​A su almohada​ de Manuel Reina


 Eres feliz, nevada consejera: 
 tú conoces sus gracias virginales, 
 y en tu seno amoroso 
 se desata su rubia cabellera. 
 Tú, que de sus pupilas celestiales 
 bebes perlas tan claras como el día, 
 y el néctar delicioso 
 apuras de sus labios de ambrosía; 
 tú, que velas su pecho enamorado, 
 tú, que aspiras su aliento embalsamado, 
 y sabes su pesar y su alegría, 
 dime por qué ha apurado 
 en la pasada noche 
 el cáliz del dolor y la agonía. 
 Mas no, no me lo digas, consejera; 
 pues de dolor, tal vez, me moriría, 
 si yo la causa fuera.