Al Ecce-Homo
de Fernán Caballero


 El lisonjero juez   
 que para su rey ha habido    
 por interés de su gracia    
 y por no perder su oficio.    

 En un balcón de su casa,   
 azotado y escupido,    
 para que el pueblo le vea    
 puso al inocente Cristo.    

 Después de noche tan fiera,    
 amanece el sol teñido   
 de sangre, y en vez de rayos,    
 puntas de juncos y espinos.    

 A las llagas de su cuerpo,    
 pegado un rojo vestido,    
 que también lo hicieran rojo  
 si fuesen blancos armiños.    

 Veis aquí, les dice, el hombre    
 a quien desde el cielo dijo    
 con su voz el Padre Eterno:    
 «Este es mi hijo querido,   

 »aquí le traigo enmendado».    
 ¡Oh! ¡Qué extraño desatino!    
 Enmendar su hijo a Dios,    
 tan bueno y tan infinito.    

 Quita, quita, le responden  
 viejos, mancebos y niños.    
 Muera, muera, muerte infame,    
 pues hijo de Dios se hizo.    

 ¡Ay! ¡Jesús! Hijo de Dios,    
 que este nombre y apellido  
 no lo tenéis vos hurtado,    
 pues sois igual con Dios mismo.    

 Virgen santa, decid vos    
 lo que el ángel os ha dicho,    
 y de Cristo los profetas    
 dijeron por tantos siglos.    

 Y que ese preso azotado    
 es aquel que cuando niño    
 adoraron los tres reyes,    
 y le llevasteis a Egipto.   

 Abonadle, Virgen bella,    
 decid que de Dios es hijo,    
 que puesto que sois mi madre,    
 bien valéis para testigo.    

 Abonada sois, Señora,   
 todo el bien de vos nos vino,    
 bienaventurados os llaman    
 cuantos son, serán y han sido.    

 Decid vos que es el cordero,    
 Bautista, aunque sois su primo,  
 que quien por verdades muere,    
 bien merece ser creído.    

 Decid, ángeles hermosos,    
 que este es el mismo que vimos    
 nacer de amor abrasado,  
 aunque temblando de frío.    

 Decid Pedro, Juan y Diego,    
 que a su padre habéis oído,    
 que es su hijo, en el Tabor,    
 si el miedo os deja decirlo.  

 Llegad presto, que dan voces    
 en aquel falso concilio,    
 para que la vida muera,    
 que es Dios sin fin y principio.    

 ¡Ay! Virgen, mirad que quitan   
 a un fiero ladrón los grillos,    
 y a Jesús ponen al cuello    
 la soga de mis delitos.    

 Paréceme que decir    
 gloria de los ojos míos,  
 más quiere el mundo un ladrón    
 que a Vos, cordero divino.    

 Mientras le dan la sentencia,    
 almas con tristes suspiros,    
 decid a su Eterno Padre  
 que se duela de su hijo.    

 Señor, aquí está el esclavo,    
 yo soy de la muerte digno,    
 pero está cerrado el cielo,    
 no querrá su padre oíros.  

 Y más que si Vos causáis    
 su muerte, estará ofendido    
 de que habléis por su inocencia,    
 siendo el dueño del delito.    

 Volved a la Virgen Santa,   
 y acompañad su martirio,    
 que también mata el dolor    
 donde no llega el cuchillo.