A un samán
de Andrés Bello


 Árbol bello, ¿quién te trajo
 a estas campiñas risueñas
 que con tu copa decoras
 y tu sombra placentera?
 Dicen que el dulce Dalmiro,
 Dalmiro aquel que las selvas
 y de estos campos los hijos
 no sin lágrimas recuerdan,
 compró de un agreste joven
 tu amenazada existencia;
 en este alcor, estos valles,
 viva su memoria eterna.
 Del huérfano desvalido,
 de la infeliz zagaleja,
 del menesteroso anciano
 él consolaba las penas.
 Extiende, samán, tus ramas
 sin temor al hado fiero,
 y que tu sombra amigable
 al caminante proteja.
 Ya vendrán otras edades
 que más lozano te vean,
 y otros pastores y otros
 que huyan cual sombra ligera;
 mas del virtuoso Dalmiro
 el dulce nombre conserva,
 y dilo a los que pisaren
 estas hermosas riberas.
 Di, ¿de tu gigante padre,
 que en otros campos se eleva,
 testigo que el tiempo guarda
 de mil historias funestas,
 viste en el valle la copa
 desañando las tormentas?
 ¿Los caros nombres acaso
 de los zagales conservas
 que en siglos de paz dichosos
 poblaron estas riberas,
 y que la horrorosa muerte,
 extendiendo el ala inmensa,
 a las cabañas robara
 que dejó su aliento yermas?...
 Contempló tu padre un día
 las envidiables escenas;
 violas en luto tornadas,
 tintas en sangre las vegas;
 desde entonces solitario
 en sitio apartado reina,
 de la laguna distante
 que baña el pie de Valencia.
 Agradábale en las aguas
 ver flotar su sombra bella,
 mientras besaban su planta
 al jugar por las praderas.
 Del puro Catuche al margen,
 propicios los cielos quieran
 que, más felice, no escuches
 tristes lamentos de guerra;
 antes, de alegres zagales
 las canciones placenteras,
 y cuando más sus suspiros
 y sus celosas querellas.