Aita Tettauen/Tercera parte/I
Tercera parte - Capítulo I
editarTettauen, mes de Rayab de 1276
En el nombre del Dios Clemente y Misericordioso.
He aquí la historia que para recreo del Cherif Sidi El Hach Mohammed Ben Jaher El Zebdy, escribe su amigo y protegido Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El Nasiry.
Es esta la guerra del Español desde que apareció en el valle de Tettauen, y se refiere con verdad y estimación natural de todos los hechos presenciados por el narrador, para que los venideros conozcan la brava defensa que de su religión venerada hacen los hijos de El Mogreb El Aksá.
Nuestros aborrecidos hermanos, los de la otra banda, los hijos del Mogreb El Andalus, avanzaron desde Sebta hasta El Medik, sosteniendo combates terribles con nuestros valientes montañeses y tropas regulares. El número de cristianos que perecieron en aquellas refriegas no se puede calcular; los moros perdimos escaso número, y en casi todos los encuentros quedábamos vencedores. El avance de los españoles, tras tantos descalabros, y su paso de un terreno a otro, no se explica sino por combinaciones astronómicas, mágicas y cabalísticas, cuyo secreto tienen aquellos Generales y que los nuestros no han podido penetrar. El enemigo consulta de día la marcha del Sol; de noche las posiciones de los astros que esmaltan de bellas luces el firmamento, y combinando estos signos con las cifras y figuras que en unos deformes libros traen, del estudio de todo ello sacan la pauta de sus movimientos, que siempre resultan hacia adelante, nunca hacia atrás.
Pero estas artes mágicas no les valdrán: para desbaratarlas y confundir a los infieles, nos basta con las dotes singulares de nuestro caudillo Muley El-Abbás, asistido de las bendiciones de Allah, que le tiene por ejecutor de sus altos designios. Si es fuerte con su espada, no lo es menos con sus oraciones. En ellas dice: «¡Oh profeta, excita los creyentes al combate! Veinte hombres tuyos aniquilarán a doscientos infieles...». En el alto de Kal-lalin, que los enemigos llaman Torre Geleli, tiene su campamento el hermano del Sultán, y desde allí, con el milagroso anteojo de aumento que le regaló el Inglés, observa las posiciones y movimientos de los infieles. Nada se le escapa; no se mueve una mosca en el campamento cristiano, sin que nuestro General se entere, asistido además por referencias que le traen numerosos espías, ora renegados, traicioneros a su patria, ora fieles berbiriscos que, fingiéndose locos o enfermos, van a mendigar al campo español.
¡Loor a Allah único! He visitado al Príncipe marroquí en su lujosa tienda: la confianza brilla en su noble rostro; ha preparado tan bien sus planes, que ya no tiene nada que hacer, y espera tranquilamente que el enemigo se mueva, para disponer salirle al encuentro y atajar sus pasos. Confiado en la protección del Cielo, no sólo practica la oración mañana y tarde a las horas que marca la ley, sino que recomienda a sus ascaris y a los jefes de ellos que ante todo cuiden de practicar la oración... En el momento del combate, mientras unos pelean, otros deben rezar... alternando en la matanza y en el rezo. Por eso les dice: Allah es vencedor...
Los infieles ocupan su tiempo en ridículos preparativos. Han levantado un fuerte que llaman de la Estrella, donde se les ve afanados en trabajos semejantes al trajín de las hormigas... Sabemos que al campo de O'Donnell ha llegado un Príncipe francés, emparentado con la familia Real de España 1; es hijo de un hermano del esposo de la hermana de la Reina, y parece que trae la misión de instruir a los españoles en ciertos particulares de la guerra del Francés en Argelia... inútil ciencia, pues lo que venció a los argelinos fue su falta de fe y no el valor de la Francia. No hay semejanza entre la Argelia y El Mogreb, pues este antes que militar es creyente, y perdura en las vías de Allah... Allah es la fuerza; Allah es la astucia militar y el amparo de las naciones... Aguardamos, pues, tranquilos el choque de armas que ha de poner fin a esta guerra... Los infieles perecerán en las lagunas de Guad-el-Gelú como en las aguas del mar Bermejo pereció Faraón, cuando iba en perseguimiento de los hijos de Israel, conducidos por Moisés o Mouçá.
Alabanzas a Dios Misericordioso, que ayer ordenó el movimiento de nuestros Ejércitos. Queriendo ver de cerca la gloria del Islam, me agregué al séquito del victorioso Muley El Abbás... El día era hermoso, día dispuesto por Allah con todo esplendor de luces y limpieza de ambiente para que el triunfo fuera más visible en la tierra y en el cielo. Muy temprano vino del campo español ruido de salvas. Nadie sabía la razón de aquel cañoneo; yo, que por mis aficiones al estudio entiendo un poquito de la historia de nuestros enemigos, expliqué el suceso brevemente. El día de ayer corresponde a un día en que los cristianos aclaman y santifican a los reyes suyos que se llamaron Alfonsos, y al Príncipe heredero de la Corona, que también lleva este nombre... Desde que oyeron las salvas querían nuestros valientes guerreros lanzarse a destruir el fuerte que los hispanos construían; mas el General tuvo especial empeño en contenerlos, a fin de madurar el plan de ataque, y disponer las fuerzas del modo más conveniente para quitar a los españoles el fuerte. No cesaba de mirar al campo y a las posiciones de ellos, como si con sus ojos asistidos del catalejo quisiera medir las distancias, y anticipar los pasos de unos y otros. Yo admiraba su celo por la causa de la fe, y la paciencia que ponía en ordenar sabiamente sus disposiciones. Por fin, al filo de mediodía soltó El-Abbás la gente de a pie que se abalanzó contra la izquierda de los españoles, y mientras estos respondían al ataque avanzando hacia nosotros, nuestra Caballería se lanzó como tempestad para embestir por su flanco derecho a los infieles. ¡Qué hermosa carrera la de tantos hombres a caballo, enardecidos y locos de ira contra la usurpación! Caballo y jinete parecían en cada uno de una sola pieza, y en esta un corazón ardiente irradiaba el fuego de la pasión guerrera. Nunca vi Caballería más fiera y gallarda. ¡Loor...! La paz sea con el que sigue el buen camino.
Descollaban en aquel volador enjambre los facíes o jóvenes voluntarios venidos de Fez, de Zarhun y de Ait Yamuz, con vistosos arreos y pulidas armas, y furibundas ganas de morir por la fe. A esta noble y distinguida tropa pertenece el ya famoso guerrero El Horain, apodado Abu-Riala, que en las acciones de Cabo Negro realizó prodigios de valor y temeridad sólo comparables, según se dice, a las hazañas de los compañeros del Profeta. Cuentan que en lo más recio de las peleas se arroja este divino Abu-Riala (el del duro) en medio de las filas enemigas, tremolando un pendón amarillo, sin otra fianza que su esforzado corazón y el ardimiento de su caballo. El grito de guerra, para llevarse tras sí a los que quieren ser émulos de su valor, es este: Adelante; yo soy vuestro escudo invulnerable. Sobrenatural prodigio es que vuelva siempre sin que le causen la menor herida ni las balas ni el acero de los españoles... Debemos explicar este milagroso caso por la protección que dan los invisibles ángeles guerreros al bueno, al creyente y heroico soldado de Allah.
Desde mi puesto en el séquito del General contemplé la fogosa Caballería. Los de vista larga que me rodeaban gritaron roncos de entusiasmo: «Allí va el santo combatiente, el gigante Abu-Riala, corazón de Dios y brazo del Profeta. Ved su estandarte amarillo; ved su mano poderosa señalando al Cielo; ved la cabeza de su caballo hendiendo las filas españolas». Esto me decían que viera y mirara; mas yo no veía sino una confusión de patas de animales, y de cabezas y brazos de hombres corriendo en espantoso torbellino. Yo miraba más bien hacia mi derecha, donde ocurría lo más interesante de la acción. Por lo poco que vi y lo poco que me decían, entendí que un gran número de españoles se metió en un terreno que había sido encharcado previamente, sangrando el Alcántara. La risa que soltó el General me indicó que allí les quería ver, y que la entrada de los españoles en los pantanos era el error por él previsto, y por su astucia preparado para ganar fácilmente la batalla...
Las exclamaciones gozosas de nuestra gente indicáronme que estaban cogidos en la trampa los pobres españoles, y que ya no teníamos que hacer más que una cosa bien fácil: rematarlos allí tranquilamente y sin riesgo. Mas lo que yo creí cacería de patos, fue cosa distinta: los malditos patos, o sea españoles, formaron con gran presteza el cuadro, táctica que no se ha enseñado a los de acá, y fortalecidos de este modo, no pudo hostilizarlos la Caballería por la blandura del suelo en que tenía que maniobrar. Quedaba, sí, el recurso de atacar el cuadro a pie: ya iban a ello nuestros valientes moros; ya se cruzaban armas con armas; ya caían algunos de allá con las cabezas hendidas, y los de acá con las barrigas ensartadas... Teníamos gente de sobra; podíamos dar cuenta de ellos... pero ¡ay!, Satán maldito, que rara vez deja de introducirse en estas decisivas luchas, tomando partido por los infieles, puso en movimiento a la muchedumbre de tropas del llamado Tercer Cuerpo, para venir en socorro de los que tenían jugada la vida en el pantano... ¡Allah disperse a los injustos!
Aterrado vi yo las tropas a pie y a caballo que venían como a distancia de dos tiros de fusil. Pareciéronme millones de hombres, y a medida que su paso veloz acortaba la distancia, se me representaban en mayor número. Con risa de júbilo, Muley Abbás y los que le acompañaban exclamaron: «No pueden, no pueden llegar a socorrerlos...». «¿Por qué?...». «Porque entre esas tropas y el terreno fangoso donde está el cuadro no hay más que pantanos, lagunas hondas, donde perecerán sin remedio. ¡Allah los precipite!». Evidente, como los hechos fatales de la Naturaleza ciega, parecía esto; mas no lo fue, porque Satán perverso, enemigo de los creyentes, lo arregló de modo que los españoles que venían al socorro no temieran meterse en el agua hasta la cintura... Yo les vi, nadie me lo contó... yo les vi atravesar las charcas, alzando los brazos para que no se les mojaran el fusil y los cartuchos que en sus manos traían... y en esta postura hicieron un fuego tan horroroso contra los nuestros, que no parecía sino que el Infierno desataba toda su furia.
Personas prácticas del campamento, que ya conocen a todos los caudillos españoles como si los hubieran parido, me contaron por la noche que vieron al General Ros de Olano, al Brigadier Galiano, y al propio General O'Donnell, atravesar la laguna con el agua hasta la cincha del caballo, dando a todos ejemplo de valor, y arengándoles con voces roncas para que no temieran al agua, como no temían al fuego. ¡Ah, sin las artes infernales empleadas en favor vuestro por maléficos espíritus, qué sería de vosotros, pobres hijos de España!... Esto pensaba yo, caído en gran tristeza al ver que nuestros montañeses bravos y nuestros atrevidos jinetes facíes se retiraban hacia las posiciones próximas a Torre Geleli; y buscando, según mi costumbre, la causa recóndita de los hechos, me decía: «¿Cómo es que esas lagunas que teníamos por profundas, y que lo eran según el dicho de hombres entendidos en cosas de la Naturaleza, han resultado con hondura no mayor que la de medio cuerpo de un hombre? Misterios son estos que no desentrañaremos mientras no nos sea dado penetrar los designios del Dios Único, que gobierna el mundo así en las grandes como en las pequeñas cosas. Huir del examen y conocimiento de tales honduras es el verdadero principio de sabiduría que debe guiar al hombre discreto y virtuoso».
Pregunté por Abu-Riala, no bien llegábamos a nuestras tiendas, y me dijeron que había consumado aquel día descomunales proezas, matando a multitud de cristianos, sin que le tocara el más leve rasguño. El corcel que montaba fue menos dichoso: quedó muerto. Para consolar al guerrero de esta pérdida, mandó Muley El Abbás que se le diese uno de los mejores caballos que tenía para su servicio, y luego ordenó que las músicas fueran a tocar junto a la tienda del héroe; honor y merced con que se hacía pública la virtud y merecimientos de un hombre tan excelso. Hasta hora muy avanzada de la noche oímos los dulcísimos acordes de las chirimías, pitos y tambores que daban serenata al soldado del Cielo.
No obstante ser considerables las pérdidas del Ejército de la fe en aquel día, no advertí descontento en los valientes soldados de a pie y a caballo. Por la noche, comentando la batalla, predominaba la opinión de que había sido victoria manifiesta, y no derrota como creían los menos en número, y los mal pensados y agoreros. Cierto que no habíamos tomado el fuerte de la Estrella; mas los cristianos no habían avanzado una pulgada en sus posiciones... Cada paso valle arriba les había de costar muy caro... Debíamos dejarles subir, internarse, para exterminarles más a gusto. Esto decían. ¡Dichoso pueblo, que con el fuego de la creencia en Dios enciende el de la confianza en sí mismo! Nada teme: los obstáculos le enardecen. Nunca espera lo malo: sus ojos, iluminados por la fe, ven con tintas de rosa y azul los días venideros. ¡Pueblo noble y santo, digno de dominar toda la tierra!
¡Loor al Muy Alto! Invitado a cenar con el Príncipe, encontrele sombrío, como si no estuviera satisfecho del giro que llevaban las cosas de la guerra. Contaba, sí, con mayor contingente de tropas, que el Sultán le mandaría bajo la bandera del Príncipe Muley Ahmed Ben Abderrahman; contaba con el valor indomable de los montañeses, de los facíes y demás elementos de su Ejército; mas no tenía tranquilidad, viendo la creciente arrogancia de los españoles, sus obras de atrincheramiento, su poderosa artillería, y la perseverancia calmosa con que iban conquistando el terreno. A esto le dije yo, para consolarle y levantar su ánimo, que la acción de aquel día me revelaba poca decisión de los cristianos para seguir adelante. Aparentaban más fuerza de la que tienen, y tras de su afectado coraje, se advertía el cansancio, y las ganas de volverse a su país. Movió la cabeza Muley El Abbás con expresión de tristeza dubitativa, y yo proseguí con mayor fuego de persuasión: «Creed que si alguna ventaja obtienen los enemigos de Allah, es porque Allah les favorece en apariencia para estimular el ardimiento de los fieles. Así el Profeta, en sus luchas contra los traidores, no se acobardaba ante los avances de estos, sino que les dejaba llegar hasta donde podía destruirles sin que quedara uno solo para contarlo. En el Libro Santo encuentro ejemplos mil de esta consoladora táctica del Único Dios. Ya sabéis que está escrito: «Satán había preparado sus batallas, y les decía: soy vuestro auxiliar y os hago invencibles. Mas llegado el momento, les volvía la espalda diciéndoles: Pereced ahora y sufrid los terribles castigos de Dios...». Seguid leyendo, y veréis que está escrito: «Hiriéndoles en el rostro y en el pecho, los ángeles quitan en un punto la vida a todos los infieles... y les gritan: Id a gustar las penas del Infierno».