A un viajero
Tu existir agitado y vagabundo
recuerda nuestro frágil existir:
todos somos viajeros en el mundo,
todos andamos por llegar al fin.
Pero a veces retorna el marinero
al duce puerto que le vio pasar;
mas ¡ay! el hombre, mísero viajero,
a las playas que amó no volverá.
Nadie puede pararse en el camino,
porque es preciso eternamente andar:
nos obliga a seguir nuestro destino
el ciego impulso de la ley fatal.
Si algo encontramos que la vista encante
y que halague y deleite el corazón,
al querer detenernos -«¡Adelante!»-
nos grita fiera irresistible voz.
También en mi alma soñadora existe
una sed misteriosa de viajar,
y al mirarte partir, quédome triste:
yo también te quisiera acompañar.
Quisiera visitar esas regiones
donde las ruinas que ama el trovador
se levantan pobladas de visiones
que nos hablan del tiempo que pasó.
¡Ah! ¡quién contigo visitar pudiera
aquella Roma que tan grande fue,
y esa Grecia tan bella y hechicera,
maestra de las artes y el saber!
¡Quién pudiera en tu nave voladora
pasear de sus deseos la inquietud,
del Occidente a la brillante Aurora
y del helado Septentrión al Sur!
Mas ya movidas del propicio viento,
se ven las blancas velas desplegar:
éste es, amigo, el último momento:
¡adiós! es fuerza separarnos ya.
Cuando interponga la distancia un velo
que las costas te vede distinguir,
y cuando solo mires mar y cielo,
entonces ¡ay! acuérdate de mí:
de mí que quedo en este triste mundo,
negro e inquieto y borrascoso mar,
mar más embravecido y más profundo
que el que tú te preparas a surcar.
(1854)