Al Excmo. Sr. Duque de Frías en la muerte de su esposa
¿Quién a mi frente ciñe el funeral ciprés? ¿La destemplada lira de Young entre mis manos yertas quién viene a colocar? ¿Quién a mi pecho pide lúgubre canto? ¿Quién agolpa a mis párpados el llanto? Santa amistad, perdona. Si alguna vez a tu celeste influjo pude el canto ensayar, destellos eran del juvenil ardor: nunca del genio la antorcha refulgente con su lumbre inmortal ardió en mi mente. A tu demanda en vano llamo la inspiración: lágrimas sólo, lágrimas te daré. Si el llanto es digno tributo a la beldad que hundió en la tumba la Parca devorante, ¡ay! yo la lloraré: ¡que otro la cante! A la hermosura, al alto ejemplo de virtud, dotes que unidas ve el mundo rara vez, ¿qué humano pecho niega su admiración? Hijos de Iberia, que el sacro Pindo inspira, piedad enmudeció: pulsad la lira. Sonó el himno: Barcino, Madrid, y el Sena y el Adur lo oyeron. en el inerte mármol, en el mudo lienzo, al olvido de la tumba arranca su forma peregrina, su celeste beldad, arte divina. ¿Cuál es tu triunfo, oh muerte? ¿De tu falsa victoria cuál trofeo es el que arrastras al sepulcro? En vano allí tu triste víctima sepultas: de tu centro profundo rayo consolador refleja al mundo. Así después que cruza por el tendido cielo el sol radiante y en los abismos de la mar se esconde, melancólica, blanda, halagadora luz a la tierra envía, dulce recuerdo del ardiente día. ¡Lloras, mi dulce amigo! Llanto y no más a su memoria, estéril holocausto será: más alta ofrenda pide a tu amor: quien el consuelo hermoso de la virtud ignore, a su muerta beldad eterno llore. No tú, que de los cielos el numen recibiste que tu nombre hará inmortal, y lauros militares que tu diestra ganó, y en bien del pobre dones de la fortuna, y heredado blasón de ilustre cuna. ¿De labios más queridos oírlo quieres? Ven: allí se eleva el gótico recinto: allí dirige tu planta: llega: sobre el fuerte quicio las cinceladas puertas por invisible impulso mira abiertas. Traspasa los umbrales. Lámpara funeral su tembloroso rayo refleja en el bruñido mármol de ostentosos sepulcros: en su centro los restos venerables yacen de los antiguos condestables. Mas tus inquietos ojos buscan la tumba de tu amor. -Escucha: sordo ruido en su profundo seno se deja percibir... Álzase en ella sobre la abierta losa una matrona. Mírala: es tu esposa. De sus hombros desciende cándido lino hasta la planta: el negro cabello ondea en su marmórea espalda: pálida majestad su noble frente y sus mejillas tiñe: la corona ducal sus sienes ciñe. Y con solemne acento así te dice: -«Treguas, caro esposo, treguas a la aflicción; harto bañaste de amargo llanto el solitario lecho: tú que lloras mi suerte, ¡si el triunfo vieras que nos da la muerte! Aquí no turba el alma el tronante cañón, la asoladora lanza que salpicó de humana sangre los pacíficos campos donde alzamos, bajo el pajizo techo, de nuestro mutuo amor el primer lecho. La envidia ponzoñosa, la calumnia procaz, la tiranía, la bajeza servil, del mundo, sólo del mundo son: la adulación traidora, que honor mentido ofrece, en la losa del túmulo enmudece. Mas no con llanto estéril: con la virtud conquistarás, esposo, este ignorado mundo de delicias. Virtud costosa, sí; que esta diadema, tanto del hombre ansiada, al bajar a la tumba, ¡cuán pesada! No el velo misterioso me es dado alzar. -¡Adiós! -Conmigo un día en lazo eterno...» Enmudeció la sombra y hundiose en el sepulcro; y aún su acento «¡Virtud, virtud!» clamaba: «¡Virtud, virtud!» el templo resonaba.
Julio de 1830