Aita Tettauen/Segunda parte/V
Segunda parte - Capítulo V
editarQuedose meditabundo Santiuste, la barba en la palma de la mano, el mirar fijo en las rayas de la mesa. Alarcón, retirado el cabo de vela ya moribundo, erigió un cabo más grande, que casi era sargento, en la boca de la botella. Quitose luego el ros; se lió un largo pañuelo en la cabeza con muchas vueltas, quedando las orejas tapadas, y de un estuche que a prevención tenía, sacó papeles, tintero y pluma. «Ha sonado la hora -dijo a su amigo, poniéndole la mano en el hombro-; la hora del descanso para ti; para mí, del cumplimiento del deber».
-¿No duermes tú, Pedro?
-Échate en mi cama, Juan; arrópate bien y descansa, que buena falta te hace. La paz poética duerme, la poesía militar vela. Tengo que escribir esta noche mi carta de Un testigo...
-Pondrás en endechas de prosa las carnicerías de ayer y hoy... Tú eres el único para esto, Perico. Verdad que encuentras el lenguaje muy acomodado a la expresión épica del valor castellano, y al impío desprecio con que se mira a los pobres moros. Nuestra lengua es una hoja bien afilada para cortar cabezas mahometanas, y un instrumento sonoro y retumbante para dar al viento las fatuidades y jactancias históricas... Pero tú has descubierto y has empleado antes que ningún escritor el arte de suavizar ese instrumento, tocándolo con gracia inaudita. Tú sabes quitar a los sonidos épicos su vana hinchazón, dándoles una elegancia incomparable, haciéndolos simpáticos a nuestros oídos y acomodándolos a los nuevos modos de lenguaje... Yo no podré nunca imitarte en esto. He usado y abusado de la trompa, sin cuidarme de atenuar la ronquera de su sonido, y ahora, en esta transformación de mis ideas y en esta repugnancia de la épica militar, me he quedado sin instrumento, pues aunque soplara la trompa, no sacaría de ella más que lamentos desacordes. ¿Qué pito tocaré yo ahora? Esta es mi confusión... Entiendo que ya no hay pito ni flauta para mí.
Esto decía, despojándose para acostarse del ros, poncho y calzón militar, que con tan poco garbo llevaba. Alarcón, poniendo sus cinco sentidos en lo que escribía, sólo le contestó con medias palabras. Ambos callaron. Cubierto ya de la manta y con más cansancio que sueño, Juan contemplaba el rostro de su amigo, iluminado de lleno por la luz de la próxima vela. Con las vueltas del pañuelo de colores en su cabeza, Perico Alarcón era un perfecto agareno. Viéndole de perfil, la vivaz mirada fija en el papel, ligeramente fruncido el ceño, apretando uno contra otro los labios, Santiuste llegó a sentir la impresión de tener delante a un vecino del Atlas. «Si no estuviera yo despierto -pensaba parpadeando-, creería que uno de esos caballeros de zancas ágiles, de airosa estampa y de rostro curtido, se había metido en esta tienda para escribir en ella la relación épica de los combates, trabucando irónicamente el patriotismo... Así le sale historia de España lo que debiera ser historia marroquí... Perico, moro de Guadix, eres un español al revés o un mahometano con bautismo... Escribes a lo castellano, y piensas y sientes a lo musulmán... Musulmán eres... El cristiano soy yo».
Se durmió repitiendo entre dientes el cristiano soy yo. Toda la noche anduvo esta afirmación revoloteando dentro del cerebro, como el murciélago que al querer salir del recinto en que se ha refugiado, vuela y choca en las paredes sin encontrar agujero que le conduzca al espacio negro y libre. Paredes y bóvedas dolían cuando la idea chocaba en ellas, buscando un escape que no podía encontrar... Durmió al fin Santiuste hasta muy entrada la mañana; Alarcón, que había trasnochado por causa del trabajo, dejó el camastro a hora más avanzada. Las diez serían cuando salió a despedir a su amigo. Ambos fueron a caballo hasta el campamento del Segundo Cuerpo, donde se separaron, prometiéndose pasar juntos la noche de San Silvestre, y celebrar con otra cenita el paso del 59 al 60.
Pero en la mañana del 31, cuando fue Juan al Tercer Cuerpo en busca de su amigo, enterose de que sufría una fuerte contusión, hallazgo de la curiosidad en las refriegas del 30. No perdió Perico su buen humor por aquel contratiempo, que si en un hombre de armas habría sido insignificante, en el hombre de pluma era mucho más de lo que a sus funciones correspondía. Un amigo de Alarcón, Carlos Navarro y Rodrigo, escritor agregado al Cuartel General, le instaba para que se retirase a Ceuta, donde el descanso y la esmerada asistencia le repondrían en un periquete. No se avenía Pedro Antonio a separarse del Ejército, al cual le unían su caldeada imaginación y su arrebato patriótico. Insistió Navarro, y como al hablar de esto se fijara en el demacrado rostro de Juan, que oía y callaba, le dijo: «También usted, Santiuste, mejor estará en Ceuta que aquí... Su cara me dice que no le prueban estos aires guerreros...». Replicó Juan que él no retrocedería, y que las penalidades no le asustaban. Aunque sin entusiasmo militar, le fascinaba el brío de tantos hombres tocados de la locura de hacerse daño. Quería ver hasta dónde llegaba este delirio y la máxima extensión del mal que a sí misma se causaba la humanidad, como si cifrara su orgullo en desaparecer de la tierra... Estas filosofías del trovador desengañado provocaron a los tres a una enmarañada discusión de principios y hechos. Como sucede siempre, de esta discusión no nació ninguna luz, sino el propósito de comer juntos y pasar alegremente el día. Nada digno de notarse ocurrió al expirar el año 59. Navarro se fue al Cuartel General, y Alarcón y Santiuste quedaron en La Concepción aguardando los sucesos que en un gran saco repleto traía el 60, y que este empezó a lanzar al espacio histórico desde el primer día de su existencia.
Sin esperar a que sonara la diana del 1º de Enero, la Historia, impaciente, empezó a moverse y hacer de las suyas, ganosa de marcar aquel día con signo que lo distinguiera y perpetuara. Aún no apuntaba la aurora, cuando don Juan Prim, designado para delantero y batidor en la marcha de las tropas hacia Tetuán, pasó por la playa en aquella dirección, llevando Ingenieros y Artillería, los cazadores de Vergara, el regimiento del Príncipe, batallones de Cuenca y de Luchana, con Húsares de la Princesa. La marcha era lenta y cuidadosa. Santiuste, que se había levantado a la madrugada, bajó a la playa con Leoncio, y juntos siguieron a las tropas de Prim. De una playa pasaban a otra, salvando un cerro divisorio, y así dos o tres veces, costera y monte, hasta llegar a la vista de un valle que recibió el nombre de Los Castillejos por dos grupos de carcomidas ruinas que en él no lejos del mar existían.
A una distancia que no podía llamarse prudente, vieron Leoncio y Santiuste que los soldados de Vergara y Príncipe, mandados por don Cándido Pieltaín, se posesionaron de las alturas próximas al mar, echando de allí sin dificultad a los moros, y que Cuenca se encaramaba en un cerro, distante como dos tiros de fusil tierra adentro. Por el camino que la vanguardia había recorrido desde el campo de La Concepción, vieron Leoncio y Juan que avanzaban más y más tropas. Se las veía bordear la costa de playa en cerro, y en aquel sube y baja con ondulaciones de culebra, la fila de hombres se perdía en los descensos para reaparecer en las alturas.
Tanto Leoncio como Santiuste tenían amigos en la vanguardia mandada por Prim. En Vergara estaba el comandante Castillejo, de ambos conocido; en Húsares de la Princesa servía Vallabriga, a quien Leoncio trataba en Madrid, y con varios oficiales del Príncipe había entablado relaciones Santiuste en el campamento del Otero. A uno de estos oficiales, el teniente José Ferrer, gallego de buen humor, le vio y habló repetidas veces, y se hicieron amigos, movidos quizás de la disparidad de sus caracteres, porque todo lo que el gallego tenía de bromista y gracioso, lo tenía el otro de taciturno y grave... Acercándose a los húsares, que formaban detrás del General, hablaron con Vallabriga. Después fueron hacia donde estaba el Príncipe. Ferrer les dijo que no podían seguir las cosas tan por la buena. Como gallego fino, desconfiaba de que durara el chiripón con que habían estrenado el año, tomando aquellas posiciones como quien toma un cuarto desalquilado... Tanta felicidad era el mejor barrunto de un disgusto muy gordo. Confirmó esta idea Leoncio, que con su prodigiosa vista exploraba las próximas colinas y lejanos picachos, ya iluminados por el sol naciente. «Por allá arriba me parece que distingo el nublado de saltamontes... ¡Jesús!, y por allí una nube, por más acá otra. Se esconden en la montaña... salen otra vez, vuelven a esconderse... Y aquí, por nuestro camino, viene el General en Jefe. ¿No veis su escolta? Ahora se para... Aquí llega un ayudante con órdenes».
La orden era que bajase Prim al llano y se apoderara de un edificio al modo de ermita llamado la Casa del Morabito, y que la artillería batiera los matorrales donde se ocultaban grandes masas de moros. Sonaron las cornetas... las filas de hombres y caballos se estremecieron; aire de pelea circulaba por entre ellos, moviendo crines, frunciendo bocas y apretando puños... «¿Qué hacemos?» preguntó Santiuste a su compañero. Y la respuesta fue: «Arrímate a mí; no temas nada. Vamos a ver qué pasa. Sospecho que no será cosa mayor. Si disparo mi carabina, tú la cargas, mientras yo hago fuego con mis pistolas. Si fuese menester, dispararemos a un tiempo. Vamos detrás del Príncipe...». Desaparecieron... El torbellino los envolvió en las ondulaciones de su cola: la cabeza era Prim.
La casa del condenado Morabito, ¡confúndale Alá!, quedó tomada en poco tiempo. En razón inversa de la duración del combate estuvo su intensidad. Las tropas, más que nunca despabiladas aquel día, pusieron espacio cortísimo entre el pensamiento del jefe y el brazo que lo ejecutaba: verdad que tuvieron el auxilio de las fuerzas sutiles de la Marina, que en el momento más oportuno, aproximándose a la costa, cañonearon de firme a la morería que bajaba de la montaña. Y entre tanto, parte de la tripulación de los cuatro vapores y de los cañoneros saltó a tierra, y carabina en mano se agregó a los soldados, ayudando a poner en dispersión a las gavillas de infieles que defendían el valle de los Castillejos. Pero con todo este buen resultado, más aparente que real, ni Prim ni el General en Jefe, que junto a la casa del Morabito se hallaba con su Estado Mayor, conceptuaron segura la posesión del valle, porque en los manchones de arboleda se ocultaban aún centenares de hombres, y otros no se retiraban de las alturas lejanas, como en espera de fuerzas mayores para reconquistar lo perdido. Antes que O'Donnell se lo mandara, Prim, al frente del Príncipe y de Vergara, corrió a desalojar el valle de aquellos inquilinos molestos que aún no querían marcharse. Una, dos, tres cargas a la bayoneta con gradual empuje, despejaron las alturas, y ya dictaba el General las órdenes para que empezaran las obras de atrincheramiento del campo conquistado, cuando por una hendidura de los montes de la izquierda brotó como un chorro de infantes y jinetes árabes, y contra ellos cargaron dos escuadrones de Húsares de la Princesa, obligándoles a volver la espalda.
Llevados de un ímpetu ardoroso, los húsares no se contentaron con repeler a los musulmanes, sino que siguieron persiguiéndolos y acuchillándolos por el mismo camino estrecho y tortuoso que llevaban en su fuga; y corriendo tras ellos, en una de las revueltas vieron el campo moro asentado entre cerros muy altos, blancas tiendas cónicas, y en derredor de ellas gran gentío de peones y caballeros. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, los de la Princesa seguían adelante con guerrero furor, metiéndose de lleno en la trampa que los taimados hijos de Mahoma les habían armado. Tras de los escuadrones lanzados a esta temeraria aventura, acudieron los demás, anhelosos de auxiliar a sus compañeros y de salvarlos o perecer con ellos... Esta singular hazaña de los húsares fue de las más audaces que en guerras humanas se han visto; acto de sublime demencia, en que el valor personal, acumulado en un punto por la temeridad de unos cuantos hombres, altera la normalidad de los principios de la táctica y descompone toda la lógica militar. Los intrépidos jinetes que volaron en auxilio de los primeros que habían caído en la celada, infundieron a estos los alientos necesarios para que, reunidos todos, se desliaran del inmenso remolino de bárbaros que les envolvió por todas partes. Combate fue cuerpo a cuerpo, con eléctrica rapidez, a usanza de griegos y romanos, dando al heroísmo toda la tensión posible en menos que se piensa y que se dice, y sosteniéndola sin dar espacio ni tiempo al enemigo para poner una pausa en su estupor y recobrarse del pánico.