​¡Adiós!​ de Luis Cordero


A mi idolatrada esposa Jesús Dávila y Heredia



Versos de fuego, con mi sangre escritos,
que condensen mis ayes infinitos
en un solo clamor, y a la futura
edad transmitan el recuerdo infausto
de esta incomparable desventura;
versos que inmortalicen tu holocausto,
a par de mi agonía,
lamentando el rigor de nuestra suerte,
quisiera componer, para ofrecerte,
¡mitad difunta de la vida mía!


Pero ¡ay! que, mientras, yerta
duermes, en el silencio de la fosa,
el sueño de que nunca se despierta,
consternación cruel, pena espantosa
roen mi corazón, y en trance tanto,
si bien puedo exhalar tristes gemidos,
prorrumpir en funestos alaridos,
bronca la lira, se resiste el canto.


¡Desdichado de mí! ¡Cómo pudiera
dejar al punto tu siniestra casa,
y, cual herido ciervo, a quien traspasa
de aleve cazador bala certera,
aturdido cruzar monte y llanura,
y correr, y correr, sin rumbo cierto,
hasta caerme muerto,
allá en el fondo de una selva oscura!...


Triste que muere, sus congojas mata,
y éste el remedio de mi mal sería.
Mas ¡oh martirio! la fortuna impía,
que el más estrecho vínculo desata,
quiere extremar conmigo su violencia;
pues, con los restos mismos que han quedado
del lazo de mi amor, me ha sujetado
a la roca fatal de la existencia.


¡Reliquias de mi bien, huérfanos míos,
que, gimiendo, aterrados y sombríos,
me circundáis en grupo tembloroso,
vosotros el precioso
derecho me quitáis con que podría
postrarme de rodillas ante el Cielo,
y el inmediato fin de vida y duelo,
suplicios ambos, impetrar hoy día!


¡Extraña condición! ¡Yo, que a torrentes,
voy a beber del mar de la amargura,
os debo consolar, prendas dolientes
de mi muerta ventura!...
Mas ¿cómo aliviaré vuestro tormento?
¿Qué luz, para mi rostro macilento;
para mi mustio labio, qué sonrisa;
qué lenguaje, a consuelos adecuado,
podrá darme este inerte y desolado
corazón, que en tinieblas agoniza?


¡Señor, cuando tu arbitrio inescrutable
sentencia de orfandad dicte severa
contra humana familia miserable,
sea el padre la víctima primera;
y a la débil infancia que, inocente,
en el regazo maternal anida,
del materno calor saca la vida,
no la dejes sin madre, Dios clemente!


¡Piedad, Señor! mis hijos la han perdido;
el mayor infortunio de la tierra
sobre ellos ha caído.
Verdad que es suyo cuanto amor encierra
mi pecho lacerado,
amor que, con la ausencia perdurable
del ídolo de mi alma, se ha doblado;
mas ¿dónde la inefable
ternura, los afanes, los desvelos,
y ese caudal de halagos sin medida
de aquel ángel bendito de mi vida,
custodio de mis pobres pequeñuelos?


¿Quién soy, desde que faltas, dueño amado,
sino un huérfano más, que, despojado
de tu inmenso cariño,
te busca sin cesar por donde quiera,
te llora amargamente, como un niño,
y te llama, y te espera,
y, como no contestas, se sorprende,
y, de ver que no asomas, se horroriza,
y hiélase de espanto, pues comprende
que ya no eres, mi amor, más que ceniza?


¡Oh desastre fatal! ¡Oh golpe rudo!
¿Quién anunciarme pudo
que el prematuro fin lamentaría
de tu fresca y lozana
juventud, de tu noble bizarría,
del cultivado brillo de tu mente,
de ese anhelo continuo y diligente
con que eras, en tu hogar, la soberana
experta y laboriosa,
madre excelente, singular esposa?


De cuanto fuiste tú, ya no me queda
sino la imagen de tu rostro amado
que, previsor, el arte ha conservado,
para que, en medio de mi angustia, pueda
mirarla y suponer que noche y día
vives en mi amorosa compañía.
Ella es mi talismán y mi tesoro,
la única joya que en el mundo estimo,
y, cuando a voces mi desdicha lloro,
contra el viüdo corazón oprimo...


Consuelo de mis penas, ¿por qué acabas
tus juveniles años de repente?
Trunca dejas la tela que bordabas;
abierto aún el libro que leías;
suspensa la cristiana y elocuente
instrucción que a tus hijos dar solías;
toda labor doméstica turbada;
toda esperanza de los dos burlada...
¡Ay! con razón, encanto de mi vida,
al contacto postrero de tu mano,
exhaló gemebundo tu piano
notas de lastimera despedida...


Pronto florecerán tus azucenas,
y después tu magnolia favorita
su esencia brindaranos exquisita,
en níveas copas, de rocío llenas.
Aun las de nuestro amor flores preciadas,
que, en aljófar de lágrimas bañadas,
son la mejor corona de tu duelo,
puede ser que, pasado el negro día
de llanto y desconsuelo,
cobren nuevo vigor y gallardía...


De entre las bellas cosas que cultivo,
a una, la más preciosa
di de tu dulce nombre el atractivo,
y es rosa de Jesús aquella rosa.
Ya con botones de fragante grama,
soberbia de ser tuya, se engalana,
¡malogrado primor! ¡vana hermosura!
¡Ahí estás, mi Jesús, flor de mis flores,
con el brote postrer de mis amores,
marchita en la desierta sepultura!


¡Ah cuán lento, cuán largo, me parece,
desde que tú no existes, cada instante!
Ha quedado mi dicha tan distante,
que en lóbrego confín se desvanece.
Así, suele, después de claro día,
prologarse la noche tenebrosa,
y ni vestigios hay de la radiosa
lumbre que en el cenit resplandecía.


¡Ten lástima de mí, Dios soberano!
Mi corazón se turba y anonada
al peso de tu mano.
Con la luz de mis ojos apagada
y la carne a los huesos adherida,
hastiado de mí mismo y de la vida,
adusto, cual el cárabo en su grieta,
¿cómo, si me abandonas, Padre mío,
resistiré a tu excelso poderío,
que me clava en el pecho la saeta?


Sus días fueron sombras, fueron humo,
he ahí que la agostaste como el heno
que siega el labrador en la mañana...
Sólo tú no te cambias, Poder Sumo,
que impasible dispones y sereno
la sucesión de seres cotidiana.
Cuando perezca el orbe que fundaste,
envejecido el cielo se desgaste,
y a desplomarse vaya la opulenta
máquina de los mundos al abismo,
la mudarás cual rota vestimenta,
y quedarás el mismo...


Pero ¿qué es de la humana criatura,
qué hiciste a tu divina semejanza,
dándole un rayo de tu lumbre pura
y el poderoso imán de la esperanza,
si, a pesar de sus ansias de lo eterno,
la total destrucción que le rodea
mira, con esa luz, odiosa tea,
que le enciende las llamas de un infierno?


¡Perdóname, Dios santo, que estoy loco!...
¿Loco?... ¡Dichoso yo, si lo estuviera,
y el juicio, que quitárame hace poco,
tu augusta potestad me devolviera!
Y, desgarrado el velo que cubría
de pavorosa lobreguez mi mente,
brillara para mí resplandeciente
la aurora de otro día,
y despertase de mi horrible sueño,
en brazos... ¡ay! ¡en brazos de mi dueño!


Y aquel amargo adiós que ella me daba;
los tristísimos ayes que exhalaba;
la tierna bendición con que a sus hijos
por siempre de su lado despedía;
aquellos ojos lánguidos, que fijos
en el cielo tenía;
la mortal palidez de su semblante;
su actitud de paloma agonizante;
su sacrificio, en fin, y esos clamores
que en torno a su cadáver estallaron,
¡fuesen sólo fantásticos dolores,
soñadas amarguras, que pasaron!...


¡Paraíso de mi amor, Azuay querido,
que tuya has hecho la desgracia mía,
con cuánto regocijo te diría:
¡Dejemos de llorar: no la he perdido!
Por tus plazas y calles la llevara,
con el mismo contento y algazara
de la feliz mujer que halló su perla,
y tu pueblo, sensible y generoso,
llamándome dichoso,
me colmara de plácemes, al verla...


¡No, Señor! ya me postro y me someto
al horrible decreto
que contra mí fulminas.
¡Que se cumplan tus órdenes divinas!
Con la frente en el polvo las bendigo,
sabia, tu providencia ha concertado
un premio y un castigo,
con separar al justo del culpado.


Se fue la gloria mía;
se fue contigo, que mejor la amabas;
yo no la merecía.
Mil veces entendió que la llamabas;
mil veces me lo dijo de antemano;
aunque, al hablarme de su fin cercano,
¡insensato de mí!, no lo creyera.
¡Ay! cuando ya no existe,
saboreo el acíbar de aquel triste:
¿Quién cuidará de ti, cuando me muera?


¿Quién cuidará de mí?... Nadie, amor mío.
Tu puesto está vacío...
Compañera adorada, ven a verme...
Tu familia de huérfanos ya duerme.
Desamparado estoy... Lúgubre calma
de silenciosa noche me circunda,
noche en el corazón, noche en el alma.
Todo es quietud profunda;
nadie te observará; sólo yo velo.
Acércate, por Dios; dame al oído
el plácido mensaje que del Cielo
por favor, por piedad, me habrás traído.
¿Cómo he de soportar esta condena
de forzado a la vida,
si alguna vez, a mitigar mi pena,
no vienes, con tu amor, sombra querida,
espíritu inmortal, que al sacrosanto
seno de Dios volaste?
Recuerda que en el mundo me dejaste
náufrago de las ondas de mi llanto
yo debo perecer, si no me amparas;
pero ¡ay, entonces, de las prendas caras
que mi dicha de ayer diera por fruto!
De orfandad doble vestirán el luto.


¡No!... por más que me olvides, yo no puedo
la cadena romper con que ligado
por el amor a la desdicha quedo.
Tú a la patria del bien te has encumbrado,
donde tus hijas en la infancia muertas
ángeles eran ya, que te esperaban
con las alas abiertas.
Cuantos pesares para ti se acaban,
cuantos el mundo para mí tenía,
cuantos, al caer tú, se han desatado,
unidos, van a ser, desde este día,
el lote de tu esposo desgraciado...


¡Emperatriz del cielo! A tu clemencia,
con mi grupo de huérfanos acudo;
bajo tu amparo pongo su inocencia.
Cuando su buena madre ya no pudo
hablar palabra del lenguaje humano,
todavía tu nombre soberano
con labio balbuciente pronunciaba,
y hasta el último instante repetía;
porque mi pobre mártir expiraba
entregando sus hijos a María.


¡Madre del infeliz que no la tiene,
recibe esta familia, que, a ser tuya,
dejando en polvo la que tuvo, viene!
Tu divino favor le restituya
todo el amor perdido.
Por tu dolor de madre te lo pido,
acógela benigna en tu santuario;
sé su tierna y clemente protectora.
¡Después de tu orfandad en el Calvario,
ya no debe haber huérfanos, Señora...!


A tus plantas los dejo, y peregrino,
mientras tu santa protección los guarde,
voy, en mi aciaga tarde,
a recorrer, el resto del camino.
Solitario y errante en la jornada
más penosa y difícil de la vida,
el alma, entre mis hijos y mi amada,
en sangrientas mitades dividida,
a cuestas con el fardo ponderoso
de mi muerta ventura,
salgo a buscar ansioso
mi único porvenir: la sepultura...


¡Adiós, mi caro dueño,
del cielo de mi amor astro extinguido!
Duerme en santa quietud el postrer sueño;
yo, a continuar penando, me despido.
Mañana, que, al tormento de llorarte,
desfallezca y sucumba,
vendrán mis restos a pedir su parte
en tu fúnebre lecho de la tumba...
Hasta entonces, ¡adiós! En la elegía
que amor y desventura me han dictado,
te dejo por ofrenda, esposa mía,
¡todo mi corazón despedazado!



Julio, 1891.