Aita Tettauen/Segunda parte/III

Segunda parte - Capítulo III

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En las acciones del 20, 22 y 25 de Diciembre, repitieron los moros su intento de interrumpir los trabajos del camino de Tetuán. Pero en el espacio que mediaba desde el boquete de Anyera al campamento del Tercer Cuerpo, no lejos de los bosques donde aquellos se guarecían, O'Donnell puso doce piezas de montaña, y ocho de artillería rodada. Decir que los pobres hijos de Mahoma fueron barridos, no expresa bien la rapidez pavorosa de su fuga. Otros intentaron atacar el frente del Tercer Cuerpo; pero Ros de Olano, que les aguardaba prevenido, mandó avanzar su vanguardia, protegida por cuatro cañones de montaña, y no fue menester más para que los enemigos tornaran con pie ligero a los altos de Sierra-Bullones. Del reconocimiento que hizo Prim el día 22 en el camino de Tetuán, habló también Santiuste en sus cartas, ateniéndose a lo que le contaron, pues nada vio de aquel suceso. Ello fue que Prim batió y dispersó a la caballería mora, en la entrada del Valle de los Castillejos. Fiados en la ligereza de sus caballos, los árabes hacían simulacro de retiradas, volaban hacia los montes, volvían de improviso con veloz carrera y vocerío formidable...

De la prodigiosa táctica de los jinetes berberiscos, que suplían la fuerza con la agilidad, habló Santiuste a su amigo Vicentito Halconero, añadiendo teorías militares impropias de la débil comprensión de un niño. Pero el triste poeta no sabía lo que hacía: sin equivocarse en los sobrescritos, trocaba los asuntos, transmitiendo a Beramendi relatos e ideas infantiles, mientras al amado nieto de Ansúrez endilgaba las consideraciones más sutiles que la campaña sugerían. A uno y otro amigo les contó que O'Donnell había mandado repartir a la tropa castañas y batatas, para que el 24 celebraran el Nacimiento del Niño Dios. Concedió asimismo dos horas de esparcimiento, después del toque de retreta, para que los soldados se divirtieran, recordando el bullicio y alegría de sus hogares en tan memorable noche. Era quizás la primera vez que en la casa misma del Islamismo sonaba el Gloria a Dios en las alturas, transformado en rudas coplas por diez y ocho siglos de poesía cristiana. Se permitió a los soldados que encendiesen hogueras; tocaron las músicas, y el campamento español, en toda su largura, desde el Otero hasta la Concepción, resplandecía con rojas luminarias, que lo mismo que las alegres voces eran expresión del regocijo familiar. Reían, bailaban y se divertían los pobres soldados a dos pasos de un enemigo feroz, y sobre un terreno por conquistar.

Con forzado júbilo disimulaban los españoles la tristeza de la patria ausente, y así, cuando las cornetas, a las diez en punto, tocaron a silencio y se dio por terminada la huelga, los más divertidos cayeron en opacas añoranzas. La Noche-Buena prosiguió dentro de las tiendas, ya en meditaciones sobre la suerte que Dios nos depararía en Marruecos, ya en apagados coloquios que traían a los labios de los combatientes nombres y dichos de seres amados... Y no bien apuntó el día, vinieron los moros a despertar a los durmientes y a sacudir de su modorra a los cavilosos. El tiroteo de las trincheras anunció batalla; el enemigo, que creía habérselas con un Ejército embriagado, lo halló bien prevenido. Toda la mañana se tirotearon españoles y marroquíes, empeñando hacia la mitad del día combates encarnizados. Repetían los moros su táctica de sorpresa y fingida retirada; mas el juego, descubierto por los de acá, era completamente ineficaz... Acababan desbandándose, sin ganar una pulgada de terreno... Escasas pérdidas tuvo España el día de la Natividad; los moros cayeron en gran número, unos acribillados por las bayonetas, otros despeñados en los cantiles. En su azorada fuga corrían hacia el mar, y en las peñas o en medio de las olas encontraban los más de aquellos infelices la muerte, los menos su salvación.

El día 29 de Diciembre, hallándose el trovador con ganas de sacudir la inacción en que le tenían sus murrias, montó en el caballejo que le habían destinado, y después de subir a las alturas para ver trincheras y fortines, dirigiose al campamento del Tercer Cuerpo, donde tenía buenos amigos, que no había visto desde que pisara el suelo africano. No era mal jinete Juan, y su figura escueta, en un caballo de pocas carnes como el que montaba, no carecía de donaire estético. Podía pasar por un Don Quijote en la flor de su edad (veinticinco años), caballero en un Rocinante desmedrado por la mala vida más que por los años... Salió mi hombre del Otero, y faldeando el cerro que divide las alturas del Serrallo del arroyo de Anyera, se dirigió al campamento de la Concepción con ánimo de seguir adelante, para enterarse de las obras del camino de Tetuán. El día era espléndido: un sol brillante pintaba de oro y siena los montes; cielo y mar sonreían ante las alegrías de la Naturaleza. Sintió el poeta en su alma como una disipación de las nieblas que la envolvían, y esta claridad se le convirtió en regocijo cuando vio venir por el cerro abajo a Leoncio Ansúrez. Este le llamaba con fuertes voces, adelantándose a los soldados con quienes venía... Paró Juan su caballo al reconocer a su amigo; hizo por abrazarle desde la altura de la silla; el armero le echó los brazos a la cintura. ¡Qué feliz encuentro! No se habían visto desde que llegaron al África. «¿Pero qué es de ti?... ¿Cómo te prueba esto? ¿Estás contento? ¿Qué noticias tienes de Madrid?...». Estas y otras preguntas fueron el exordio de una conversación que de lo familiar pasó a las cosas de interés militar y público.

«Dime, Juan, ¿te has batido?».

-Yo no, Leoncio. Mi misión aquí no es hacer la Historia, sino contarla. Soy español de paz, por no decir moro de paz. ¿Y tú? No habrás matado sólo conejos.

-He matado moros... no creas que uno ni dos...

-Como eres gran tirador, te habrán dejado meter baza...

-Tú lo has dicho. Me arrimo a Cazadores de Baza, que son mis amigos... ¡y qué quieres!... doy gusto al dedo. Muchísimos moros me deben el encontrarse ya en el paraíso del señor Mahoma... Por cierto que esos perros tienen amigos que les han traído armas mejores que la espingarda... mejores para ellos; para nosotros, todo lo contrario. Mira.

-¿Qué es eso?

-Balas que he recogido en el campo de las acciones últimas. Veníamos notando en sus tiros mayor alcance. El General me ha mandado recoger balas, y aquí llevo las que he podido encontrar... Por el hilo se saca el ovillo, y por el proyectil el arma... Yo digo y sostengo que el nuevo armamento de algunos moros es el rifle inglés de espiga. Ya verá el General Ros, ya verá el General en Jefe, ya verá España que hay aquí mano oculta...

-El oro inglés, como solemos decir...

-Pero no les vale, no... En Tetuán hablaremos, señores ingleses.

-¿Crees tú que llegaremos a Tetuán?

-Como creo que llegamos a mi campamento... Ya estamos en él... Entremos por allí, que es la puerta más próxima. Llamamos a esa entrada la Puerta de Alcalá.

Era el fortificado campamento como un pueblo con calles de tiendas, en líneas cruzadas a escuadra. Gran animación había en la ciudad de lona. Todo el vecindario estaba en las avenidas y calles, gozando de la hermosura del día y del calorcillo del sol. Unos ponían a secar ropas recién lavadas; otros se fregoteaban el cuerpo, desnudos de la cintura arriba. En el barrio de provisiones humeaban los peroles sobre las trébedes; en estos ardía la leña verde con alegre estallido. Más allá, los caballos comían su ración en sacos colgados de su propio cuello... Monturas, camas, mantas, todo salía en busca del beneficio del sol...

Se apeó Santiuste, entregando su rocín a unos ordenanzas, amigos de Leoncio, y dijo a este: «Quiero estirar mis piernas ateridas. Te participo que no me voy de tu campamento sin ver a Perico Alarcón. Tú me dirás dónde puedo encontrarle». Respondiole Ansúrez que Alarcón, si no estaba en su tienda, estaría en la del General o en la del Duque de Gor. Siguieron andando, y en esto observaron que las alturas que dominaban la costa, sobre la ensenada llamada Uad Arrial, estaban pobladas de curiosos, oficiales en su mayor parte, vueltos hacia el mar, algunos provistos de anteojos. ¿Qué pasaba en el mar? Corrieron hacia allá los dos amigos, y antes de que llegaran a las alturas, voces alegres de los que volvían les enteraron del caso. ¡Era la escuadra, la escuadra española, que navegaba hacia el Sur para bombardear los fuertes moros de Cabo Negro y Río Martín! Se veían perfectamente, sin anteojos, las gallardas naves... Por allí, por allí... ¿Cuántos buques son?... ¡Seis, siete... son nueve, entre vapores y de vela!... Ya se veía la nave delantera desaparecer tras la punta del Cabo; ya iban entrando una tras otra en la ensenada de Río Martín; pronto se oirían cañonazos...

Pasó algún tiempo, y un silencio religioso se cernía como nube sobre los grupos de mirones. Entre ellos estaba el General del Tercer Cuerpo, el Coronel Duque de Gor, los Brigadieres Cervino y Mogrovejo: allí multitud de jefes y oficiales; pero Alarcón no parecía. Después de mirar detenidamente en todos los grupos, supieron, por referencias de un amigo de Enrique Clavería, que el cronista del Tercer Cuerpo había ido al Cuartel general, a que don Leopoldo le diera informes oficiales de aquel movimiento de la escuadra, para poder escribir su próxima carta De un testigo con el debido conocimiento de las operaciones proyectadas... En esto sonó tiroteo próximo... De improviso todos los curiosos volvieron más que de prisa al campamento. Sonaron las cornetas llamando a formación. Con rapidez eléctrica, los hombres dispersos en las calles de la ciudad de lona se agruparon en haces guerreros. Oyó Santiuste que gritaban: ¡Baza, Baza! Iban a salir los Cazadores de este nombre para rechazar a los moros, que ya zancajeaban dando alaridos de peña en peña. El enjambre corría no lejos del campamento, extendiéndose por las alturas que descienden hasta el mar, cerca ya de los Castillejos... Sale Baza con mágica presteza; le siguen fuerzas de Llerena, Granada y Zamora... El enemigo embiste a los soldados de Vergara que protegían los trabajos del camino... Y cuando el tiroteo es más sonoro, óyense los zambombazos de los barcos de guerra, hacia el Sur, repercutiendo en los aires como truenos lejanos...

Fascinado Leoncio por la marcha de los de Baza, corrió tras ellos, dejando solo a su amigo. Pensaba este retirarse, y cuando iba en requerimiento de su caballo, que pastaba en un padrillo del Tarajar con otros jamelgos y dos burros de los cantineros, vio venir a Perico Alarcón presuroso, en dirección a su campamento. Los dos amigos se reconocieron y gozosos se juntaron. No se habían visto desde Madrid; anhelaban referirse mutuamente sus impresiones de la guerra... Mas la ocasión de charlar no era la más propicia, porque el uno quería volverse a su campamento; el otro, ardiendo en curiosidad, se iba con el alma y con los ojos hacia el camino de Tetuán, donde sonaba el vivo tiroteo. «Déjame aquí, Pedro -dijo Santiuste, oponiendo su pesada inercia a la viveza de su amigo-. Estoy enfermo. Vete tú, y si no tardas en volver, te aguardaré donde me indiques». No necesitó Alarcón más licencia para salir disparado, diciendo a Juan que le esperase en tal tienda de Ciudad-Rodrigo, una de las más próximas al sitio donde se separaron.

En cuanto estuvo solo Santiuste, dejó al Acaso que guiara su ambulación incierta: lleváronle sus pasos ante una gran tienda, que al punto reconoció como Hospital de Sangre, por el número de camillas que en su interior desde fuera se veían y por los olores farmacéuticos envueltos en exclamaciones de dolor que en la puerta recibían al visitante. Entró Juan, a punto que sacaban en parihuelas un soldado muerto para llevarle a enterrar. Tres heridos graves yacían sobre colchonetas, rígidos, en posición supina, alguno de ellos con la cara tan cruzada de vendajes, que no se le veían las facciones, y más parecía envoltorio que ser humano. Hacia el fondo de la tienda, un oficial agonizaba: tenía puesto el ros, desnudo el pecho de ropa, mas no de bizmas y vendajes, pues toda la región torácica era una criba. Además, le habían amputado un brazo. A una señal del médico, un auxiliar sanitario quitó el ros al moribundo y le cubrió con sábana y manta hasta la boca. Los ojos tenía muy abiertos... El cura, después de mascullar latines para encomendar el alma, rezaba en silencio... Retirose el médico para arrimarse a otros en quienes aún podía ser eficaz la ciencia. Aproximándose al expirante, Juan le vio dar las boqueadas, con que pasó de la vida a la muerte. El castrense dijo a Santiuste: «¡Lástima de chico! Es hijo del coronel Gallo, y acabadito de salir de la Academia de Toledo le trajeron a esta campaña».

Acongojado estaba Juan ante el espectáculo de aquellos martirios; pero no sabía salir del hospital. Viendo a un herido que en su delirar ardiente cantaba coplas obscenas, a otro que se condolía de su suerte con ahogados acentos, observándolos a todos, y el entrar y salir de médicos o asistentes de Sanidad, se le pasaba el tiempo sin sentirlo. Menos espanto le causaban aquellas lástimas que el horrible tiroteo, a cada instante más nutrido y cercano... Cuando ya la tarde declinaba y los sirvientes del hospital encendieron velas, el ruido de tiros se iba apagando, perdiéndose en invisibles lejanías. De pronto vio Juan que llegaban a la tienda camillas con nuevas víctimas, en número tal, que tuvo que echarse fuera para hacerles hueco. Heridos llegaron silenciosos, que parecían muertos; otros blasfemaban, increpando al cielo y a la tierra; algunos bromeaban, comentando su mala estrella con picantes dicharachos... La sangre derramada y las vidas en peligro, de sí mismas se burlaban.

Fue y vino Santiuste un rato entre las tiendas próximas, viendo soldados ilesos que en grupos alegres volvían al campamento, hasta que tuvo la suerte de ser encontrado y detenido por Pedro Antonio de Alarcón, que haciendo presa en su brazo le dijo: «Palomino atontado, ya te cogí: pensé que te habías ido... ¡Vaya un julepe que se han ganado los moritos!... Ven y te contaré. Esta noche la pasas conmigo. Cenaremos juntos... tengo provisiones muy ricas... Ven... No chistes; no te me escapas... Eres mi prisionero».