llevaba los ojos?
¡Volcar el coche en el agua!

MAYO.

Bajó la cuesta furioso,
y tropezando en las piedras
volvióse a un lado, y vaciónos.

CARLOS.

¡Vive Dios, que fue milagro
mi paciencia en tanto enojo;
que el darle una cuchillada
fue, en saliendo, mi propósito!

MAYO.

A lo menos, de san Diego,
de quien eres tan devoto,
que caer sobre las piedras
era peligro notorio.
Yo en el agua parecía
tortuga echada en remojo;
a lo menos, bacallao,
pardo atún o bayo tollo.
No en balde temió Lisarda.

CARLOS.

Un corazón amoroso
es adivino del daño,
Mayo, que padece el otro.

MAYO.

¿Para qué me llamas Mayo?

CARLOS.

¿Pues qué nombre?

MAYO.

Abril lluvioso;
tal como yo estoy en agua,
tomara en vino un bizcocho.

CARLOS.

Mira si ha sacado el coche.

MAYO.

Allí le ayudaban todos;
pero entienden poco de agua
y todos se ayudan poco.

CARLOS.

¿Mojáronseme las cajas?

MAYO.

Sembrado está el campo en torno
de alcorzas y peladillas,
y todos hacen su agosto.

CARLOS.

¡Media legua de Madrid
tal desgracia!

MAYO.

Es fiero mostro
este arroyo que miras,
y paso tan peligroso,
que cuentan del mil desgracias,
traiciones, muertes y robos.

CARLOS.

¡Alto!, saquemos la ropa;
esta vez no cumplo el voto,
que ya con tantos azahares
me da la jornada asombro.
Alcalá, de noche ha sido
siempre lugar temeroso.
A Madrid me vuelvo, Mayo.
-Silbos y grita, y un Hortelano.-
¿Qué grita es esta?

MAYO.

Esos monos
que deben de haber sacado
el coche del agua en hombros.

HORTELANO.

¡Guarda, el toro, aparta, guarda!

CARLOS.

¿Qué dicen de toro?

MAYO.

¿Cómo?

CARLOS.

De un toro.

MAYO.

¿Pues toro aquí?

HORTELANO.

¿Qué hiciera más en el coso?
(Salga.)
Apártense, caballeros,
que viene por esos olmos
un toro que han perseguido
de Madrid, algunos mozos,
en la vacada que tiene
la Villa en aquestos sotos,
para las fiestas que agora
hace de cañas y toros
a la Princesa de España.

CARLOS.

¿Toro agora tan furioso?

HORTELANO.

¿Cómo furioso? Por Dios,
que los hortelanos somos
de aqueste arroyo en las huertas
bastantemente animosos,
y que ha dado, por silbarle,
con algunos de nosotros,
muy lindas vueltas agora.

MAYO.

¿Por silbar? ¿Por eso es poco?
¡Cuál era para comedias
ese toro valeroso,
que hay pícaro que de un silbo
deja [a] un compañero tonto!

HORTELANO.

Aquí estaréis más guardados,
porque es un torillo hosco,
cual suele un recién casado
a pocas noches de novio:
herrado de las dos puntas,
arrugado y negro el rostro,
corto de cuello y de pies,
ancho y hundido de lomo,
después de mil rejonazos
con que da bramidos roncos,
un reguilero de plumas
le ofende el hocico romo.
Del jardín del Condestable
estos hidalgos briosos
salieron hoy a caballo,
como galeras en corso.
¡Bien lo han hecho! Mas, de seis,
vuelquen tres caballos solos,
y aun algunos gorgoranes
se han guarnecido de lodo.
¡Oh, hele allí!

MAYO.

¡Pesia tal!
Levantando viene el polvo
con los pies hasta las nubes,
y a testaradas los chopos.

CARLOS.

Espera, por Dios, que vienen
pasando agora el arroyo
dos labradoras.

MAYO.

Y a fe
que no son de malos rostros.
Él parte a los dos pollinos.
¡San Diego! ¡San Blas Apóstol!

CARLOS.

Con una ha dado en el suelo.

MAYO.

Y aun por eso dijo el otro
que [a] la que bien hila y tuerce
bien se le parece.

CARLOS.

¿Cómo?
(Saque la espada y entre.)
¿Dejaré que muera allí?
Espérame, infame toro.

MAYO.

A mí no hay que me esperar.

HORTELANO.

Discreto sois.

MAYO.

No soy bobo.

HORTELANO.

¡Qué cuchillada le ha dado!
¿No le ayudáis vos?

MAYO.

No oso,
que tengo tan poco pulso
que no sé partir un hongo.

HORTELANO.

Las dos piernas le ha cortado.

MAYO.

Debían de ser de corcho.

HORTELANO.

La mujer en brazos saca.

MAYO.

Pensé que sacaba al toro.

HORTELANO.

¿Quién es este caballero,
que pienso que le conozco?

MAYO.

Yo os lo escribiré mañana,
que andamos de prisa todos?

(Sale DON CARLOS,
con JACINTA en los brazos.)
CARLOS.

¡Ánimo, bella aldeana!

HORTELANO.

Desmayola el alboroto.

MAYO.

Y no habrá menester agua,
que ha rato que está en remojo.

CARLOS.

Al coche quiero llevarla.

TERESA.

Haréis un hecho famoso,
señor, en darle la vida.

MAYO.

¿Eso llevas?

CARLOS.

Calla, loco,
que algo a mis ojos les debo.

MAYO.

¿Cuándo?

CARLOS.

Al pasar del arroyo.