A un boyero
¿Qué voz, qué armonía, qué ráfaga leve,
cantor de las islas, esperas oír,
que siempre pareces ansioso, anhelante,
temblando al murmullo del aura sutil?
¿Esperas? Sí, esperas, lo dice a mi alma
que sufre y espera, tu triste actitud;
esperas mensajes de seres ausentes,
¡te alfigen y enferman las nieblas del Sud!
¿Qué extrañas? El sauce de frondas sonoras,
el claro arroyuelo de limpio cristal,
la tosca canoa que ataba el isleño
con lazos de ibira, del verde juncal?
¿Extrañas el nido que el viente hamacaba,
que a veces las ondas con furia azotó,
colgado cual viejo jirón de bandera
del trémulo gajo del alto timbó?
¡Ah, lejos, muy lejos, quedó la espesura
que oyó tus primeros cantares de amor;
en vano te agitas, esperas en vano,
no oirás de las selvas el dulce rumor!
No es ruido de hojas, ni tumbos de olas,
lo que oyes, boyero, con triste ansiedad:
es del mar humano la ronca marea,
de torvas pasiones el rudo huracán.
¡También yo he dejado muy lejos el nido
a cuyo suave, gracioso vaivén,
canté a la esperanza con dulces acentos,
a Dios y a mis padres queridos canté!
¡Hermano! Suframos. ¡Hermano! Esperemos,
no hay noche sin alba, ni eclipse inmortal;
cantemos, que el alma se embriaga cantando
y los dos tenemos el don de cantar!