Al águila del norte

Al águila del norte
de Clemente Althaus


¡Oh tú que al ave celestial excedes
que en sus garras, de horror sobrecogido,
arrebató al Olimpo a Ganimedes!
¡Pues alegra la paz tu dulce nido,
ya por los aires remontarte puedes!
Tiemblen las aves y orgullosas fieras,
y ponzoñosos lúbricos reptiles,
cuando las corvas uñas justicieras
y el pico agudo en tu peñasco afiles,
y, llamando a la lid, el viento hieras.
de tus inmensas vigorosas alas
tiemblen el raudo portentoso vuelo
con que deshecha tempestad igualas,
y ya desciendes, como rayo, al suelo,
ya el más remoto firmamento escalas.
Estremecida de voraz deseo,
lanzar te escucho ensordeciente grito,
y el vuelo altivo remontar te veo,
cual devorar queriendo lo infinito:
consuelo a justos y terror del reo.
Al triste Azteca, sin ayuda y flaco,
ya te miro valer en su abandono,
con que mis ansias y dolor aplaco;
y en su sangriento mal seguro trono
miro temblar al miserable Austriaco.
Mas, apenas la Fama le pregona
que a la lid vengadora te previenes,
su mano el cetro trémula abandona;
y al suelo cae de tan viles sienes,
al aire de tus alas, la corona.
Será de tu valor lauro segundo
que libre se alce la mayor Antilla;
ni mire gente alguna el Nuevo-Mundo
que doble al extranjero la rodilla
en su suelo vastísimo y fecundo.
Traspasa luego el líquido elemento
que da al dorado sol tumba de plata,
y, conquistando un nuevo firmamento,
de tus garras coléricas desata
el rayo agudo, de partir sediento.
Trazando angosta luminosa senda,
y leves alas de rojiza llama
batiendo rapidísimas, descienda
donde el delito su caída llama
y aguarda ya la punición tremenda.
Sobre altaneras coronadas frentes
ante quienes humillan los hinojos
de Europa sierva las cobardes gentes,
agota los flamígeros manojos
de tus trémulos rayos impacientes.
Y mantos ardan, joyas, pedrerías,
palacios, tronos, cetros y coronas;
y a las cárdenas llamas y sombrías
del vastísimo incendio que ocasionas,
brillen las noches cual siniestros días.
Tú desde lo alto con feroz recreo
verás la horrible hoguera a quien atiza
el sonante huracán de tu aleteo,
hasta que humosos mares de ceniza
sean de tu ira aterrador trofeo.
Y, prosiguiendo tus tremendas sañas,
ya te miro del Águila Francesa
y del soberbio León de las Españas
en el seno clavar la aguda presa,
y abrirles con tu pico las entrañas.
Nada resiste a tus justicias, y hasta
el Leopardo domador Britano
y ese a quien arma solitaria un asta
la altanera cerviz, sienten que en vano
al valor tuyo su valor contrasta.
¡Ministra de la cólera divina
que con delitos tantos ya rebosa!
Amaga, aterra, hiere y extermina,
y cumpla tu venganza misteriosa
de lo pasado la fatal rüina.
Pero, después que al crimen enemigo
abra tu enojo eterna sepultura,
y escarmiente a la tierra tu castigo,
América feliz duerma segura
de tus inmensas alas al abrigo.


(1865)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)