A una dama de noche

A una «dama de noche»
de Alejandro Tapia y Rivera


¡Oh! ¿dime qué pesar tu seno encubre,
qué triste desencanto
en esa tu faz bella,
dejó de un amarguísimo quebranto
la dolorosa huella?
¿Porqué te hastías
en medio de la fiesta rumorosa,
en que brindan risueñas alegrías
tanto airoso galán y tanta hermosa?
¿De un placentero amor lloras acaso
la pérdida doliente,
que fiero se llevó tu fe o ferviente
buscando vas tal vez, astro en ocaso,
el ángel de tus últimos amores?
¿Dónde el ingrato mora
que engendra así dolores
en el pecho del bien que ya le adora?
Inútil fue, por Dios, tu lozanía
(talismán ganador de corazones)
que emprende ya su vuelo
y a la burlona marchitez sombría
te lleva sin consuelo.
Horrible es tu ansiedad: los aquilones
de cada helado invierno
te muestran que tu hechizo no fue eterno,
y cada primavera
que brinda nuevas flores
a la tierna beldad, no lisonjera
contigo, te las da, pero marchitas;
cada terrible estío
te trae una nueva arruga
y con ella un pesar y nuevo hastío.
Tus artes multiplicas,
torturas tu tocado
porque encubra la huella que ominosa
te trae con cada sol el tiempo alado;
que ya como la luna
luces solo en la noche mentirosa,
¡la luna! que durante el claro día
nada, incolora, alumbra,
mostrando solo en palidez sombría
de su manchado disco la penumbra.
Ay de ti, desdichada,
pues temes que en tal guisa
de tu alma el gemelo
no reconozca en tu corola ajada
la flor hermosa que soñó su anhelo-.
¿Porqué, triste hermosura,
si buscas a tu alma desterrada
el ángel de su amor, porqué cuitada
te arrastras a la fiesta esplendorosa
do amor es mariposa?
¿Porqué sigues del mundo el vano ruido
con esa faz llorosa
y el ánimo de penas abatido?
¿Porqué en la dulce soledad modesta
no aguardas al rendido
amador? Para él molesta
cual para ti, quizás es la encantada
apariencia del frívolo contento
y ama, cual tú, gozoso apartamiento...
Empero ya comprendo,
flor de otoño angustiada,
que no te suenan mal ni vano estruendo,
ni férvidos placeres,
ni fiesta alborozada;
ni las mágicas perlas
que adornan la beldad de otras mujeres
fastidio te ocasionan.
¿Suspiras por tenerlas?
¿También cual ellas quieres
que se cure en su brillo tu quebranto?
¿Son ellas de tu llanto
la causa dolorosa
y no la soledad yerta, afanosa
de un casto corazón? ¡Ah, sí, deliras
por esas mismas perlas, no suspiras
por las que brinda amor puro y rendido!
¡Ya! el amor no las da, las da... un marido.



(Madrid, 1852.)