A mi patria (2 Althaus)

A mi patria cuando me disponía
a volver a ella a fines de 1860

de Clemente Althaus


Ya se acerca el instante bienhadado
de volver, dulce Patria, a tu ribera,
que, ha un lustro, a mi profunda
constante pena siglo dilatado,
mi planta abandonó por vez segunda:
¡piadoso el cielo quiera
que sea de mi vida la postrera!
Que, aunque de ti destierro no me aparte,
sin cesar empleado en recordarte,
de la ausencia el tormento
al par de triste desterrado siento.
Y es el cielo testigo
que sólo aplaca la tristeza mía
el platicar de ti con dulce amigo,
hijo tuyo también, y de la propia
congoja enfermo de que peno y lloro,
y verte al menos en la breve copia
del mundo retratada,
y desde el suelo donde triste moro
viajar con la prestísima mirada
a tu playa feliz que tanto dista
¡Y ojalá que tan vasta lejanía
vencer pudiera en el veloz momento
en que anda el mapa la ligera vista
o la tierra y el mar el pensamiento!
Y todo es ocasión de que a mi mente
en todos los instantes,
oh patria, tu memoria se presente:
si tranquilo y feliz un pueblo miro,
pensando en tus discordias incesantes,
exhala el corazón hondo suspiro;
si artísticas nombradas maravillas
admirado contemplo,
trasladarlas quisiera a tus orillas;
si de virtud y patriotismo ejemplo
leo o escucho celebrar preclaro,
le envidio para ti; y heroica hazaña,
hecho sublime y raro,
cuanto grande por fin, noble y hermoso
admira en gente extraña,
lo anhela para ti tu hijo amoroso.
Mas no por lo que en ti de menos echo,
y que darte querría,
tan solamente me enternece el pecho
tu memoria dulcísima; que al día,
mil también y mil veces,
por los dones que encierras te me ofreces.
¡Cuánto, oh mi Lima, anhelo
ver de nuevo tu puro alegre cielo!
¡Cuánto echa el alma menos tus iguales
serenos días, y tus noches bellas,
de tus días rivales,
donde todo su ejército de estrellas
en campo azul el firmamento aduna,
y la luz de la luna,
no en lo claro, en lo suave solamente,
es de la luz dïurna diferente!
¡Cuánto extraño tu blanda primavera,
que alegre persevera
y el año cambia en sempiterno Mayo;
tu ambiente puro, sin cesar ajeno
a la lluvia y al trueno,
y al siniestro relámpago al rayo;
tus celestiales hijas, que la fama,
en elegante aliño,
Y en gracia y en beldad, únicas llama;
de tu tan hospital gente y humana
el genïal agrado y el cariño,
que el extranjero al natural hermana;
tus familiares frases expresivas,
donde nueva mayor dulzura toma
de Iberia el dulce idioma,
y su gracia y viveza más avivas;
tus casas, templos, calles y paseos
que niño hollé con indecisa planta;
tus cantos populares
que la memoria sin cesar me canta,
y hasta tus dulces frutas y manjares!
Ni hay en ti, patria amada, cosa alguna
de las que sólo precia quien te pierde,
con que mi ausencia no hagas importuna,
y de que con deseo no me acuerde.
Nunca amarte juzgué con tanto exceso
como hora que de ti distante vivo;
cual la preciosa libertad más ama
el mísero cautivo,
así hora crece de mi amor la llama.
¡Cómo, cuando a tu seno dé la vuelta,
ha de preciar el alma su ventura,
de la familia la sin par dulzura
saborëando, y goces mil que encierra
en sí la propia tierra!
¡Cómo, feliz viajero,
visitaré una a una
tus hermosas ciudades! la ingeniosa
ciudad valiente, de mi madre cuna,
que del ardiente Misti al pie reposa;
Cuzco, que del primer glorioso brillo
despojó el hado aleve,
y la noble Trujillo,
de la opulenta Lima copia breve;
la triste Cajamarca,
que de Pizarro la traición aún llora
y la prisión del infeliz monarca;
y la heroica Ayacucho,
de Cajamarca ilustre vengadora,
cuyo glorioso nombre nunca escucho,
ni escuchar puede libre Americano,
sin que palpite el corazón ufano,
y al cielo gracias rinda el labio ardiente
de haber nacido en suelo independiente.
Mas ¿qué digo? no habrá mezquina aldea
que con ojos no vea
del que nacido fue en su dulce seno,
ni habrá pedazo en fin de tu terreno
que hermoso y santo para mí no sea.
¡Qué gozos tan sublimes me destinas,
cuando del inca imperio
huelle las tristes majestuosas ruinas;
y esas cuyo remoto origen vela,
en confuso misterio
que en vano se desvela
por penetrar el sabio encanecido,
la antiquísima noche del olvido!
O al recorrer, clavando aguda espuela
de generoso bruto en los hijares,
tus inmensas llanuras y praderas;
al penetrar tus selvas seculares,
donde no entra jamás el sol sereno;
al trepar tus Andinas Cordilleras,
de los cielos altísimos pilares;
al ver el breve mar que en tu ancho seno
encierras y aprisionas,
y al detener mi planta en las riberas
de tu caudalosísimo Amazonas
de los ríos del orbe soberano,
y orgulloso rival del océano!
Y ¡cuánto escenas tales,
a la ambición de mi deseo iguales,
inflamarán mi osada fantasía,
que, de lo grande y de lo nuevo ansiosa,
en tu sin par naturaleza, virgen
al canto todavía,
nuevo mundo de rica poesía
conquistará, y laureles que a tu planta
pondrán mis manos en ofrenda santa!
Y una vana ilusión tal vez me engaña:
mas espero que el sano
ambiente, henchido de pureza y vida,
de perüano valle o de montaña
al fin me torne la salud perdida,
aquí buscada con afán tan vano;
y mayor esperanza aún me halaga:
que la antigua ilusión de inmensa y vaga
ventura que persigo
de ti, encarnada, viva,
en divina mujer tu hijo reciba,
y en ella encuentre la anhelada calma
y contra males de la suerte abrigo;
mereciéndote, oh patria, juntamente
el cuerpo su salud, su dicha el alma.
Mas ya me la concedas generosa,
ya de ella seas con mi anhelo avara,
eternamente habrás de serme cara,
sin atreverse nunca la querella
a ti de mi dolor; feliz el hado
me des o desgraciado,
de espinas me corones o de flores,
Tú serás el mayor de mis amores;
y, hasta el postrer suspiro de la muerte,
corazón, alma, vida y pensamiento,
y de mi lira el ardoroso acento,
no he de cesar un punto de ofrecerte;
y, si mi alma amorosa
correspondencia no halla a su deseo,
y sus goces me niega el himeneo,
tú mi dama serás y tú mi esposa.
Ni, por verte tan triste y desgraciada,
de la discordia y ambición teatro,
menos, oh dulce patria, te idolatro,
antes crece mi amor piedad sagrada;
ni, aunque ahora tanto en esplendor te venza,
pienses que la europea
tierra, que te desdeña en su ufanía,
de ser tu hijo me cansó vergüenza;
que ni a la hermosa celestial idea
correspondió del alta fantasía,
que pedazo del cielo la fingía;
mas, aún cuando excediera
las esperanzas mías,
y Edén segundo y mejorado fuera,
nunca tu hijo de ti se avergonzara,
ni jamás dejarías
de ser en sus afectos la primera;
y, si a nacer tornara yo y del cielo
la soberana ley a mi albedrío
elegir consintiera patrio suelo,
mas suelo no eligiera que el ya mío.
Mas ¿quién nos dice, oh patria, que mañana
rayos no des de gloria soberana?
Si es de la vana Europa lo presente,
es tuyo lo futuro;
que nada persevera eternamente,
ni a cambios del destino está seguro;
y con nación alguna
hizo pactos eternos la Fortuna,
que, ministra del cielo, nos gobierna,
y a cada gente el principado alterna.
Tal vez no dista el venturoso día
que, a Europa, demostrando rostro adverso,
al vasto mundo de Colón sonría.
Y el imperio le dé del universo,
y su vez gloriosa le conceda
a mi dulce Perú su instable rueda,
que de tanto reyes en desagravio
con que le aflige y afligió le debe,
citando yazga quizás inútil plebe
quien hoy nos befa con soberbio labio,
Mas para idolatrarte
no ha menester el alma imaginarte
de excelsa gloria y resplandor cubierta:
bástame que en tu cielo mis miradas
alegres saludaron al sol nuevo;
que en ti mi planta incierta
dio sus primeras trémulas pisadas;
que a ti familia y dulce madre debo,
y de la pura infancia los placeres;
a ti el primer amor y las sinceras
amistades primeras:
bástame en fin que tú mi patria eres,
que para el tierno corazón del hombre
todo se cifra en este dulce nombre.
Sí, que en el pecho humano,
de todos sus afectos soberano,
de la patria el amor Naturaleza,
inmortal esculpió, profundo, inmenso,
del tiempo vencedor y la distancia;
y de nuevas regiones la grandeza,
poder, tesoro, amor, nada le entibia;
y, aunque el más triste páramo de Libia
te engendrara, y estancia
te dé en su vasto seno,
de eternas fiestas y delicias lleno,
la encantada metrópoli de Francia,
siempre suspirarás en suelo ajeno.
Aunque terrenos paraísos pises,
nada el anhelo de la patria aplaca:
dígalo el sabio pacïente Ulises,
que, con morar en un Edén pequeño,
de bella diosa idolatrado dueño,
sólo anhelaba regresar a Itaca,
y, como favor sumo,
a Jove suplicaba queje diera
vivir donde siquiera
se divisase de su hogar el humo;
y, huyendo de la tierna amante diosa,
sentado tristemente en la ribera
del inmenso océano,
pasaba entero el día
en su patria pensando, hijo y esposa,
y en Laertes, su anciano
padre, que acaso ya no viviría.
Y a su lado llegando, se quejaba
tal vez así la huéspeda divina:
«¿Por qué me huyes, ingrato?
¿La soledad prefieres de esta playa
de una diosa al amor y estrecho trato?
¿Por qué yaces sentado en la marina,
desde que el alba sonrosada raya
hasta que el sol declina,
en silencio y a solas
contemplando con lágrimas las olas?
¿Qué mortal, sino tú, pagar pudiera
mi amor en tal manera?
¿Quién en este terrestre paraíso,
del alma primavera eterna corte,
quién por mí no olvidara hijos, consorte,
familia, patria, y cuanto un tiempo quiso?
en jardín que deleita las miradas
del que deja las célicas moradas,
o a visitarme baje,
o me traiga de Júpiter mensaje,
¿Quién, dime, el mundo todo no olvidara?
Mas tú, la dicha rara
de ser el caro dueño de Calipso
mal preciando insensato, solo anhelas
a Itaca desplegar las raudas velas,
y volver de Penélope a los brazos:
mas, dime, ¿en hermosura no la eclipso
y en amor y en ingenio? pues mal puede
débil humana, que a los años cede,
a eterna diosa disputar la palma
en corporales prendas y del alma.
«Deja pues ese anhelo y largo llanto,
y mi amor goza en tanto;
de la inmortalidad con que te brindo
acepta el alto don, y sé mi esposo;
tiempo es que de tus viajes el reposo
quieras aquí gozar; de nuevas penas
en demanda no vayas,
libre de tantas por mi amparo apenas.
¡Ah! si supieses los trabajos grandes
que te esperan al irte de mis playas,
cuando por mares y por tierras andes
errante peregrino,
sin que un punto reposes,
juguete del destino,
y blanco de las iras de los dioses,
por siempre renunciarás al deseo
de salir de este plácido Eliseo;
y tu Itaca pusieras en olvido
y tu esposa, gozando satisfecho
de ilustre diosa el venturoso lecho,
que más de un morador esclarecido
del bienhadado Olimpo envidiaría.»
Entre airada y amante,
se querellaba así la hija de Atlante;
y el Itacense así le respondía:
«Cierto es, augusta, Diosa,
cuanto decís, y mal comparar puedo
mi Itaca pedregosa
a esta florida, amena, feliz isla,
de los cielos bellísimo remedo
(y en el mismo de Jove alcázar alto
vos con vuestra presencia convert isla)
ni soy tan ciego y de sentido falto,
que no alcance a entender con cuanto exceso
vence a la de mi esposa y anonada
vuestra inmensa beldad, que nunca el peso
del tiempo sentirá, ni de la helada
enfadosa vejez los graves daños,
habiendo de volar sin fin los años
sin que el menor hechizo nunca os roben,
mas siempre os hallen bella y siempre joven;
mientras la frágil suya,
cual flor que vive sólo una mañana
a marchitarse y fenecer condena
forzosa ley de nuestra estirpe humana:
mas Itaca es mi patria, y negra pena,
que resistir es vano,
me roe el corazón, de ella lejano;
a ella de noche viajo, y a su puerto,
do no puedo despierto,
abordar en mis sueños me imagino;
y paso, como veis, del sol el curso,
mirando el mar inmenso, que el camino
es de la patria mía,
y que al alma tristísima consuela
con la dulce esperanza de que un día,
si no me abandonó favor divino,
me ha de llevar por él rápida vela.
«No hay hora, no hay instante en que no piense
cuando será que al fin suelo itacense
huelle, y bese con llanto y reverencia;
y sienta el indecible regocijo
de ver de nuevo, tras tan larga ausencia,
a mi tan fiel Penélope querida,
y a nuestro dulce hijo,
que tan niño quedara a mi partida;
y a mis amantes padres, cuyo largo
vivir prolongue hasta mi vuelta el cielo,
y a la fiel turba esclava,
y hasta a mi pobre perro, mi leal Argo,
¡que por seguirme, a mi partir, lloraba!
«Mi pensamiento sin cesar desvela
de esposa e hijo la ignorada suerte,
y tan tenaz recuerdo
ni en vuestros brazos amorosos pierdo;
acaso, mientras yazgo en ocio inerte,
audaces pretendientes codiciosos
a mi pobre Telémaco dan muerte,
y a Penélope cercan, ambiciosos
de su himeneo, con tenaz asedio,
que a reducir no basta
el firme pecho de mi esposa casta;
tal vez, tal vez la dolorida exclama:
«¿Dónde mi esposo está, que no me auxilia?
Si en la tumba no duerme,
¿por qué así deja solitaria, inerme
tan largos años a su fiel familia?»
Sí, mi dulce Penélope, tus voces
escucho, y, pronto dando las veloces
lonas al viento, volaré en tu ayuda;
pronto a Plutón mi vengador encono
la turba loca lanzará, que solo
falsa esperanza de mi muerte alienta
a pretender del Laerciada el trono,
y la mano y el lecho de su viuda.
«Sin que el anhelo del retorno templen,
que tan ardiente os muestro,
los males que me anuncia el labio vuestro:
no son para mí nuevas
de la suerte las pruebas,
con las que mi valor más acrisolo;
diez años en crudísimas batallas
me miraron de Troya las murallas;
las iras sé de Eolo,
y los peligros de Caribdi y Seila;
y del Cíclope hambriento,
a quien privé de su única pupila,
cercano a ser me vi triste sustento:
del hado a los insultos estoy hecho,
y así, cuantos añada
su cólera jamás apaciguada,
todos resistiré con fuerte pecho.
«Mas no os enojen, Diosa, mis sinceras
palabras, ni temáis que en tiempo alguno
olvide ingrato cuán piadosa y noble,
en vuestras playas dándome acogida,
me salvasteis de la ira de Neptuno;
hasta la hora postrera de mi vida,
en cualesquiera mares o países
a do el hado me llevó,
siempre en el alma vivirá de Ulises
la memoria dulcísima de tantas
altas mercedes que a Calipso debe,
y que agradece humilde a vuestras plantas.»
Si pues Ulises, de una diosa amado,
gozando de su lecho y de su lado,
en valles siempre amenos,
en jardín sin cesar florido y verde,
que bello se mostraba a las miradas
a contemplar al cielo acostumbradas,
su patria echaba menos;
¿cuánto será razón que te recuerde,
dulce suelo peruano,
siendo tanto más bello
de Calipso el imperio sobrehumano
que la tierra que huello,
cuanto a ti cede Itaca, la postrera
hija del Océano,
de quien ni el nombre recordará el mundo,
si por aquel no fuera
a quien tornar a verla costó tanto
de deseos, de afanes y de llanto?


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)