Aita Tettauen/Segunda parte/VIII

Segunda parte - Capítulo VIII

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Ya el Tercer Cuerpo acampaba en el cerro de La Condesa, como a una legua del valle de los Castillejos; ya se había recorrido más de la mitad del camino de Ceuta al valle de Tetuán; los africanos, no repuestos aún del susto que les dieron Prim, Zabala y O'Donnell el 1.º de Enero, atacaban tímidamente y en corto número, asomándose por los montes y volviéndose a meter en ellos. Guardaban sin duda sus ardides astutos para Monte Negrón, fortaleza natural de pura roca, con picachos y cavernas de inestimable valor en las emboscadas y sorpresas. ¡Adelante, adelante! España, que tan formidables obstáculos había vencido, no se detendría ya por un monte más o un monte menos interpuesto en su camino... El avance del Ejército traería la forzosa incomunicación terrestre con Ceuta. Una escuadrilla mercante y algunas goletas de guerra llevarían las provisiones a puntos abordables de la costa.

Confiaba Leoncio en que su pierna se portaría como una pierna decente, no poniéndole en el duro trance de ser retirado de la campaña. Santiuste, que desde el 3 empezó a sufrir calenturas, se avino a ser transportado con su amigo en la impedimenta. En las horas que la fiebre le acometía, su espíritu se aplanaba en una indiferencia perezosa y lúgubre, y lo mismo le importaba separarse del Ejército que permanecer en él. Considerábase como un fardo inútil, y ni aun se sentía con alientos para escribir a sus amigos y cumplir el único deber que al África le llevara. Perezoso era de la acción muscular, no de la mental, ni tampoco de la palabra, pues llevado con su amigo en lomo de mulas por ásperos caminos, discurría con extraordinaria fecundidad, y no daba paz a la lengua para sacar al exterior sus alambicados pensamientos. Apóstol convencido de la Paz, todo lo de la guerra le tenía ya sin cuidado... Oían por el camino tiros lejanos. ¿Qué pasaba? Que el General Ros rechazaba gallardamente al Moro en las alturas de La Condesa; que el General García, Jefe de Estado Mayor, hacía un reconocimiento en el imponente paso de Monte Negrón... Nada de esto le interesaba, y por decirlo con honrada ingenuidad, tenía con su amigo Leoncio fuertes peloteras.

El radical cambiazo en los sentimientos y en las ideas de Santiuste, llevándole del nacionalismo épico a las amplias miras humanas, no secó en él la vena rica de la elocuencia. Y aunque esta y los tópicos de patriotismo parecían de igual naturaleza y tan trabados entre sí que no podían separarse, ello es que las ideas cambiaron sin que la expresión de las nuevas fuera menos hermosa. Elocuente era Santiuste aun después de arrancar de su cerebro lo que él llamó después talco y lentejuelas históricas; elocuente al desechar ese tono colérico que informa las manifestaciones del patriotismo agudo, y al adoptar los tonos tranquilos del que excluye en absoluto de su doctrina la muerte airada de nuestros semejantes.

Tanto como en él aumentaba la pereza de escribir, acrecía la facultad oratoria. Escribiendo no esperaba convencer a nadie; hablando, a todo el mundo convencería. ¡Ah, si él pudiera explicar verbalmente a Lucila su metamorfosis, mostrarle su corazón inflamado en el amor de la paz, desplegar ante ella los mismos razonamientos que él se había hecho para llegar a su presente estado mental, cuán fácilmente la persuadiría! Porque Lucila y él, sin haberse declarado su conformidad y semejanza, eran dos almas parejas y armónicas, con un solo sentimiento para las dos. Pensando en esto, el pobre poeta se lamentaba de su incapacidad para convencer a su amiga por escrito... Además, para escribirle de estas cosas necesitaba una confianza que aún no tenía; ponerse en concierto de amor, declarando él el suyo, y esto no debía intentarlo mientras no estuviese más avanzada la viudez de la dama. Aún no era tiempo de romper la delicada etiqueta con que se trataban. Por el momento bastaba con graciosas insinuaciones que la llevaran gradualmente a conocer la verdad. Esto lo hacía en todas sus cartas, meditando mucho lo que decía para que el agudo Vicentito, picado de curiosidad, no hiciese a su madre preguntas que habían de turbarla. Una sola vez había Lucila contestado a las cartas del trovador, y se mostraba muy afectuosa, interesada vivamente en la salud del fiel amigo. Y entre otras expresiones de ternura disimulada, le decía: «Por Dios, Juan: no se ponga en ningún sitio donde corra peligro, que su vida es más preciosa de lo que usted cree. Usted no es militar, sino cantor de las glorias militares; y si en la guerra no puede ver estas para cantarlas, cántelas por lo que le cuenten; y en último caso, mande las glorias a paseo, que antes que ellas es usted y el deber en que está de volver acá sano y salvo».

Esto le decía la hija de Ansúrez, ¡y con cien mil de a caballo (como decía Alarcón), que era bastante expresivo! ¿Cómo dudar que en esta frase se dejaba caer del lado de la paz, y que ponía las glorias en el secundario lugar que les corresponde, siempre más bajas que la vida humana? Cuando Santiuste se veía solo y abrumado de tristeza, no tenía más consuelo que pensar en aquel ídolo distante, y anticipar con la imaginación los hermosos conceptos con que, después de conquistarla para su amor, la conquistara para sus ideas.

«¿No escribes, Juan? -le dijo Leoncio una tarde, cuando llegaron al descanso de la tienda tras un molesto viaje-. Te recuerdo tus obligaciones, porque veo que te descuidas en ellas. La goleta Rosalía, que pronto llegará con víveres, llevará tus cartas y la mía, porque yo escribiré también. Cuidado, Juan: si en tu carta me nombras, di lo mismo que yo: que estoy bueno, y que no he tenido ni un rasguño. ¡Buen susto se llevaría mi pobre Mita si dijeses otra cosa!».

En esto franquearon las tropas, sin ningún tropiezo, el desfiladero entre Monte Negrón y el mar, tránsito arriesgadísimo que facilitó el General García con la batida impetuosa que dio a los moros aquella mañana. Ya llegábamos al valle de Asmir o del Río Capitanes, planicie baja, fangosa, encharcada en parte, en parte poblada de juncos, lugar de desolación, donde la hispana Providencia se despidió de nuestras tropas diciéndoles: «Caballeros, ahí os quedad ahora, y yo me voy, que todo no ha de ser bienandanzas y chiripones... Y para que hagáis prueba de vuestro tesón y cristiana paciencia, voy a desencadenar hoy mismo, con permiso de Dios, uno de los más terribles Levantes que aquí tenemos para uso de los providenciales designios, y el viento y la mar no permitirán que os llegue el auxilio de víveres que de España se espera. Resignaos, y llevad como podáis el ocio de vuestras armas y de vuestros dientes en esa inhospitalaria marisma».

Violencia horrible trajo el temporal desde su primer soplo. Trataban los soldados de armar las tiendas, y una mano airada, invisible, arrebataba las lonas y palitroques de que aquellas frágiles casas se componen. Ninguna fuerza humana podía contrastar el empuje del viento, que para causar mayor estrago se traía torrentes de agua, torrentes de granizo, con fragor espantable que sobrecogía los más firmes corazones... Y los hombres desdichados que sufrían estas iras de la Naturaleza, igualándose todos en el padecer, pues las jerarquías se borraban ante tamaña desventura, perdían la última esperanza viendo el mar tan inclemente como el cielo. Desde su mojado campamento miraban las olas furiosas; veían estrellarse contra las peñas, a media legua por el lado Norte, la goleta de hélice Rosalía, cargada de víveres para el Ejército... Lo más que pudo hacerse fue salvar la tripulación y papeles. Todo lo demás se lo tragó el mar a la vista de los hambrientos y ateridos soldados españoles.

Y como el aspecto del mar era cada hora y cada día más imponente, ¿de dónde había de venir el socorro, si España no podía mandarlo? Las raciones se acortaban; pronto se acabarían en absoluto. Hombres y caballos se veían amenazados de inanición, de muerte... La sangre se empobrecía, la pólvora se mojaba, los corazones eran un puro estropajo, los rayos de la guerra se convertían en pajuelas húmedas, y las almas guerreras en espectros que se asustaban unos a otros... La desolación tomó al segundo día de huracán caracteres siniestros. Los individuos más decidores apenas hablaban; cada cual consideraba en sí mismo el pavoroso infortunio, sin pedir impresiones a los demás por miedo a recibirlas peores que las propias... Los sanos parecían enfermos, y los enfermos y heridos, cadáveres que por milagro hablaban y se movían.

Arrojados de su tienda, que el viento desgarró, Leoncio y Juan se refugiaron en otras mal sostenidas con refuerzos de madera y cuerdas; las destinadas a hospitales no podían ya con más inquilinos; mezclados estuvieron los heridos con los coléricos, hasta que se ordenó separarlos, sin que la separación, por entorpecimientos materiales, pudiera ser un hecho. Prefería Santiuste salirse al campo envuelto en su manta, y aguantar allí el azote de la lluvia y el viento, a permanecer en un estrecho local donde sólo se oían quejidos de enfermos y moribundos, y el continuo lamentar y maldecir de los que no recibían lo preciso para satisfacer su hambre. Las raciones de galleta húmeda amenguaban de la mañana a la tarde, y los cocineros anunciaban la terminación de toda comida caliente por las dificultades de encender lumbre y de encontrar combustible en aquellos pantanos. Algunos soldados que querían vivir a todo trance, bajaban a la playa en busca de mariscos, y escurriéndose entre las peñas, encontraban lapas, erizos y caracoles con que engañar su rabioso apetito.

Hecho un ovillo, arrimado al socaire de una de las tiendas que parecían más sólidas, Santiuste conllevaba cristianamente su honda tristeza, su inanición y su calentura. La quietud en que se mantenía, ayudábale al adormecimiento que le hacía olvidar la realidad o apartarse de ella. Entregábase con deleite a la modorra febril, deseando que no tuviera fin y que le llevase al descanso eterno. Los efectos combinados de la calentura y el pensar producían en él un estado parecido al nirvana, o el éxtasis que transporta al cielo las almas semíticas sacándolas temporalmente de sus cuerpos extenuados.

Flotaba el desdichado poeta y orador en regiones aéreas, donde veía las cosas humanas en distinta forma y sentido del que abajo tienen. La gallardísima temeridad del General Prim, el día de los Castillejos, que más de una vez se había reproducido en el cerebro de Juan, inflamado por la fiebre, reapareció aquella tarde con mayor fijeza y colorido más real. El soñador se reconocía moro, sin recuerdo ninguno de haber sido español, y entre los moros combatía... Ya tenían los muslimes acorralados a los castellanos; ya les llevaban por delante, haciéndoles retroceder más allá de sus primeras posiciones, cuando de improviso vieron que se les iba encima, como descolgándose de los aires, la figura de Prim a caballo, blandiendo en una mano la espada fulgurante, en otra la bandera de Castilla... Y no era la figura del tamaño común de los hombres y de los corceles, sino veinte veces mayor: cada casco del caballo, al caer sobre los moros, aplastaba un gran número de ellos. El mismo efecto de magnitud olímpica hacía Prim entre los españoles, que, viéndose conducidos por caudillo sobrenatural, se creyeron de la misma talla, y de vencidos se convirtieron al instante en vencedores... En este punto, el soñador no era moro ni cristiano, sino un vulgar espíritu crítico, que diputó el engrandecimiento de la figura del Conde de Reus como un efecto subjetivo en la retina y en el alma de los combatientes embriagados por la lucha, y esta idea le llevó prontamente a ver claro que la aparición del Apóstol Santiago en Clavijo fue un caso semejante. Sin duda, en el Ejército del Rey de León hubo un Prim, que en un momento propicio a las alucinaciones, produjo en todos, moros y cristianos, la ilusión perfecta de lo sobrenatural, terror para unos, enardecimiento para los otros... El furor del combate ciega y enloquece a los hombres... Los hombres que creen firmemente en los milagros, los hacen...

Una mano vigorosa, sacudiendo a Santiuste, cuyo flácido rostro en el lío de la manta casi desaparecía, le hizo al fin despertar... Al abrir los ojos vio un rostro desconocido, y oyó una voz que le decía: «Juan, ¿qué es eso? ¿Estás muerto, o quieres estarlo?».

La cara del que así hablaba no fue tan desconocida para Juan al poco rato de fijarse en ella: habíala visto alguna vez; pero no acertaba, no daba con el nombre correspondiente al rostro que veía... Como el otro siguiera tratándole en tono familiar y cariñoso, el poeta frustrado le dijo: «Tenga la bondad, caballero... la bondad de decirme quién es usted... porque yo... maldito si lo sé».

-Soy Rinaldi, Aníbal Rinaldi... intérprete del General en Jefe.

-¡Ah!, ya voy recordando... Hablas muchas lenguas... ¿Y qué se ofrece con tantas lenguas?

-Se ofrece que te he buscado toda la mañana... Ese chico armero, Leoncio, me dijo que te había perdido de vista. Yo te busco para favorecerte, para darte algún socorro... El General Ros de Olano ha dispuesto repartir entre los enfermos más necesitados los pocos víveres selectos y algunos vinos superiores que le quedan de su repuesto particular. Lo mismo ha hecho el General en Jefe... O'Donnell y Ros de Olano, como buenos padres del Ejército, quieren que en esta calamidad tan espantosa no haya distinción entre pobres y ricos, que todos sean iguales, y que los más desvalidos sean los primeros en disfrutar lo poco que Dios y el temporal nos han dejado. Ven... no tienes que andar mucho... levántate... apóyate en mí...