A prueba/Capítulo 5

Capítulo 5

Por fin, al tercer día, llegó al Palace-Hotel esta carta:

«Amigo Luis Augusto: venga usted esta noche, a las ocho. Cenará con nosotras: y usted, que es entendido, verá antes, un momento... la Venus que hemos adquirido para adorno del jardín. Espero que, después, guarde una absoluta discreción con Josefina. Su afma.
Carlota»


¡Bravo!

Se vestía ayudado por Godfrin, que le ahorraba enojosas elecciones de corbatas y de cosas.

Miró al reloj. Las cinco.

Pero le citaban a las ocho. Y siendo esta una cita de transcendencia y dignidad, él debería ser perfectamente exacto.

-Oye, Godfrin, avísale a José que me prepare el auto.

-¿No va el señor con madama?

-No. Desisto. Ve y dila que otro día.

Era una cocota que el experto servidor le había buscado. Adoraba a Josefina; pero entreteníase, habíase entretenido así en estos tres horribles días de la duda y de la espera.

-¿Y es guapa, dices? -inquirió con el leve y último dolor de su renuncia a la beldad desconocida.

-¡Oh, sí! ¡Le hubiera gustado al señor! Rubia, alta, elegantísima.

Sin embargo, tragó saliva, y se fue en el automóvil.

Recorrió Estoril, y llegó en Cascaes hasta la Gruta del Infierno. Le acompañaba un lisboeta, que mirando el abrupto antro de rocas y de olas, ensoñaba -para allí -cien vírgenes ondinas, a quienes devolviesen a los mares, entre ambos, desfloradas. Tarea para una tarde. ¡Y lástima que el amoroso poder de los humanos no pudiera ser mitológicamente vigoroso de tal modo!

Luis Augusto se acordaba de su novia, y encontraba un poco elegantemente bruto al portugués.

A las siete le volvió en el automóvil al centro de Lisboa, le dejó en un salón de esgrima, y él se fue al puerto.

Caballeroso, ni a este buen amigo de orgías habíale dicho la felicidad que le aguardaba.

«Sí -se confirmó ya dentro del falucho, en tanto que d'Acosta guiaba Tajo enfrente -sí, ¡felicidad! Cuando aceden es que ellas mismas no pueden dudar que sea mi ensueño Josefina».

Iba anocheciendo, y la luna desde la altura azul le derramaba a la anchurosa ría sus resplandores. Luna llena. Luna clara.

Luna casta, ¡Diana! también. Sus velos diáfanos de plata irían a acariciar la pura desnudez de Josefina; porque, seguramente, la cándida mamá, habría aprovechado aquella indicación del baño para ceder a la voluntad del exigente protegiendo con su piadoso engaño a la muchacha: la haría bañarse; le haría a él esconderse donde pudiera verla sin ser visto. Por esto, la carta le recomendaba discreción, para después, con la escultura.

¡Ah, virgen! ¡Su tan adorada idolatrada!

Cruzaron por ante la proa de un trasatlántico. A lo lejos, en la bruma argéntea, se descubrían recortados contra el cielo los bosques de araucarias. Había un remanso con escalinata al mar, cerrando una playa de conchas y arenitas, y allí era donde Josefina se bañaba por las tardes. Ella se lo había dicho en su candor. Y allí, en la plenitud de su candor, irían esta noche sus ojos a mirarla, poetizada por la luna.

Bogaban: llegaban. Luis Augusto, triunfador, ya de pie para saltar, sonreía al orgullo de su influjo sobre la buenísima Carlota, en la cual había causado su elocuencia un efecto sugestivo. ¿Cómo entender, de otro modo, damas de alcurnia las dos, honesta madre, Carlota, que contra todas las razones del mundo, y con ser tan poderosas las de él, accediese a mostrarle desnuda a la chica?

¡Victoria de la perspicacia y del talento!... Por más, también, que de tan buena, Carlota, ¡la infeliz! no podía negarse que era simple. Es decir, que si en vez de dar con él, dan con un truhán...

Saltó a tierra y mandó amarrar la barca, pensando comprar, así que se casase, una canoa-automóvil para efectuar la travesía. Larga, efectivamente. Volvió a mirar el reloj y eran las ocho. ¡Exactitud!

Le aguardaba una doncella, y le hizo cruzar salones, conduciéndole a la estufa:

-Pase, o senhor, y tenha la bondade d'esperar mientras eu aviso a minhas amas.

Luis Augusto, temblando de emoción, dio unos pasos entre las grandes hojas de palmera. Sentóse en el diván desde donde solía oírle la música a su novia. Había tirado el cigarro, y encendió otro. Indudablemente tardarían en disponer el baño y en venir a conducirle hacia la playa. ¿Cómo se habría arreglado Carlota para que se bañara su hija por la noche?

¡Pobre señora! ¡Mucho debía saber que a él le estuviese adorando Josefina, para prestarse a tanto con tal de ahorrarla la pena de abandono!

Las flores y macizos de la estufa bañábanse en la luz de dos globos eléctricos, colgados de cadenas; el uno blanco, sobre la estatua de Afrodita que se alzaba en el centro del estanque; el otro, completamente al fondo, y a la izquierda, rojo, rojo como un ascua, envolviendo en su fulgor sangriento la estatua de una Médicis. Además, el alto y combo techo de cristales filtraba azul la luna. Era fantástico en el vario juego de las luces el diáfano espectáculo.

Sí, sí, un fuerte ambiente de misterio y de poesía. Las delicadezas de Augusto, exasperándose ante las heroicas complacencias delicadas de Carlota, sugiriéronle una variación en el proyecto: «No cenaría con ellas. Así que viera a Josefina en la playa, partiría. La noble dama debía encontrarse ahora en harto azoramiento para que él, con su presencia, la impusiese luego, además, un tormento de sonrojos»... Él era un gran diablo de bondad y sinceridad que jugaba a su albedrío con la enorme candidez de dos mujeres. Noblemente se propuso, pues, dentro de la violencia imprescindible, centuplicarlas sus respetos.

Fumaba y esperaba.

Miraba a la Afrodita; miraba a la Hebe y al Pudor que se entreveían por el ramaje; y miraba, volvía a mirar a la Médicis de mármol que se teñía de fuerte rojo a la luz de aquel farol.

Esta Venus, sobre todo, resumíale, en punto a proporcionalidad y ritmo de las líneas, su ideal. Él tenía otra excelente reproducción de la celebérrima escultura en su casa de Madrid, en su dormitorio.

Sino que el prócer portugués dueño de esta quinta, debía de haber pagado un caudal por la copia que aquí extasiaba a Augusto y que le había extasiado tantas veces. De tamaño natural e irreprochable.

Por otra parte, la artística seducción de la escultura se aumentaba ahora con la roja luz que estábala alumbrando. En su inmovilidad, diríase que con tal luz cobraba el mármol blandura y palpitación de carne viva de mujer. ¡Oh, cuántas veces el adorador de la beldad por la beldad, el buscador infatigable del tesoro vivo de la forma, había hecho desnudarse a las amantes junto a aquella Venus de su casa! Cuántas veces, cuántas veces, para agotar la decepción de lo imposible!

Y la decepción, la maldita decepción, también aquí, empezaba a cuajársele en el pecho. Una casualidad adversa para la pobre Josefina, había querido ponerle a él, previamente, el modelo inimitable ante los ojos...

Una casualidad fatal, una casualidad cruel, puesto que, aun para mayor saña, el rojo resplandor le singularizaba a su atención y le exaltaba más las perfecciones de la Venus, entre las demás estatuas, por un azar inexplicable...

Sino que... vibró, tembló su corazón, de pronto suspenso en ansia de la gloria. Parecióle extraño que precisamente esta noche el azar maldito mostrásele a la Venus en singularización tan hechicera, tan determinada... y... ¡oh, sí!... se preguntó: «¿Por qué, por qué encuentro iluminada de tal modo la escultura, y por qué se me ha hecho entrar a verla... antes que haya de ver a Josefina?»...

No podía dudarlo: aquel rojo fanal no estuvo nunca en la estufa; expresamente había sido hoy puesto para algo... y ¡este algo no podía ser más que una audacia y un orgullo por parte de Carlota!

¿Se le excitaba, se le desafiaba a la comparación entre la inmortal belleza... y la que iba a ver en Josefina?

¡¡Ah!!

Sonrióse Augusto. Crispado en su ventura, y como un inmenso apasionado de su ídolo de piedra, ariscamente aceptaba en nombre de él el desafío, como un juez de serenidades implacables. Fumó, recostóse atrás en el diván, y reposó su mirar de idolatría en los encantos de la Venus.

No importaba que un azar también, o quizás una intención, esta noche le ocultase a la estatua enteramente la cabeza tras una volada rama de los cersis. Intención o azar, era lo cierto que sólo el cuerpo de la diosa y que sólo el cuerpo de la virgen constituíanle a él la comparación interesante. De la cara de su novia, ya sabía demás, y en triunfo, el estético sutil. Mas, ¡ah, su cuerpo de misterio... en plena rivalidad altiva con este inmortalizado por el mármol y consagrado por los siglos!

Eran suavísimas dulzuras las de aquellos hombros, las de aquellos brazos, las de aquellos dedos de la mano diestra tendidos en puente protector de rubores deliciosos ante las flores castas de los senos, y las de aquella otra mano de pudor que amparábase el regazo; eran bravuras de gentil ondulación, de soberana armonía, las de la cadera y los muslos, serenamente turbada su apacibilísima amplitud en las rodillas finas, en la pierna noble, por un juego ideal de relieves musculosos...

De relieves óseos, musculosos, en vital prodigio que esta noche acentuaba asimismo por el talle de la estatua la luz roja...; y tanto, y con tal vigor de suprema humanidad en lo divino, que dijera Augusto que la sombra proyectada por la mano aquélla en el regazo fingíale la ilusión de un breve musgo de amor... bien humano, bien humano... ¡vive el cielo!...

Se levantó. Se iba, acercando a la Venus lentamente, en la fascinación de la realísima existencia viva que prestábala el fulgor sangriento. Llegó cuanto cerca pudo, detenido al fin por tina barrera de latanias, y su intensa idolatría, en lírica excitación, aumentó la fantasía irreal de su mirada hasta hacerle creer que la escultura no tenía esta noche la rígida fijeza de la piedra: ¡no! ¡no!... habría jurado Augusto que la Venus vacilaba, que habíase movido un poco en el alto pedestal que la hacía ocultar la cara entre los cersis... Y... (¡se fijó!)... ¿por qué, además, brillaban córneas las tiñas de sus pies y parecían como tocados de carmín las puntas de sus pechos? ¿Por qué destellaban sus ojos como vivos en el fondo obscuro de las ramas, y su pelo...

No pudo ver más. La sombra lo envolvió todo y a él mismo. Alguien, desde fuera, había apagado los focos. Se oyó dentro un leve ruido de ramaje, se oyó después una blanda huida de pies descalzos, en un firme y rápido pisar de Nereida fugitiva... y luego, luego, al fin... ¡nada!

Luis Augusto no había sabido ni moverse, ni siquiera respirar, en trance tal de brujería. Pero alguien desde fuera volvió a dar luz, al globo blanco, al globo rojo... y ya no estaba la Venus bajo el cersis.

Retrocedió un paso Luis Augusto, a caer en un sillón -rendidos sus ojos, fulgurado el corazón, abrumado todo él de verdad de la verdad!

¡Josefina!! ¡Ella! ¡Ella la que estuvo allí en el pedestal, y no la Venus!

¡Oh, la divina! ¡Oh, la suprema!

¡Bien ¡habíala visto diosa como diosa!

Loco, vencido, admirando en las excelsas valentías de ella y de su madre el amor de la bella enamorada, el respeto hacia tantos heroísmos le creció en el corazón.

Se levantó, y se salió de la estufa y del palacio, sin que nadie le detuviese en su camino.

Su voluntad de no verlas esta noche, era piedad.

La pobre honesta, las dos pobres damas honradísimas, debían hallarse destrozadas.

-¡Rema D'Acosta! -díjole al patrón.

Y recogido hacia la proa, veía su felicidad por la clara inmensa noche y por el Tajo.