A prueba/Capítulo 1

Capítulo 1

Luis Augusto, sin chaleco aún, contemplaba en la baranda de la cama sus ciento seis corbatas. Dudaba cuál ponerse. Al fin, como en todos sus problemas graves, cerró los ojos, tendió la mano... y vio que había cogido una salmón y gris, a bandas transversales.

¡Bravo! Esto abreviaba-por más que hoy no caracterizasen las prisas su existencia.

Fiel al sistema, fue al armario y volvió a cerrar los ojos para tomar cualquiera de sus treinta (no; treinta y tres, con los tres de Alejandría) alfileres de corbata.

Se lo puso y le acudió a la mente un pensamiento filosófico:

«La abundancia es un castigo».

Cierto.

En corbatas, en zapatos y alfileres, en...

Una noche, en una fiesta madrileña, porque él pudo escoger, habló con diez cocotas, cenó con tres y se quedó con Sarah -¡casi horrible!- Es lo que sucede cuando alguien se ve agobiado de abundancia.

La espantosa indecisión repetíasele a cada instante.

Corriendo en automóvil había pensado algunas veces arrojar al camino sus maletas, y proveerse de un traje único, imitación-perro, o al estilo de los perros. ¡Ah, qué maravilla sus Kaiser, Sultán Stella y Machaquito! ¡Pfsui, aquí!... y voilá despiertos y vestidos a los canes, y siempre prontos a marchar.

Es decir, que Luis Augusto, sportsman por vocación, llegaba a la propia o parecida consecuencia, en cuestión de indumentaria, que los sabios alemanes profesores, vistos por él con el mismo levitón y el mismo panamá por las calles de Berlín y los lagos de Suiza y las pirámides de Egipto. Lógrase, pues, de igual manera, la ciencia de las ciencias, corriendo en Derecho Natural o en automóvil.

Tal conjunto de razones, instábale a casarse. Pensaba en Josefina, como quien piensa en la niña más bonita descubierta en otro cierraojos de viaje en un vapor. Corrió tras una regia golfa desde Berna; cruzó Italia; creyó que la encontraba, que la alcanzaba, que ella embarcaba en Nápoles (él engañado por unas grandes plumas de sombrero)... y... voilá que a bordo del steamer, recto hacia Argelia, se halló con la gentil y cosmopolita virgen negra y blanca.

Blanca, la tez -como de rubia de encanto. Negro, el cabello -como de trágico delirio. Misterio de inocencia que dormía. Su bella madre, en cambio, ya había tenido tiempo de despertar a cuanto era... ¡y no era más, de puro buena, que una infeliz medio simple, en toda la extensión de las palabras!

Por seguirlas al Cairo y al demonio, el sportsman había dejado su otó y su ayuda de cámara Godfrin en el centro de la Europa. -Telegrama: Godfrin le salvaría del martirio de elegirse los trajes cada día. Boda: Josefina libraríale de elegirse las cocotas cada noche.

Una delicadísima elección de gourmet de las mujeres, de exquisito diletante, de sabio del amor.

Mas... ¡ah! junto a la niña, junto a la bella junto a la pura... al sportsman de la gran velocidad en el amor y en los caminos, estaba el espejo diciéndole que tenía la cara dura... curtida por el sol, ajada por treinta arrugas a los treinta años.

Y le acudió otro pensamiento filosófico:

«La moda y los deportes nivelan de aspecto al elegante y al obrero».

Ni que cavase viñas, tendría él un moreno y seco rostro más de cavador; los dientes blancos, además, y el bigote recortado, prestábanle una apariencia de lobo en rabia o de vigilante de consumos. Absolutamente distinguido, sin embargo. El duque de hoy ha de tener cara de gañán. Lo intermedio, lo cursi y sin cachet, resulta la faz anémica del señorito ciudadano: habla de nómina y pobreza a diez kilómetros.

No obstante, le asaltó otra duda con sólo recordar el rostro de su niña y novia Josefina, dorado por las brisas, pero terso como un elástico marfil; ¿la igualaría él un tanto en juventud..., se quitaría de encima seis u ocho añitos, siquiera, afeitándose el bigote?

-¡Señor!

Un mozo.

-¿Qué hay?

-Le llaman por teléfono.

-¿Quién?

-Un amigo.

-¿Qué amigo?

-Calla su nombre. Un íntimo de usted, que le ruega se ponga al aparato.

-¡Ah!... bien.

Acabó de vestirse, intrigado. Viajero exótico había frecuentado poco Sevilla, y tenía pocos amigos en Sevilla. Íntimos, ninguno.

Bajó al salón. Púsose al teléfono.

-¿Quién llama?

-Hola, Augusto -oyó inmediatamente; -¿cómo estás?

-Bien, ¿y usted?

-¡Cómo, de usted! ¿No me conoces?

-Hombre... por la voz... ¿Quién eres?

-¡Brea!

-¿Brea? ¿Pepe Brea?... ¡Demonio!

-¡Chico, el mismo!... En un periódico acabo de ver tu nombre entre los viajeros de ese hotel... y digo, digo, ¡chacho, le saludo!... ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

-¡Hombre, no lo sé! Y tú, ¿qué te haces en Sevilla?

-De paso. Salgo esta tarde en el Mazagán para Marruecos. Le voy a curar unas cataratas al Majzen, y llevo seis vagones de bellotas para hacer café.

-¡Demonio!

-Lo que oyes.

-Pero, tú ¿eres médico?... ¿Desde cuándo?... ¿Ni qué bellotas?...

-¡Negocios, hijo! Café para Marruecos: he montado en Fez un tostadero. Curo también la vista, con nitro y excremento de elefante. Vente a almorzar. ¡Tenemos que hablar mucho!... Me encontrarás rehabilitado, potentado, poderoso...

-Hombre, querido Brea, no me es posible. Vente tú, y aquí charlaremos. ¡En seguida!

Oyó faldas, Luis Augusto, y por volverse dejó el auricular.

Tres inglesas que venían a esperar la hora del almuerzo hojeando ilustraciones.

Augusto llamó de nuevo a Brea -y ya no estaba.

Dejó el teléfono. Sentóse en un sillón.

Se dedicó a pensar en su novia, en su niña, criatura-mujer encantadora.

Las esperaba, de paso también al comedor.

Pensaba pedirle a la mamá que la pusiese de largo en estos días.