A todo honor/Capítulo IX

A todo honor (1909)
de Felipe Trigo
Capítulo IX

Capítulo IX

La monja oía desde su puesto de deber y de piedad; Luis desde el lecho; doña Fernanda desde otra butaca de la sala, que le permitía estar riendo y gozándose a la vez con la alegría de su hijo y con la gentileza de la amabilísima cantante:


...nome di lui si amato
Scolpisciti nel core inamorato!
Caro nome ché il mío cor
Festi prima palpitar
Le callierie dell' amor...


Era que todas las mañanas, todas las tardes también, en esas horas en que el sol de Mayo entraba tibio por los balcones de la alcoba o tintaba de rosas de crepúsculo los vidrios del salón, Inés, al piano, le ofrecía al herido los festines ideales de su voz y de su música. Se abría la puerta que comunicaba ambas estancias, y el armonioso concierto llenaba de dulcísima poesía la casa que fue antes de lúgubre dolor.

Esto, con la venia de don Tomás, naturalmente (ya tan confiado que ausentábase incluso por dos días con el fin de ir atendiendo en el pueblo a sus enfermos), había surgido, la primera vez, de una de aquellas confidencias a que a Inés y a Luis les inducía el sueño de la monja y las ausencias de descanso de la madre. -«Ya que oírla a usted me costó tan caro, déjeme oírla aquí sin ningún peligro y con más comodidad»- habíala suplicado él en cuanto supo que había un piano a pocos metros.

Y ella..., huyó, más que accedió, y empezó a tocar y a cantar como en una liberación de no sabía qué cosas deliciosas y espantosas. Porque, sí; a pesar de sus habilidades y esfuerzos, la monja se dormía...; y en aquella soledad llena de sol y de primavera del campo, un veneno que le extinguía la voluntad..., un veneno que a los dos les iba extinguiendo la conciencia, flotaba y respirábanlo ambos locamente.

Inés habíase dado cuenta de cómo las miradas de él, curiosas al principio, tenían una fija avidez conturbadora. Había advertido la para ella siempre ya predilecta y recóndita caricia de su acento, y no había podido dejar de notar, en fin, que una vez al acercarle ella un vaso de agua le aprisionó él tenaz contra el cristal los dedos con sus dedos.

Y ello sucedió en el minuto antes al en que Luis le pidió escucharla sus canciones, tal que con un afán de alejarla y de sentirla pura nada más y poetizada por la música; y por eso ella obedeció con toda ansia, también, y pensando luego, mientras recorrían sus manos las teclas de marfil y enfilaba su garganta arpegios, que el deber imponíala un discreto perdón de inadvertencia, a menos de ocasionar el verdadero escándalo y un nuevo duelo mortal para... su honor y para el joven teniente de Ingenieros hacía quien una reparación de piedad cortés le había sido encomendada. ¡Oh!, ¿qué no creerían las gentes si Luis muriese..., si Luis y Julián se batiesen por segunda vez, tras de haber estado ella con Luis en este campo?...

Se aterraba de pensarlo..., veía en proyección el luto de la madre, maldiciendo en todos el embrollo y la perfidia, y al tiempo que volvía a parecerle abominable el honor que hace a los hombres matarse como fieras, evocaba sus prudencias con el fin de que pudiesen irla conduciendo por el difícil camino que marcábanla su piedad y su deber.

Un camino en que la había lanzado su marido en nombre del honor. Ella no tenía otro remedio que aceptarlo, estrecho y lleno de revueltas como él era..., como él fuese. Había reflexionado a solas, en la tarde aquella del día primero de la música, y no hallaba solución. Fracasado su recurso magno de traer aquí a Julián, y aun comprendiendo que su conducta se ajustaba a un estricto proceder de honor y delicadeza, hallaba harto feroz para sus fuerzas de mujer el obligarla a este martirio en que el mismo honor empezaba por mermarle libertad contra riesgos bien posibles. Proyectó no entrar más en la alcoba del herido, y vio inmediatamente que sería igual que echarlos, a él y a su madre, reproduciendo con más horribles consecuencias el resultado de muerte y de deshonra. En efecto, si vino aquí por hacerle compañía a doña Fernanda, mal modo fuese de cumplir su obligación no estar en el cuarto de su hijo, donde la madre estaba siempre, y por el contrario, obligaríala a que la cumplimentase a ella, salvo que únicamente se viesen a las horas de comer, con una rigidez para la huésped incomprensible, intolerable... Menos aún podía admitirse tal resolución, después de la cordialidad de una semana; Doña Fernanda supondría que algo la hubiese acaecido con Luis..., y antes de curado él, partirían los dos, por dignidad.

¡Oh, sí, qué tremendo el cepo en que dejaban a la dignidad de Inés todas las otras dignidades!

Desde entonces, resuelta a una indulgencia sensata con aquellas leves transgresiones de Luis, y dispuesta con su misma pasividad de no advertida a no dejarlas pasar de cierto límite, día por día se dejaba oprimir los dedos contra el vaso, y adoptaba en su presencia una actitud de modestia y sufrimiento.

Así, hoy también, ella ahogaba en el estruendo de la música todas estas emociones.


 


Y así él, escuchándola, sin verla, desde el lecho, oíala y la sentía por todo el ser de fuerte y recobrada vida en la feliz convalecencia.

Casi místico el ambiente. Las tocas de la monja tendían sus alas como una mariposa de ilusión. Hasta la vista de su madre, allí en el orden de la sala, y a quien miraba el soñador no pudiendo mirar a la hechicera, poníale un matiz de intensa idealidad a este humano amor surgido del misterio y de la muerte, y que crecía entre rezos y entre trinos y entre arpegios.

-¡Ella me quiere! ¡me quiere! -repetíale a Luis el corazón con ese imperio de verdad que sólo saben las entrañas.

El ansia de todos los enamorados por la plena posesión de su verdad le hacía en seguida razonar tal certidumbre.

Ante todo era honesta y honradísima..., no era una coqueta esta mujer divina en torno a la cual un marido como el suyo habría afirmado los respetos, y que se pasaba la existencia en su hotel lo mismo que en un claustro.

Sobre su innata honradez no tenía el joven duda alguna. Habíanla proclamado en los primeros días aquel rubor, aquella profunda inquietud que él la causaba con su terco mirar involuntario. Desde esto al hábito de soportarle las miradas, primero, y de sostenérselas por fin con un éxtasis de dulzura y de tristeza que entre el mudo abandono de los otros parecía pedir clemencia... (la clemencia a que quisieran deber su salvación, por parte del mismo vencido que las vence, las honradas que van sintiéndose rendidas), tendíase toda la gama de la lucha y la pasión. Últimamente, la derrota, incluso de la última rebelde voluntad, tuvo su heraldo en aquel nuevo rubor inútil con que al darle agua soportaba Inés la prisión de sus dedos contra el vaso. ¿Qué honesta mujer, que no esté dada de antemano por entero, no esquiva a la segunda vez tal ocasión? ¡Ella, y más cuanto más fuese a ella a quien pedíale el agua el «sediento» con los ojos, podía dejar que se le acercase la monja, sin descortesía!...

No; nada de coqueta. En una coqueta no tendría esto valor definitivo y absoluto..., el de total y fatal entrega que dábale una honrada. Y que una honrada pudiese rápida llegar a semejante situación, explicábalo su propia candidez indefensa contra lo fuertemente sensacional, contra lo imprevisto.

¿Cuál más amplia y peligrosa tentación que la en que a esta mujer había puesto su marido?... Noble, pues; humano, bien humano, clamor de ella. Tan noble y tan humano como el que en las noches del pueblo soñaba él por la bella ignota de detrás de los balcones... como el que ya no había podido menos de sentir al despertar de la muerte, teniendo junto al lecho la viva realidad más bella que la ignota!...

Y la viva realidad tan bella, seguía cantando mientras Luis pensaba esto.


Il segreto per esser felici
se io per prova...
...l'insegno agli amici...