A todo honor/Capítulo I

A todo honor (1909)
de Felipe Trigo
Capítulo I

Capítulo I

Son ridículas... sencillamente ridículas, estas fondas de los pueblos.

En general, casas de cierta fanfarronería que empezaron A construir el comerciante X o el notario Z, al jubilarse, y que «vieron» la muerte de sus dueños antes que ellas estuviesen concluidas en todos los perfiles. Y así se quedan inconclusas para siempre. Escaleras sin baranda, a lo mejor, o con una provisional-definitiva; timbres que no suenan; techos sin pintar...

El comedor, ya se sabe: estrecho y largo, con aspiraciones de salón; el patio con columnas, con corredor encima, con mecedoras... Y luego, viajantes, viajantes...; la mesa llena de viajantes y cajas de viajantes por todos los rincones.

Además -¡no lograba entenderlo Luis!-, estaba en plena Mancha (el país de los carneros y las dehesas) y acababan de ponerle en la cena unas chuletas empanadas que antes parecían unas tortillas de cordel. Sobre esto de las famas regionales tenía ya el joven madrileño sus escamas: gente alegre, por ejemplo, la andaluza... y hasta se dijese que lloraban cantando en sus guitarras; buen vino en Jerez... y en otro viaje tornó una copa, al paso, en la estación, y parecía petróleo.

¡Oh, su Madrid!... Allí sí que eran tiernas las carnes de la Mancha, y bueno y barato el jerez, y alegre la alegría de Andalucía... Exportación. Las provincias se quedaban sin todo por enviárselo a la corte.

Encendió el puro, en el zaguán, y se lanzó por las calles.

Yacían en una semiobscuridad eléctrica digna del siglo. «¡Para lo que hay que ver!» -podía decirse aquí, como cuentan que decía el oculista que iba dejando ciega a su clientela.

Luis no tenla más amistades fuera de la fonda que dentro de la fonda. Llevaba en la localidad media semana. Los días se los pasaba en las sierras, al sol, entre jarales. Las noches podría pasárselas luciendo su uniforme nuevo de teniente de Ingenieros si se viesen (o pudiesen verlo) en alguna parte las muchachas. Pero no salían, no salían quizás nunca de casa las muchachas de este pueblo con honores de ciudad. En vista de lo cual descuidaba Luis un tanto su tocado: botas de campo, guerrera gris, y sin sable...

¿Por qué no había siquiera teatro en el Teatro? ¿En qué diablo se divertía la gente?... Las damas estarían rezando, salvo tal cual cara bonita que se adivinaba en la sombra de las rejas con el novio. Los hombres... eso sí, en el Casino, a todas horas.

Llegó a la Plaza. Llegó al Casino. Entró. En la sala de la izquierda tomaban ya sendos cafés con copas tres viajantes. En la sala de la derecha un señor leía un periódico, y otro, joven, tumbado en un ancho butacón, pelaba primorosamente una bellota. Saludó, pidió café, y estuvo viendo al joven indígena pelar bellotas. Era una exquisita y delicada operación: se comía una, y sacaba otra; primero la consideraba, la examinaba, como para persuadirse de su bondad; luego, con el cortaplumas, le quitaba el cascabullo y le hacía cortes circulares en la cáscara; sacada ésta, empezaba un minucioso y cariñoso raspado de la almendra... y, por fin, se la comía el operador, muy lento, en tres minutos, en seis minutos, mientras iba procediendo a otra mondadura.

Terminado el café, Luis se levantó, volvió a cambiar otro cortés saludo con el del periódico y el de las bellotas, y fue a la sala de juego. Grande animación. No era jugador, y no jugaba. Limitábase a mirar. La primera noche, al verle de uniforme, y joven, los banqueros sonriéronle con cierta curiosidad. Debieron de creerse que era un punto. Brindáronle un asiento, en el otro frente de la mesa, y tres o cuatro se apremiaron a cedérselo. Él lo rehusó. En las otras noches, al ver que no jugaba, perdió todo el prestigio. No ya un joven teniente de Ingenieros, jefe de la Comisión Geodésica que traía por fin, con doce soldados y un sargento, la triangulación de la comarca; se hubiese de tratar de un emperador que no jugase y fuera igual para los altivos jugadores. Un jugador no reconoce otras jerarquías, otros respetos, que los de sus colegas. Es más el que apunta más -y el que no apunta no es nadie. Cuando entraba, pues, el joven militar, gallardo y todo, no le hacían más caso que al perro del conserje.

En cambio, a la asamblea, y a él mismo, en verdad, causábales casi veneración un señor guapote y respetable, de finísimos modales, que apuntaba cada vez paquetes de a cien duros, billetes a puñados, de cien pesetas, de quinientas pesetas, de mil..., con una perpetua sonrisa afable de desdén entre los labios. Un viejo apoplético, a quien llamaban D. Basilio, todo calvo, jugaba fuerte también, pero retratando en su faz una codiciosa emoción que daba miedo: las venas, gordas y tortuosas, se le inflaban por la congestión casi violácea del cráneo, como si le fuesen a estallar.

Sin embargo, pronto Luis se fastidiaba, y se iba a pasear su soledad y su aburrimiento por el fresco de la noche. Partió, y se dio a vagar por la ciudad, igual que en las pasadas. Un Abril sereno, ligeramente fresco. A las diez no había un alma por las calles, y, sobre todo, en cuanto se alejaba un poco de la plaza. Andando, andando, bostezaba. Se acordaba de Madrid. Apolo, la puerta de la Peña, el Real... ¡cómo estarían a estas horas! Principalmente, el Real.

Luis era un apasionado de la música. La solución, aquí, sería acostarse, y más teniendo que madrugar para largarse al monte con sus soldados y pantómetras; sino que, acostumbrado a trasnochar, no dormiría...

Encendió ahora un pitillo y procuró distraerse con la arquitectura de las casas. El pueblo no tenía carácter. Ni antiguo ni moderno. Una monotonía cruel de fachadas blancas y balcones con macetas. De trecho en trecho tapias, molinos aceiteros y arroyos de alpechín.

Iba a las afueras. Una plazoleta lo detuvo. Era irregular y presentaba un aspecto teatral y pintoresco. Entre frondas de unas huertas recortábanse los muros y el cimborio de un convento en ruinas. A un lado, viviendas pobres, de un piso; y al otro, un enverjado jardín, en cuyo fondo de arboleda se alzaba un palacete. Un fino arete de luna en cuarto, que parecía tener prendido cerca de una punta un gran lucero, hundíase, tras la veleta del cimborio, en la agonía profunda de lo azul. En vez del clásico gato negro, destacándose en silueta, el breve argénteo resplandor mostraba la de dos cigüeñas en otro campanario sin campanas -y abajo, en mitad de la plazuela, en la claridad rojiza de una luz, había una gran cruz de escalinata y un pilarón con una argolla.

La argolla debió de servir allá en tiempos medioevales para suspender a los ahorcados.

Por la imaginación de Luis pasaron las leyendas de los siglos. Cosas de horror y de tragedia. Las cornejas del convento debían de ser entonces fatídicos espectros. Pero, ahora, eran cornejas... y todo esto una decoración que el maestro Muriel pudiese acomodarle a un paso de sainete..

Pensó que, en estos pueblos, la vida habíase vuelto insoportablemente idiota al ir perdiendo su barbarie. La barbarie fue, al menos, el arte de las gentes que no han podido concebirlo de otro modo. En los grandes centros, con un olvido total de historias y romances, preocupan otras cosas: la música de un Wagner, la suntuosidad de un Music-hall, el maillot que van tendiendo a suprimir las «helénicas» danseuses... Aquí se confundían con su mismo y eterno bostezo colosal, en el casino lleno de moscas y colillas, el siervo y el señor. Un día, y otro día y, otro, y otro... con sus tardes y sus noches, hasta que al cabo de los años se muriesen, aquel rico de la banca apuntaría sus montones de dinero junto a aquel otro que pelaba primorosamente las bellotas.

¡Qué horror! ¡Nunca volvería a ocurrir nada en la paz de muerte de estos pueblos!... Hubiesen traído aquí a Napoleón, y al año se hubiese vuelto cazador de codornices.

Subió dos peldaños, de la cruz, y se sentó en el tercero. Encendió inmediatamente otro pitillo. Una barbaridad. De día, no intrigado y divertido con sus trabajos del campo; pero de noche, en las horas perdurables de estos pueblos, donde no ocurría nada jamás, agotaba un paquete de Susinis.

Tendió el oído, de pronto, porque empezó una música a sonar. Piano... ¡y manejado diestramente! Un bien llovido del cielo le hubiese cansado igual delicia por el alma. Entre el ramaje del hotel divisó un balcón entreabierto. Venía de él, esta sonata... esta sonata, sí... de Sinedy... el gran bávaro de moda...

Se levantó y se fue acercando. Se quedó en la esquina de la verja, lo más cerca posible del balcón, por no perder ni la más leve pulsación de la sonata. La que tocaba, o el que tocaba, era inteligente. Debía de tratarse del profesor de la ciudad.

Era un regalo. Dios se le apiadaba. En tantas días, en el aburrimiento homicida de este pueblo, oía música, y una buena música, por primera vez. Su ser la recibía como la tierra seca una lluvia de verano.

Aunque, no -rectificó en seguida; -maestro y todo el que tocaba, no debía de ser el profesor. El profesor de música de un pueblo tan prosaico no viviría seguramente en un palacete moderno con jardín. La verja cercaba toda la manzana. ¡Alguna señorita!

Tuvo una angustia. Concluida la sonata, volvía el silencio, y parecía que le habían retirado del alma los tules del amparo.

Pero tuvo en seguida una compensación enorme de alegría, porque el piano volvió a sonar, preludiando algo... y la... señorita, cantó. ¡Ah, qué maravilla! Voz extensa, llena, armoniosísima. Ópera, además:


Col pensiero il mío desir
A té ognora volerá,
E pur l'ultimo sospir
Caro nome, tuo sará.


¡Bravo! El lamento de la bella Gilda enamorada.

Luego derramó la poderosa contralto canciones de la Bohemia y la Tosca por la calma de la noche. Era tierna, pues. Amaba lo sentimental. ¿Sería guapa?... Su voz, a menos de contrasentido, dejaba adivinar un pecho, un cuerpo de buena moza.

Descansó ella, tocando el nocturno sexto de Fhlowat y el cuarto de Chopín, y cantó, como final, un pasaje de Lucrecia:


Il segreto per esser felici
Se io per proba...
E l'insegno agli amici...


¡Oh, sobre un desdichado de tres días... qué consuelo esta mujer que sabía el secreto para ser felices!

Mas no estaba en situación de revelárselo... puesto que cesaron el canto y el piano y se cerró el balcón.

Luis, por la entreabertura luminosa, sólo pudo ver un brazo blanco, que le pareció lleno de encajes y pulseras.

Un señor, momentos antes, había entrado por la verja.