A los pies de Venus/Parte III/VI

V
A los pies de Venus
de Vicente Blasco Ibáñez
Tercera Parte : NUESTRO CESAR
VI
¡Y NO LA VERÉ MAS!


Llevaba Claudio Borja varios días recluido en su casa, sin otro ejercicio que cortos paseos, apoyado en un bastón, por el jardín del villino. Todas las tardes recibía la visita de sus amigos, instalándose éstos en el estudio, como si fuese una prolongación de aquel café, lugar de sus reuniones, para hacer compañía al que llamaban por antonomasia el herido.

Una mañana, cerca ya de mediodía, vino a visitarlo Enciso de las Casas. En días anteriores se había valido del teléfono para preguntar por el estado de Borja, excusando su ausencia y justificándola con las grandes ocupaciones qua le imponía cierta cuestión entre el Gobierno de su país y el Vaticano. Atento siempre a cumplir las reglas del buen trato social, creía faltar a sus deberes no yendo en persona a pedir noticias.

Al presentarse ahora, volvió a hablar de sus importantes laborea diplomáticas, celebrando a continuación el buen aspecto del convaleciente

—¿Quién diría que tiene usted la pierna atravesada por un balazo? ¡Qué encarnadura vigorosa!... Es usted un verdadero Borja, digno de sus ascendientes.

Permaneció indeciso algún tiempo, como si temiese lo que iba a decir y el mal efecto que pudiera causar en su oyente.

—Ríñame, amigo mío—dijo de pronto con aire resuelto—. Aunque soy más viejo que usted, tal vez he cometido una chiquillada que le molestará; pero no dude que lo hice con buena intención. ¡Me asusté tanto al verle chorreando sangre en aquel jardín!...

Y bajo la mirada interrogativa de Claudio siguió expresándose con tono de excusa:

—Los médicos dijeron que la herida no era grave; pero yo juzgué oportuno cumplir mis deberes de amigo avisando al único de sus parientes que conozco. En resumen: necesito decirle que remití un largo telegrama a Valencia anunciando a su tío don Baltasar todo lo ocurrido.

Claudio acogió con inquietud las últimas palabras.

—Luego envié otro telegrama quitando importancia al suceso; pero, sin duda, creyó el canónigo que mi segundo aviso era simplemente una treta para tranquilizarle, y se atuvo a mis primeras palabras. Total: que don Baltasar llegó anoche a Roma esta mañana vino a verme, y ahora está en la Embajada de España hablando con el señor Bustamante.

En el primer momento no ocultó Borja su enfado contra este plenipotenciario tan bondadoso, tan simpático e inoportuno. Pero, al fin, se mostró sereno, acogiendo la noticia con afectada indiferencia. El canónigo Figue-ras ya estaba en Roma y era inevitable el verlo. Escucharía con paciencia su sermoneo, si es que en realidad se interesaba por este episodio de la vida moderna, menos conmovedor para él que los otros que iba descubriendo en documentos antiguos.

No podía dudar, sin embargo, del afecto del santo varón. El era, tal vez, el único ser contemporáneo capaz de hacer vibrar su sensibilidad Esto del duelo y el balazo debía de haber sacudido como una catástrofe telúrica e] venerable caserón, envuelto en discreto silencio, allá en la tranquila calle de Caballeros.

Según contó Enciso, había preparado Figueras rápidamente su viaje, y al tomar el tren se imaginaba encontrar en Roma moribundo a Claudio. Este tuvo, no obstante, la sospecha de que también debía haber influido en tal resolución el hecho de vivir él en la Ciudad Eterna. ¡Ver una vez más las Estancias de los Borgias, con los restos de la azulejeria de Manises encargada ñor Alejandro VI!...

Volvería don Manuel acompañando a Figueras aquella misma tarde. Ya lo había preparado para que no agobiase a su sobrino con inútiles quejas ni reprimendas morales. Era conveniente olvidar lo pasado o pensar sólo en ello para ponerle remedio. Todo lo ocurrido debía apreciarse como una aventura descabellada, propia de la juventud.

Acogió Borgia con débil sonrisa de agradecimiento los buenos propósitos de Enciso. La presencia de éste acababa de despertar en su memoria muchos recuerdos adormecidos.

Vacila antes de hacer una pregunta que desde algunos minutos antes se agitaba en su pensamiento, pugnando por exteriorizarse.

—¿Y Rosaura?—dijo al fin. Ahora fue el diplomático-artista quien titubeó.

—Esa señora—repuso después de larga pausa—debe de estar ya lejos de Roma en los presentes momentos. Me dijo que se marchaba hoy... ¡Ay querido Claudio! La vida cambia incesantemente y nosotros también Ya sabe usted que la existencia es a modo de rueda, y cuando nos Imaginamos ir siempre hacia arriba, en una ascensión sin término, nos vemos sabeza abajo,

La que usted llama Rosaura ha dejado de merecer tal nombre poético. Es simplemente la señora viuda de Pineda, y pronto pasará a ser la señora de López Rallo. Se casa, querido amigo, y se casa con verdadero fervor como si fuese a conocer por primera vez el matrimonio. Una mujer tan interesante, tan... poética, sólo habla de las cosas del hogar, embelleciéndolas con verdadero entusiasmo.

Y Enciso mostraba en palabras y gestos una desilusión de padre de familia cansado de los monótonos placeres caseros y admirador secreto de irregularidades y aventuras al ver a esta dama novelesca, perpetuo ídolo de sus ensueños, igual a su propia esposa y a la mayor parte de las mujeres que encontraba en los salones.

—Yo no sé—continuó—qué potencia de sugestión tiene ese muchacho del monóculo. ¡Quién podía Imaginarse a Rosaura la perfecta casada, pensando nada más que en sus hijos y deseosa, tal vez, de tener otros en su segundo matrimonio!...

Siguió escuchándole Claudio con cierta frialdad. Examinaba su interior para saber si tales palabras despertaban en él ecos dolorosos. Realmente, no sufrió celos ni le agitó la cólera. Creía que le hablaban de otra mujer, distinta a la que él había conocido. Hasta sintió cierto deseo de reír Imaginándose a Rosaura con este nuevo aspecto de hembra tranquila y procreadora. Era semejante a las llamadas burguesas que tantas veces excitaron la risa de los dos en el jardín de la Costa Azul.

La había creído igual a una de esas aves marinas cuyas alas son fuertes como las del águila y puramente blancas como las de la paloma, volando sobre la inmensidad oceánica, viendo las olas altísimas cual insignificantes arrugas de la llanura azul, y ahora resultaba un ave de corral, ansiosa, de vivir entre polluelos.

—Yo creo, amigo Claudio — continuó el diplomático—, que esa bofetada dada por usted en el hotel no pudo ser más oportuna... para el otro. Tal incidente sirvió para que Rosaura se interesase por ese mozo como nunca, sufriendo angustias al pensar en su suert, admirando su actitud valerosa. Para las mujeres, el hombre que aman resulta siempre un héroe. De ser López el herido, ella lo habría curado, lo mismo que se ve en las novelas, enternecida por su desgracia. Como ha tenido la buena suerte de que el herido sea usted, ella lo admira como triunfador. De todos modos, lo ama más fervorosamente que antes del choque de ustedes dos.

La consideración de su vencimiento y de que Rosaura creía al otro más valiente amargó por primera vez a Claudio, reflejándose en su .rostro la molestia que le causaban tales palabras.

Enciso debió de darse cuenta de sus pensamientos, y se apresuró a añadir:

—No crea que vive tranquila y orgullosa después de lo ocurrido. Al contrario, parece muy inquieta. Teme que usted vuelva a tener cuestiones con López Rallo. Dice que conoce su carácter, y que, sin duda buscará al otro para perturbar la felicidad..., de ellos dos... Sé bien lo que digo. Puedo afirmarlo, pues lo he escuchado de su propia boca.

Y sonriendo al evocar el recuerdo de una visita grata, contó a Borja cómo dos días antes la señora de Pineda le había suplicado que fuese a verla en su hotel.

En dicha entrevista le revelaba sus planes futuros de existencia, su matrimonio con el secretario de Legación.

—Adivinará usted—siguió diciendo— que no me llamó únicamente para darme tales nuevas. Quería que yo la acompañase aquí mismo, presenciando una conversación de ustedes dos. Necesitaba verlo para pedirle en nombre de su antigua... amistad que la deje tranquila y no se acuerde más de su persona. Quiere que acepte los hechos, como ella los aceptó en otro tiempo. «Lo pasado fue un sueño, amigo Enciso ; un sueño nada más. ¡Ay! ¿Quién no ha soñado?...» Estas fueron sus palabras.

Asintió Claudio con movimientos de cabeza, permaneciendo silencio?o. Lo mismo que había dicho Rosaura cuando se hablaron en el hotel.

—Usted reconocerá—continuó el diplomático—que el encargo resultaba un poco... difícil para mí. La» mujeres encuentran natural todo lo que favorece sus deseos. Figúrese un hombre como yo, tranquilo, de costumbres respetables, trayéndola aquí para presenciar una entrevista tempestuosa de antiguos amantes... Y si por el contrario, la conversación se dulcificaba, con un grato desfile de recuerdos melancólicos, ¡imagínese qué papel para un ministro plenipotenciario cerca del Papa!... A mí me gustan las cosas novelescas..., pero hasta cierto punto.

Y parecía vibrar en su voz un lejano eco de aquella envidia mansa, de aquel tranquilo despecho con que había comentado siempre las historias amorosas de la bella argentina, tan admirada por él.

—Por fortuna, ella misma desistió de la visita cuando le propuse que viniese sin mi, dándole las señas de esta casa. Por nada del mundo se atreve a quedar a solas con usted. Tal vez tiene miedo a que los recuerdos puedan más que su voluntad; y esto, querido Claudio, resulta lisonjero para un hombre... En resumen: se limitó a rogarme que influyese con usted para que no moleste más a ella ni a su futuro marido. Hoy se han marchado de Roma no sé adonde. Verdaderamente después del duelo, su existencia aquí no resultaba grata. Tenía que permanecer en sus habitaciones del hotel, sin atreverse a bajar al comedor ni al salón. En nuestro mundo se comenta todavía el suceso... Todos los que no la conocen querían verla. Las mujeres se ocupaban envidiosamente de su buena suerte. ¡Dos jóvenes queriendo matarse por una viuda con hijos!... Y exageraban su edad para dar cierto aspecto ridiculo al choque de ustedes...

Eran más de las doce, y Enciso quiso marcharse. Antes de partir creyó del caso dar por adelantado algunos tíe los consejos que seguramente iba a oír Borja de boca de su tío.

—Don Baltasar piensa como nosotros dos. ¿Se extraña usted y quiere saber quién es el otro?... Me refiero a don Arístides. Mi ilustre amigo le quiere como siempre. Lamenta un poco lo que ocurrió aquella noche en mi casa; pero ahora, gracias al tiempo transcurrido, lo ve con frialdad lo mismo que lo vi yo desde el primer momento. Una humorada un poco fuera de tono; un capricho genial de poeta, como digo a todos... Las cosas se arreglarán, amigo Claudio. Déjese llevar por las exigencias sociales como si fuesen olas dulces. Después ya se saldrá de la corriente, cuando lo juzgue oportuno, para hacer sus gustos, pero siempre sin escándalo... Siga los consejos de nosotros tres, que le queremos.

Al quedar solo el joven, resurgió en su memoria la imagen de Rosaura, tal como la veía un año antes, entre las florestas de la Venusberg.

En días anteriores era una pálida imagen, falta de vida, logrando evocarla sin que despertase en él vibración alguna. La tenía cerca, podía verla en cualquier momento, repitiendo la escena del dancing, perturbando sus nuevos amores, y la convicción de tal potencia le mantenía Inactivo, en resignada calma. Ai saberla ahora lejos, fugitiva con aquel hombre de gustos frivolos, hábilmente egoísta para asegurarse una vida de lujo por medio del matrimonio, fuera ya de su alcance, imposibilitado de adivinar dónde se encontraba, resurgía en su recuerdo como la Venus medieval emergp ante los ojos del caballero Tannhauser, desnuda, luminosamente blanca cual una nube hecha carne, entre 'las valvas, de la enorme madreperla que le sirve de lecho. Ya no la comparaba ahora con un ave doméstica. Desplegaba sobre la inmensidad azul sus alas blancas de paloma de Afrodita, majestuosa como un águila, pero en su vuelo iba hacia otro.

«¡Y no la veré más!—decía con voz de lamento—. ¡Ay! ¿Quién me la devolverá?...»

Seguía pensando en esto a media tarde, cuando llegó don Baltasar Fi-gueras, acompañado hasta la puerta del villino por un doméstico de la Embajada de España.

El canónigo se mostró discreto. Con una curiosidad casi infantil, quiso ver y tocar el vendaje que aún llevaba el joven en la pierna herida. Escuchó luego el relato del encuentro, formulando preguntas pueriles para explicar ciertos detalles.

—¡Las majaderías que hacen los hombres!...

Pero a tal exclamación unía cierto orgullo, pensando que uno de su familia había expuesto la vida tranquilamente como lo hicieron en otros siglos, yendo de torneo en torneo ciertos caballeros andantes del reino de Aragón que ostentaban ante su nombre el titulo de Mosén .

Evitó alusiones directas a la dama que él había conocido en la Costa Azul, autora inconsciente de tales hechos dramáticos. Su honestidad eclesiástica le hizo evitar estas y otras escabrosidades de la conversación.

—Creo que después de las tonterías que llevas hechas—dijo con un acento severo que no causó mella en su oyente—, renunciarás a la vida actual. La verdadera culpa de todo la tiene tu existencia de vagabundo, sin familia, sin mujer, sin casa. Esta mañana hemos hablado de ello don Arístides y yo. El se muestra dolido, y con razón, de lo que ha pasado; pero te quiere, y lo mismo ese pobre ángel de Estelita, y hasta su tía, que tiene su geniazo, pero en el fondo es uní- buena de Dios. Te perdonan y te esperan. No digas que no; para algo me ha traído la Providencia aquí. Les harás una visita conmigo. Nada de hablar de lo que ya está olvidado. Yo te ayudaré... Volverás a vivir con la familia de tu antiguo tutor, lo mismo que antes que conocieras a esa señora. Lo que debe ser, será. Como don Aristides goza de tanto poder en el Vaticano, puede arreglar tu boda en pocos días, suprimiente trámites. Te advierto que no me voy de aquí sin dejarte casado con Estelita.

Y creyó que con esto quedaba dicho todo.

A la mañana siguiente salió Borja por primera vez de su casa para buscar al canónigo en un hotelito de la calle del Governo Vecchio, muy frecuentado por clérigos a causa de su proximidad a la Ciudad Leonina, y que le había servido de alojamiento en todos sus viajes a Roma.

Andaba Claudio sin dificultad, apoyándose ligeramente en su bastón, gozando de las delicias del movimiento, del aire libre y del sol, en una mañana suave, cuya luz dorada, cernida por nubes sutiles, daba cierto color de naranja a las piedras antiguas, Figueras, al salir de su alojamiento, le hizo saber que estaban invitados a almorzar en la Embajada de España a la una de la tarde. Pero era oportuno presentarse antes para que se restableciese la cordialidad entre Claudio y la familia de don Arístides.

—Ahora son las diez. Nos iremos allá a las doce, cuando disparen el ea-ñonazo en el castillo de Sant' Angelo.

Como ya no le inspiraban preocupaciones los asuntos de su sobrino, volvió otra vez a pensar en su tema, excitado por el ambiente de Roma.

—Necesito ir, antes del almuerzo, a echar un vistazo a las famosas Estancias, decoradas por el Pinturicchio.

Mientras caminaban hacia el Tiber, siguiendo luego por el puente de Sant' Angelo y las calles rectas y estrechas de la Ciudad Leonina, don Baltasar formuló, una vez más, sus protestas contra los grandes calumniados, como él llamaba a los Borgias.

—A Lucrecia ya le hicieron justicia. El protestante Gregorovius y otros historiadores han probado que esta dama, muerta a los treinta y nueve años, de mal parto, no fue nunca la mujer sensual ni la envenenadora Inventada por los enemigos de su familia, y que ciertos poetas de nuestra época ennegrecieron aún más, caprichosamente. Siendo princesa de Ferrara, ella, que en su juventud había figurado como la mujer más elegante de Europa, renunció a las vanidades mundanas se despojó de joyas y ornamentos, entregándose a la vida piadosa, fundando monasterios y hospitales sin abandonar por ello el cuidado de sus hijos ni los deberes representativos de una princesa reinante. Su muerte, ocurrida en mil quinientos decinueve, fue la de una buena madre, mostrándose serena, piadosa y cristiana hasta el último momento. Todavía en la antevíspera escribió doña Lucrecia de su propio puño al Pontífice León Décimo, con el que estaba en correspondencia frecuente. Por sus cartas sabemos que hacia diez años que llevaba bajo sus vestiduras majestuosas un áspero cilicio y dos años que se confesaba todos los días, comulgando semanalmente.

Todo el pueblo de Ferrara lloró su muerte. Alfonso de Este, su esposo, rudo soldado que escribía al pie de su firma bombardero , como el mejor de sus títulos, vivió quince años más, pero acordándose siempre de ella.

Sin fijarse en que Claudio no parecía mostrar en aquel momento gran interés por esta rehabilitación histórica, el sacerdote continuó:

—El último en morir de la familia Borgiá fue don Jofre, príncipe de Esquilache. Este joven, que César tuvo siempre como hombre para poco, débil de cuerpo y encogido de ánimo, debió de sentirse feliz al verse solo en la Tierra.

Su mujer, la inflamable doña Sancha, había fallecido en 1606, luego que César la hizo sacar del castillo de Sant' Angelo, donde estaba encerrada por orden de su suegro el Papa, enviándola a Nápoles. Al morir, aún no había cumplido veintisiete años.

—Aquella gente vivía muy aprisa, yéndose del mundo antes de tiempo. A pesar de su mala fama, he leído en cartas de algunos españoles de entonces, que fue doña Sancha «muy acabada y valerosa princesa, y muy favorecedora de España». Fuese como fuese, lo cierto es que don Jofre, viéndose viudo a los veintitrés años, se marchó a nuestro país, donde casó con una hija del conde de Albalda, quedándose allá, en la oscura y humilde dicha de los que no tienen historia.

Mostró Claudio Borja un repentino deseo de saber algo que había excitado su curiosidad repetidas veces.

—¿Y don Michelotto?—preguntó—. Nadie habla de él después de la muerte de César, ni figura durante los últimos años de éste, cuando estaba prisionero en España.

Sonrió el canónigo, haciendo al mismo tiempo un extraño gesto de cómico terror.

—¡Miealet Corella!... ¡Qué tipo!... Efectivamente, nada he leído sobre el final de su vida terrible. César salió de Italia sin poder verlo. Don Miguelito, luego de defender como perro rabioso los dominios de su amigo y señor, cayó prisionero de los florentinos con otros partidarios de César, y el nuevo Papa Julio Segundo consiguió que se lo enviasen a Roma, encerrándolo en el castillo de Sant' Angelo.

Aquí le hizo dar tormento con la esperanza de que confesase los crímenes de César. El testimonio de este hombre considerábalo precioso para incoar un terrible proceso contra el duque de las Romanas... Pero el duro don Micalet aguantó toda clase de suplicios sin hablar, manteniéndose fiel a su protector. Indudablemente le preguntaron acerca de muchos delitos imaginarios que César no había cometido nunca, ¡Le inventaban tantos!.. Como si no tuviese bastante con los que resultan completamente ciertos...

Calló Figueras, repasando sus recuerdos, para añadir poco después:

—Ni una palabra sobre don Michelotto, luego de su encierro en Sant' Angelo la noche cae sobre su nombre. Tal vez murió a consecuencia de los tormentos. Es posible igualmente que recobrase su libertad y lo mataran en una emboscada al verlo solo, sin el auxilio de aquellos temibles compañeros de aventuras, que había tenido que licenciar. ¡Resultaban tan numerosos sus enemigos!... También pudo ser que consiguiera huir a España y pasase el resto de su existencia al lado de su hermano el marqués de Cocentaina, aquel Corella de nacimiento legítimo que salvó al Papa Borgia de un león, aquí cerca, en el Belvedere. Nada tendría de extraño que en nuestra tierra viviese y muriese como un hidalgo, buen creyente, pasando los días en la iglesia del pueblo y relatando sus aventuras a los hijos de su hermano.

Después de oír esto, Claudio Borja volvió a acoger con indiferencia las palabras de don Baltasar.

Se iban cruzando en las estrechas calles con damas extranjeras que volvían de la iglesia de San Pedro. Eran norteamericanas pertenecientes a una peregrinación. Sin saber por qué, les encontró el joven alguna semejanza con la mujer que llevaba en su pensamiento. En realidad, no existia ningún parecido físico; eran rubias las más, y la, otra tenia los ojos y el pelo negros, pero había de común entre ellas cierto aire de soltura gimnástica, la buena conservación de la carne por los cuidados higiénicos, esa uniformidad del bienestar que caracteriza a la mujer rica. La ausente era una viajera como todas ellas, y la vida de gran hotel de dancing , de sleeping , de lujosos transatlánticos, las unificaba con el mismo aire inconfundible que aglomera a los individuos de una nación, emparentándolos, aunque sus espectos particulares sean distintos.

Después de varios días de encierro, le impresionaba el continuo paso de estas extranjeras, que en otro momento le habrían parecido transeúntes vulgares.

«¡Y no la veré más!—pensaba—. ¡Y la he perdido para siempre!...»

El canónigo continuó hablando.

—Así como ahora existe una Lucrecia completamente distinta al monstruo que engendró la fantasía también empieza a deiarse ver un Alejandro Sexto que no es el bandido creado por sus calumniadores. Yo soy clérigo y me está prohibido hablar contra los papas; mas, sin incurrir en pecado, puedo establecer una diferencia entre los hombres y la sagrada función pontifical que ejercieron, y te digo que Juliano de la Rovere, o sea Julio Segundo, procedió como un malvado al denigrar a su antecesor, acogiendo todas las calumnias, por disparatadas que fuesen, para confundirlas, y dando protección a cuantos quisieron escribir contra los Borgias... El tal Rovere, tú sabes que tuvo hijos, lo mismo que Alejandro Sexto, y, además, fue aficionado a otras cosas infames no conocidas por nuestro compatriota.

Al sufrir la Reforma protestante, necesitaban sus escritores concretar sobre la cabeza de algún Pontífice todos los vicios y delitos de la Corte de Roma durante siglos, y Julio II les daba ya hecho el trabajo con la leyenda contra los Borgias, de reciente formación.

Este Papa, que fue grande por lo mucho que le dejaron preparado o realizado Alejandro VI y su hijo continuó la calumnia contra ellos, aun después de muerto, por medio de los escritores que aceptaron a ciegas su falsa y apasionada información.

El mayor defecto de Rodrigo de Borgia había sido tomar, a risa lo que inventaban contra él: su falta de miedo al juicio de la posteridad, su bondadosa pereza, que nunca se tomó el trabajo de rectificar la mentira diaria.

—Que hablen—decía—. Al pueblo romano hay que permitirle el insulto, y así se deja gobernar mejor.

Los enemigos del Papado encontraban a su disposición un Pontífice, victima expiatoria preparada por otro Pontífice. Además, era español, del pais que sostuvo con su espada la unidad religiosa del mundo. ¿Qué más podían desear?...

—Y durante tres siglos, casi hasta nuestros días, los historiadores se han copiado unos a otros, sin tomarse el trabajo de subir hasta las fuentes originales.

Luego el canónigo añadió con una cólera reconcentrada que no podía inspirarle ningún suceso contemporáneo:

—Hasta los españoles aceptaron la calumniosa leyenda de los Borgias, dejándose influir por autores extranjeros, que repiten falsedades sin comprobarlas antes. Sólo en el curso de nuestra vida ha empezado a verse un nuevo Alejandro Sexto. Yo mismo —dijo con cierta modestia—he contribuido un poco a tal justificación. El hombre que escribe a su hijo unas cartas que sólo éste debe leer dándole consejos morales e instrucciones religiosas, no tiene la menor relación con el monstruo sádico inventado por los folicularios de aquella época, celebrando orgías con toda su familia.

Le hizo insistir el entusiasmo en sus afirmaciones optimistas y enérgicas.

—Alejandro fue un gran Pontífice, y hasta su hijo César (la peor persona de la familia), resulta igual a los príncipes de su época. Sólo se diferencia de ellos por tener más talento y mayores condiciones de energía y actividad. Muchos de los crímenes que le atribuyen son indignos de su inteligencia y su carácter. Cuando César se decidía a obrar como malvado, por razones política o particulares realizaba sus delitos con una franqueza bárbara o con una habilidad diplomática que arrancó gritos de admiración a Maquiavelo.

Marchaba Claudio a su lado sin oírle; pero él continuó su peroración como si el otro le escuchase, y una sonrisa irónica acompañó sus palabras.

—¡El veneno de los Borgias!... Ya sabes cómo lo fabricaban; una invención absurda, digna de la Medicina y la Farmacopea de aquellos tiempos, si es que realmente se puso en práctica alguna vez. Hartaban a un cerdo de alimentos cargados de arsénico; luego lo apaleaban, y la baba que iba soltando la recogían para que sirviese de veneno. Es cierto que el arsénico deja sus huellas en los envenenados; pero más discretas, menos visibles y escandalosas que las mencionadas por los enemigos de los Borgias. Cuando un cardenal o un gran señor moría cubierto de pústulas o grandes abcesos con numerosos orificios, era voz general que lo había matado el veneno de los Borgias. ¡Como si de faltarles este veneno no hubiesen llegado a morir nunca! ¡Como si no existiesen enfermedades entonces!... Precisamente acababa de aparecer la terrible dolencia vergonzosa que tú sabes, extendiéndose por toda Europa, sin respetar a papas ni reyes. Para su curación se recetan los remedios más extravagantes. Tampoco se conocía la verdadera naturaleza de la diabetes, y hay que pensar la vida de continuo banqueteo y excesos en bebidas y dulces que llevaban los proceres y prelados del Renacimiento. Apenas enfermaba alguno de ellos, perdiendo sus fuerzas y cubriéndose el cuerpo de abscesos, se atribuían dichos tumores al veneno de los Borgias. Era el resto del tósigo que se escapaba por la epidermis, y el único remedio, según la Medicina de la época, consistía en beber caldo de culebra negra o buscar centenares de perros, gatos o gallos, abriéndolos vivos para aplicarlos con todo su calor sobre el enfermo.

Hizo una pausa el canónigo, y añadió:

—Indudablemente, dar veneno a los enemigos era entonces una regla aceptada por todos los jefes de Gobierno. Los más de los príncipes tenían a su devoción alquimistas encargados de buscar nuevos tósigos, y una de las mayores preocupaciones de Alejandro y su hijo no fue envenenar a los demás, sino librarse ellos del veneno ajeno, cuyos verdaderos efectos resultaban más disimulados que el de muchas enfermedades naturales, mal conocidas en aquel tiempo.

Habían llegado a la plaza de San Pedro, admirando Figueras, como siempre, las columnatas semicirculares y la enorme cúpula de la basílica.

Mostróse emocionado, una vez más, por el aspecto majestuoso del monumento. Era un símbolo de la universalidad de sus creencias... Y acto seguido acopló en su imaginación el recuerdo del Pontífice que él llamaba su Papa a dicha grandeza arquitectónica.

—Nunca puedo ver esto—dijo—sin! pensar en nuestro Alejandro. Sé bien que se construyó luego de su muerte; pero nadie me negará que durante su Pontificado llegó el catolicismo a su mayor grandeza. Después de los primeros siglos del triunfo de la Iglesia, la Cristiandad romana empezó a perder gente, en vez de aumentar sus prosélitos. Los griegos nos abandonaron, llevándose una parte de Europa, y luego de muerto el Papa Borgia sus inmediatos sucesores perdieron otra parte al rebelarse los pueblos afectos a la Reforma. El catolicismo, tai como es actualmente, Inicia su desarrollo bajo el gran Papa español. En su tiempo se descubre a América; él es quien reparte el mundo entre españoles y portugueses; Colón le escribe en castellano (a pesar de que Rodrigo de Borja llevaba viviendo en Italia tres cuartas partes de su existencia), contándole que ha descubierto trescientas leguas de la costa de Asia el Japón y un sinnúmero de islas inmediatas. Veinte naciones americanas son ahora católicas, al otro lado del Océano, por haber nacido a la vida cristiana en tiempos de nuestro Alejandro. Más de cien millones de seres acatan a Roma en el opuesto hemisferio por el proselitismo del Papa Borgia, quien se apresuró a enviar misioneros a América en el segundo viaje de descubrimiento. Se comprende el orgullo de aquel Pontífice. ¿No habíamos incurrido nosotros en el mismo pecado?... Realizaban los españoles el prodigio de llegar a Asia por Occidente (pocos sospecharon entonces que se había descubierto un nuevo mundo), y el Pontífice consagrador de tan Inaudita hazaña era también español. Un creyente como Alejandro Sexto debía de ver en ello la mano de la Providencia.

Claudio sólo pensaba en la visita que iba a hacer hora y media después a don Aristides y su familia.

Seguiría su destino. Una voz burlona parecía gritarle desde el fondo de su memoria; «¡ Adiós, caballero Tannhauser!»

Iba a acabar su vida de locuras. Se contentaría con una existenci reposada, dulcemente monótona, sin delirios felices y sin conflictos. Sería el marido de Estela; y la misma voz lejana repetía como un eco lamentoso:

«¡ Pobre Estela!»

Se aproximaron a una puerta del Vaticano, y el canónigo, como si hablase ante una muchedumbre de diversas creencias y razas, siguió diciendo:

—Y para los que no pertenecen a nuestra religión, el pontificado de Alejandro Sexto representa un gran acontecimiento histórico, el mayor tal vez de nuestra raza... ¿Qué eramos los blancos nacidos en Europa? Una minoría de la Humanidad, aglomerada en un continente estrecho. ¡Qirén sabe si, faltos los blancos de expansión, debilitados en una lucha incesante por la propiedad del exiguo suelo, esos pueblos de Asia, que parecen inmensas colmenas o interminables nidos de hormigas, habrían acabado por caer sobre los nuestros, esclavizándolos por la fuerza de su inmensa superioridad numérica!... Pero descubrimos los españoles el mundo americano en tiempos del Papa Borgia, y gracias a nosotros pudo Europa desarrollarse en la más prolongada de las masas continentales, donde se repiten dos veces a un lado y a otro de la línea ecuatorial, todos los climas y todas las riquezas, triunfando con ello definitivamente el hombre blanco sobre el resto del planeta.

Como si por primera vez se diese cuenta de la distracción de su sobrino, cesó de andar y se volvió hacia él, señalando el palacio grandioso que tenían enfrente.

—Me imagino —dijo con entusiasmó— la emoción de Rodrigo de Borja a mediados del año mil cuatrocientos noventa y tres, cuando sólo era Papa unos meses y el Pinturicchio iba trazando sus primeras figuras en los salones que ahora llaman Estancias de los Borgias. Había empezado a difundirse una noticia entre los miles de españoles avecindados en Roma o acudidos a ella para solicitar mercedes del cardenal compatriota recientemente elegido Papa.

Uno de estos españoles-romanos, clérigo aragonés, llamado Lorenzo de Cosco, que añadía a su calidad de presbítero el título de generoso y literato, traducía al latín, idioma universal de entonces, la carta escrita por un tal Colón, desde Lisboa, a un judio converso, el magnfico Gabriel Sánchez, tesorero del rey Fernando el Católico.

En ella relataba el marino las peripecias de su viaje con un centenar de españoles y tres barcos a través del Océano.

—Iban en busca de las tierras del Gran Kan de la Tartaria , y las habían encontrado por la ruta de Occidente, aunque sin poder llegar a su capital, la rica Calambú, o sea el moderno Pekín, descrita por Marco Polo y Mandeville. El Papa español, entusiasmado por este suceso providencial, facilitaba la impresión de la carta traducida por Cosco, enviándola a todos los soberanos de la Tierra... Y lo raro del caso fue que Alejandro Sexto, que había vivido la mayor parte de su existencia en Italia, hablase de Colón llamándole español. También el italiano Jacobo Trotti escribía a su señor, el duque de Ferrara, sobre las nuevas tierras descubiertas por el español Colón... Esto resulta otro misterio histórico, necesitado de luz, como la falsa leyenda de los Borgias. ¿No lo crees así?...

Nada dijo Claudio. Tal vez no había oído las palabras de don Baltasar;

pero éste, sin percatarse de su indiferencia, siguió hablando:

—El Papa Borgia fue el primero que hizo saber a los hombres, de una manera que puede titularse oficial, el descubrimiento de América, que aún no se llamaba América, y cuya verdadera naturaleza nadie había llegado a presentir. ¿No te conmueve este recuerdo, evocado aquí mismo, antes que subamos a ver sus famosas Estancias?...

Cogió a Claudio de una solapa, mirándolo de cerca, al hacer dicha pregunta, y el joven, aunque ignoraba a causa de su preocupación lo que había dicho el canónigo, aprobó moviendo la cabeza.

Un lamento continuo seguía resonando en su interior. Era lo único que podía oír : «¡Y se fue para siempre!... ¡Y no la veré más!»

 

Fontana-Rosa Mentón (Alpes Marítimos),

junio-septiembre de 1926