Escritos de juventud
Al país

de José María de Pereda

Un ciudadano pacífico marcha, como diría Figuerola, «sereno y majestuoso», por un angosto sendero abierto entre dos abismos; no lleva otras armas que su corazón ni otra herramienta que una caja de fósforos y una colilla.

De pronto, y por desgracia, de uno de esos sacudimientos imprevistos de la Naturaleza se abre a sus pies un tercer abismo, en el cual se precipitaría irremisiblemente si diera un paso más hacia adelante.

¿Qué hace ese ciudadano en semejante situación? ¿Retroceder? No, porque el viaje es urgentísimo, y si no lo fuera, no habría acometido la empresa de echar por tan difícil y arriesgada senda.

Sin embargo, todas las demás salidas le están cortadas y no tiene a sus alcances el más leve recurso para salvar en el acto ninguna de las tres dificultades que se oponen a que siga adelantando en su marcha.

Un cobarde, en trance tan apurado, mordería el suelo por agarrarse más firme a los morrillos; un temerario, intentando salvar de un brinco el inesperado obstáculo, perecería en él; un estoico -indiferente al éxito de su primer intento-, un hombre prudente, se detendría a meditar sobre su situación, con el fin de arbitrarse recursos para vencer poco a poco los obstáculos que, por de pronto, se le presentaban como insuperables.

Háganse ustedes ahora la cuenta de que a El Tío Cayetano le ha llovido sobre la espinosa senda que, como periodista, recorría desde noviembre acá, uno de esos obstáculos tan inesperados como indestructibles; uno de esos inconvenientes que están fuera de los alcances de la humana previsión; uno de esos repentinos estorbos que no se vencen en el acto, ni con dinero, ni con sacrificios de ninguna especie, y díganme qué le toca hacer en tan supremo instante, no siendo, en su concepto, ni de los cobardes, ni de los temerarios, ni de los estoicos, sino de los prudentes del ejemplo citado.

En presencia, pues, de ese tan imprevisto como, por el momento, invencible contratiempo, El Tío Cayetano se detiene, bendice a Dios, que pudo haberle sepultado en el abismo, reflexiona con serenidad y espera. Si el contratiempo puede conjurarse, seguirá su interrumpida marcha; si, por el contrarío, aquél es más fuerte que todo el poder de su reflexión, abandonará la empresa y renunciará a recorrer el camino que le falta.

Que el inopinado suceso le contrista y le aflige, ¿a qué decirlo?

Cuando, movido sólo de su patriotismo y de su española hidalguía, se echó a recorrer el sendero, no podía imaginarse en sus modestas ambiciones que de todos los puntos de la Península habían de acudir espontánea y generosamente protestas de adhesión a su difícil empresa, formándole una corte de honor que jamás tuvieron los mismos generales libertadores, y eso que han pagado bien caras las que han podido agenciarse desde octubre acá.

Rodeado, pues, de simpatías, y en el colmo, vamos al decir, de la popularidad y de la fortuna, ¿cómo no lamentarse amargamente de la contrariedad que detiene sus pasos, aunque sea por breves momentos?

Porque El Tío Cayetano no se pertenecía ya a sí propio, sino a la multitud de conciudadanos que, con más empeño cada día, solicitaban su trato y su amistad.

Concibo en este instante las ventajas de una popularidad como la de Figuerola: el odio de los contribuyentes podrá perturbarle un tanto las funciones digestivas del pan del presupuesto, pero no le amargarán seguramente con la dulzura de su recuerdo la hora feliz de la caída.

Otra circunstancia contribuye no poco a su afición en tan crítico momento: el objeto principal de su viaje era llegar a tiempo a los funerales de la situación; y precisamente cuando el estado de ésta es gravísimo cuando el estertor de la agonía ha comenzado ya, cuando las narices se le afilan y se le encandilan los ojos y los dedos se le crispan, se ve obligado a detenerse.

¿Estaría escrito que yo, que reaparecí al estrépito de su nacimiento, no he de concurrir personalmente a su entierro?

Esta, duda es la que ha de aclararse cuando termine el alto que voy a, hacer en mí jornada.

Pero salud me dé Dios, y yo le prometo a la situación que, ausente o presente, no le han de faltar mis votos para que la losa que cubra su sepulcro se coloque de modo que no se la levanten a tres tirones las hienas que desean regodearse con su cadáver.

Y por si ni este consuelo me es dado, porque Dios me llame a sí antes del trueno gordo; por si, por esta razón, tampoco me es permitido el placer de volver a reanudar el interrumpido trato con mis queridos suscriptores, quiero que conste de la manera más solemne que ansío volver a la madre tierra envuelto en la honrada bandera que desplegué al renacer al mundo, en testimonio de que El Tío Cayetano, como los héroes de Cambronne, MUERE, PERO NO SE RINDE.



(De El Tío Cayetano, núm. 33.)

4 de julio de 1869.