A mis queridos hermanos Agustín y Soledad
(Lima, julio de 1832)
Tú vives, cara hermana, todavía,
y el desgraciado huérfano que vaga
por lejanas regiones, desconfía
si hay quien lamente su fortuna aciaga.
Respiras, Soledad, y la alegría
ni un solo instante el corazón halaga.
¡Ay! Sí, vives, y me amas; mas los mares
te impiden consolarme en mis pesares.
¡Quien sabe si entre tanto que mi pecho
estos versos me inspira enternecido,
tu mente no atraviesa el largo trecho
que hay entre ti y el triste que has querido!
Llegas, y el corazón que satisfecho
no pudiera jamás haber vivido,
ya no apetece nada, y tu dulzura
para siempre me llena de ventura.
Todo, todo es un sueño; cada día
el sitio do padezco abandonando,
vuela hasta ti mi loca fantasía,
y te allego a mi pecho palpitando.
¡Dulce instante! Tú solo el alma mía
sabes llenar. Mas, ¡ay!, que disipando
tan dulce error, recuerda mi tristeza
de mi mísera suerte la crudeza.
En mi torno la vista tiendo en vano;
llanto, penar amargo y desconsuelo
circundan solo a tu infeliz hermano.
Nadie siente mis males; denso velo
oculta mi existencia a todo humano.
Nadie mi voz conoce, y sólo al cielo
y a ti, mi Soledad, en mi quebranto
mostrar puedo mis penas y mi llanto.
A veces cuando, en busca del reposo,
dormir deseo y olvidar mis males,
no puedo el pensamiento vagoroso
detener un instante, y eternales
son para mí las noches. Pavoroso
veo y recorro sitios sepulcrales,
y la sombra de un padre o de Teresa
conmigo los recorre y atraviesa.
O si en sueños acaso una hermosura
a mi vista se ofrece, se apasiona
mi pecho juvenil, y la amargura
un instante siquiera me abandona.
Pero ¡ay mi Soledad! ¡Cuán poco dura
este placer facticio! Si ambiciona
mi pecho ser amado, ni aun en sueño
durar puede un querer tan halagüeño.
Solo, solo por siempre... es la sentencia
que contra mí el destino pronunciara.
Hasta en la misma edad de la inocencia,
en esa edad feliz, jamás hallara
de un amigo a mi lado la presencia.
¡Cuán infelice soy! La suerte avara
patria, amistad y padres me ha negado,
dejándome en el mundo abandonado.
En esta tierra extraña, de la muerte
si el inhumano golpe me oprimiera,
¿Quién lastimara mi infelice suerte?
¿Quién, quién por mí una lágrima vertiera?
¡Ah Soledad, no puede enternecerte
mi aislamiento fatal!... Mi hora postrera
no causará el dolor de un tierno amigo,
ni habrá quien padecer quiera conmigo.
Yo moriré, y al punto sepultado
quedará para siempre en el olvido
un nombre que no fuera hoy ignorado
si el destino me hubiese protegido.
Nadie en el mundo, nadie apiadado
al recordar mi nombre, enternecido
dirá: yo fui su amigo, yo le amaba,
y en su amargo penar le consolaba.
Perdona, o Soledad; tanto tormento,
tan largo padecer, y el horroroso
porvenir que en mis raptos me presento,
hasta injusto me han hecho. Soy dichoso,
tú me amas, Soledad; ya nada siento
más que placer y dicha. Tú el reposo
vuelves al pecho mío. ¡Si te viera
cuánto fuera mi suerte lisonjera!
Pero ¿por qué no cesan mis pesares?
¿No voy a abandonar estas riberas
para volver a ver los patrios lares?
Sí, volverán las horas placenteras
que en la orilla pasé del Manzanares.
Sí, hermana; mas si un día sorprendieras
mi rostro con el llanto humedecido...
recuerda cuantas penas he sufrido.