A mi madre (Althaus)

A mi madre
de Clemente Althaus


Como en la dura guerra
del océano y huracán tonante,
recuerda el navegante
el quieto asilo de la dulce tierra;
tal yo, madre querida,
sola dulzura de mi triste vida,
en este mar tempestüoso, inmenso
de tedio y amargura,
me vuelvo a ti y en tu cariño pienso,
como en puerto de amor y de ventura.
Y cuando más la pena me castiga,
t al peso del tormento
parece que se rinde el sufrimiento:
¡Ay! ¿dónde, dónde estás, mi única amiga,
exclamo gemebundo,
que a tu Clemente a consolar no vienes,
tú que eres para mí todo en el mundo
y cifras para mí todos sus bienes?
Tú que eres de mi suerte en los rigores
padre, amigos y amores,
pues de todo me tiene despojado
la fiereza del hado.
¿Adónde, adónde estás, para contarte
mis desventuras mil parte por parte?
Que mal podré, si a ti no lo confío,
confiar a nadie el sentimiento mío;
y años ha que me dijo la experiencia
que no hay quien del que sufre, con espanto
y presurosa planta no se aleje,
cual católica turba del hereje
a quien persigue el anatema santo.
Mas tú que eres mi madre,
que con ojos serenos
nunca pudiste oír malos ajenos,
que de dolor larga experiencia has hecho,
y a quien no hay alabanza que no cuadre
por tu sensible generoso pecho,
leerás sin hastío
los tristísimos versos que te envío
desde el lejano suelo donde moro;
antes los regará tu ardiente lloro,
y mirarme quisieras a tu lado
para darme el consuelo demandado,
y a mi lloroso rostro dulce abrigo
dar en tu seno amigo;
como allá en mis niñeces
cuando, en tu ausencia maltratado a veces,
a tu encuentro llorando veloz iba
a decirte mi agravio;
y tú me consolabas compasiva,
y mi oído halagabas con aquesos
dulces acentos de sin par terneza,
que sólo al dulce labio
de una madre enseñó naturaleza,
y mil me dabas regalados besos.
Nací, y aún me arrullaban en la cuna,
cuando a mi padre me robó la fiera
enemiga Fortuna,
cual si darme a entender así quisiera
que a tan triste partida
correspondiera el viaje de mi vida.
¡Ay! madre, y el deceno
año apenas cumplí, cuando el malvado
destino me arrancó a tu dulce lado,
levándome a distante suelo ajeno!
Hoy es, y aún a recordar me aflijo
que, sin decir adiós a tu pobre hijo
ni estrecharle a tu seno,
del bajel con secreto te partiste,
temiendo el trance de un adiós tan triste.
¡Cuánto con voces, cuánto
no te llamé con alarido y llanto,
al verte de repente en la barquilla
que tornaba a la orilla,
el lloroso semblante
cubriendo, oh madre, con tu blanco lienzo!
Y en tanto la ligera resonante
nave iba ya rozando; San Lorenzo
pronto pasó, doblando su carrera;
y yo que contemplaba con ansiosa
vista la costa, al fin no vi do quiera
sino el cielo y la mar espacïosa.
¡Cuál entonces quedé, al pensar que a un tiempo
de mi madre y mi patria me alejaba!
¡Cuánto apuró de aquella doble ausencia
el profundo pesar! a mi presencia
la extraña gente, con mi llanto pía,
con blanda mano hiriéndome la frente,
«¡pobre niño, decía,
que de su dulce madre vive ausente!»
De pueril turba juguetona y leda
la bulliciosa rueda
abandonar usaba de repente;
y a llorar me apartaba,
a llorar sin consuelo,
que tu recuerdo y el del patrio suelo
súbito me asaltaba;
y recordaba los felices días
cuando en la tarde ociosa,
en el abierto corredor sentada,
jugar con mis hermanos me veías.
Y un lustro que duró tal pesadumbre
el estar triste y solo hizo costumbre
de sociedad esquivo
y taciturno siempre y pensativo;
pasó ya la tristeza
a ser naturaleza,
y la melancolía más profunda
de entonces fue mi condición segunda.
Di al fin la vuelta a mi país nativo,
y de mi vida el júbilo más vivo,
que, en descuento de tantas aflicciones,
darme quiso la suerte,
fue el de volver, tras de la ausencia, a verte:
¿Quién dirá la dulzura de ese instante,
del largo abrazo estrecho
en que a tu pecho confundí mi pecho
y junté mi semblante a tu semblante;
y uno y otro deshecho
en dulcísimo llanto de alegría,
nada más murmuraron nuestros labios
que «hijo de mis entrañas», «madre mïa»?
Y cuando de la patria la dulzura
y el amor de la familia y tu cuidado
a templar empezaban mi tristura,
de la vida en la más secreta fuente
me hirió con cruda saña
enfermedad extraña
que a la tumba me arrastra lentamente;
pues a tornarme la salud primera
vana la ciencia fue, como fue vano
de Lima la perenne primavera
abandonar por climas donde eterno
extrema sus rigores el invierno.
Mas con el dulce engaño
siempre me ha lisonjeado la Esperanza
de que, al nacer cada año,
le saludara mi feliz mudanza:
¡Ay! que los años huyen, y ya el quinto
empezó no distinto
para mí de sus tristes compañeros;
y otros tras él sucederán ligeros,
sin que ninguno en su fatal hüida,
me deje o traiga la salud perdida.
Pero tales congojas, y mayores,
paciente tolerase, si pudiera
pábulo dar a mi afición innata
al arte que con voces por colores
creación retrata;
pero mi mal lo veda inexorable,
y, si sus leyes obstinado quiebro,
agudísima espada
atravesar parece mi cerebro,
envuelta en parda nube la mirada,
llenos de sordo estruendo los oídos,
y turbadas potencias sentidos:
tanto que pueden, dulce madre, apenas,
poetizando mis extrañas penas
y destino tirano,
idear la mente y escribir la mano
estos que a ti dedico versos rudos,
de primor y elegancia tan desnudos.
Para mayor tormento, se imagina
donde quiera consuelos y divina
felicidad mi arrebatada mente,
que fácil se afervora y alucina,
y es en todo por ella divisada
la dicha que jamás encuentra en nada.
Como goloso infante, viendo henchido
de licor rubio el cristalino vaso
que de su audaz inquieta mano acaso
al alcance dejó servil olvido;
si engañado le coge y bebe ansioso,
en lugar de la miel apetecida
que imaginó gustar, gusta rabioso
el sabor de amarguísima bebida,
destinada al provecho
de enfermo preso en congojoso lecho;
tal engañada el alma, halla tan sólo
un sinsabor donde creyó un contento;
y aunque padece sin cesar el dolo
de suerte mofadora,
dolores no le excusa el escarmiento,
y en cada día un desengaño llora.
Y ¡siempre así será! ¿de la ventura
nunca veré el semblante?
Y desde que del sol la lumbre pura
mis ojos alumbró hasta que en oscura
eterna sombra se hundan y alto sueño,
¿no habré de ser feliz ni un sólo instante?
¿Perenne desamor es mi destino?
¿Eterna soledad es mi camino?
¡Ay! tú mi adiós postrero
sola recibirás, si ya no muero,
para mi mayor daño,
de ti distante y en país extraño;
y solitario partiré del mundo,
cual de grande ciudad triste extranjero
parte, sin que de nadie se despida,
ni brazos le den fieles
el abrazo postrer de la partida
de su breve morada en los dinteles,
ni el usado lenguaje
de labio alguno amigo
oiga, que del vïaje
como augurio feliz lleve consigo.
¡Cuántas veces, como él, solo me alejo
de alguna gran metrópoli europea,
y en largo lloro mis mejillas baño,
al ver que a otras ciudades me encamino
donde nadie me espera ni desea,
donde será, como en aquélla, extraño
el triste peregrino!
Y este viaje que ignora
dulce saludo y tierna despedida
es una imagen fiel y dolorosa
del viaje solitario de mi vida.
Mas no me niegue el hado
siquiera este consuelo
de morir en mi patria y a tu lado,
y en el regazo amado
donde durmió mil veces pequeñuelo,
incline tu hijo y hunda
su pálida cabeza moribunda.
Cuando, en muerte próxima y temprana,
en la vecina iglesia triste doble
de los agonizantes la campana; inmoble
cuando sin alma esté mi cuerpo
y cual cera amarillo;
cuando, al sonoro impulso del martillo
el postrer clavo mi ataúd taladre;
cuando por fin con indolente priesa
escondan mi cadáver en la huesa;
me llorarás tú solamente, madre.


(1858)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)