Adán y su compañera
Huyamos de sus iras; mas ¿adónde? Si no apaga su sol, ¿quién nos esconde Del ofendido Dios? Y si de noche oscura se presenta, ¿No hará con su mirada, que calienta, Cenizas de los dos? ¿Nos esconderá el mar que ronco truena? ¡El mar!... ¡el mar!... un escalón de arena Que, si lo salva el pie, Detrás de onda benéfica que halaga Se estrella otra mortífera que traga, ¡Y nada más se ve! Y a los altivos montes ¿quién acude, Si, pasando su sombra, los sacude con hórrido temblor? ¿Si encorvarán sus cimas de malezas, Oprimiendo tal vez nuestras cabezas, Malditas del Señor? ¿Sabes, di, algún lugar árido y triste, Que de abrojos y espinas se reviste, Sin flores por tapiz, Do estrechando los brazos criminales Cerremos en la noche de los males El párpado infeliz? ¿Y no llegue su enojo a tales climas, Reventando en volcanes por las cimas, Y removiendo el mar? ¿Y podamos, por único consuelo, No contemplar la luz y ver el cielo, Tan sólo respirar? ¿Do no suene su voz que me acobarde? ¿Do no vuele en las brisas de la tarde, Que él mismo embalsamó? ¿Ni encienda esas estrellas que ama tanto, Crisólitos caídos de su manto, Que en torno sacudió? ¿Y será que se olvide de mi nombre Y nada le recuerde que hizo al hombre Que al lado tuyo ves? ¿Y no cuente, al fulgor de sus destellos, Ninguno de mis días, ni cabellos, Ni huellas de mis pies? Mas ¡ah!, que con su dedo omnipotente Sostiene todo mar y continente; Y el dedo encogerá, Y, desquiciado entonces con asombro, Para vagar en átomos de escombro. El mundo caerá. ¡Oh amada realidad de sueños míos! Tú, nacida al frescor de cuatro ríos, En medio del Edén, Arrastrarás conmigo y con tus penas Por páramos de estériles arenas Tu maldición también. ¿Quién te igualó en riqueza y hermosura Antes de aquel instante sin ventura De amargo frenesí? ¿Antes que aquella sombra te halagase Y aquel fruto de muerte mancillase Tus labios de rubí? Las fuentes retrataban tu contento, Y de tu blanco seno el movimiento, Tu risa y tu mirar; Y tus ojos de llanto no sabían, Y tus hondas entrañas no mordían Las limas del pesar. Las aves cariñosas te cantaban, Las brisas tu cabello acariciaban Con ósculos de amor, Y cuando la pisó tu pie de nieve, No perdió de amorosa ni de leve La más delgada flor. Yo bebía en tus ojos dulce encanto, Y envidiaba mi dicha el ángel santo, Y el mismo serafín, Que, al eco de tu voz, dejaba el cielo, Por gozar tu mirada de consuelo, Volando en el jardín. ¡Oh cómo se acabaron tales días Y se rasgó su tela de alegrías, Bordada de placer! ¿Do estáis, auroras puras y brillantes? ¿Volasteis a otros climas muy distantes, Para jamás volver? Ya el sol con su luz clara no consuela; Siento mi desnudez que el frío hiela, Y encuentro sin calor Tus ósculos que libo y tu regazo, Y al buscar una dicha en un abrazo, Mi dicha es el dolor. ¿Y quién nos borrará de la memoria Nuestro pasado bien y nuestra gloria Y excelsa beatitud, Para que, sin tormentos, sin enojos, Cerremos breve instante nuestros ojos Con sueño de quietud? ¿Y quién ha de dormir, si está presente Del ofendido Dios omnipotente La eterna maldición? ¿Si enluta nuestros pasos, nuestra vida, Y con llama feroz, desconocida, Nos quema el corazón? ¡Yo tiemblo de mirarme en su presencia! Resuena en mis oídos la sentencia Que nos dictó el gran Ser: «Por cuanto mis preceptos no cumplisteis, Al polvo volveréis de do salisteis, Por solo mi querer.» Esto dijo a su triste compañera El hombre, en su desgracia lastimera, Maldito de su Dios; Y la fúnebre noche del pecado, Con un manto de sombras enlutado, Cayó sobre los dos.