A los pies de Venus/Parte II/III

II
A los pies de Venus
de Vicente Blasco Ibáñez
Segunda Parte : LA FAMILIA DEL TORO ROJO
III
EN EL QUE SE HABLA DEL RUIDOSO TRIUNFO DEL VICECANCILLER, DE LA BELLA JULIA, «ESPOSA DE CRISTO» Y DE SU HERMANO «EL CARDENAL FALDERO»
IV


Cuando doña Natividad, la cuñada de Bustamante, torcía el curso de su humor agrio contra Enciso de las Casas, formulaba siempre la misma crítica :

—Le gustan las gentes de mala conducta; no lo puede evitar. ¡Un hombre que la echa de cristiano! ¡Un padre de familia con tantos hijos, y una esposa tan buena... y tan tonta!

Si el embajador oía tales críticas, procuraba excusarlas con una benevolencia protectora.

Su rico amigo, y ahora compañero de diplomacia, quería ser, ante todo, un artista, un escritor. Tenía una concepción romántica de la vida. Todos los grandes hombres, según él, habían llevado una existencia desordenada, hasta incurrir a veces en los mayores vicios. Le parecía imposible el talento sin ir acompañado de escandalosos defectos y hasta de aberraciones. Y por una lógica a la inversa, imaginábase que todos los que vivían emancipados de la moral corriente debían ser de gran talento, aunque no lo demostrasen. Por eso consideraba con irresistible simpatía a los intelectuales y a los pecadores, cual si unos y otros perteneciesen a la misma familia.

Doña Nati no Iba completamente descaminada en sus maledicencias. Este personaje que visitaba al Papa todos los meses y mantenía una estrecha relación de amistad con la mayor parte de los príncipes eclesiásticos, &e consideraba obligado a ser un poco bohemio dentro de la magnificencia de su vida, perdonando fraternalmente a cuantos menospreciaban las conveniencias sociales y morales, manteniéndose al margen de ellas. Por algo escribía libros y coleccionaba cosas antiguas.

La concurrencia a su mesa y sus salones resultaba algo heterogénea. Al lado de los cardenales tomaban asiento gentes de vida aventurera, pero de nombre célebre: aristócratas arruinados y sospechosos, artistas cuyas costumbres eran contadas al oído con guiños de ojo y rubores.

—A mí lo que me interesa—decía Enciso—es que las gentes tengan una novela en su vida. Lo importante es ser alguien. El malo acaba por hacerse bueno; Dios perdona a todos y debemos imitar su bondad infinita.

Esta tolerancia causaba extrañeza a muchos de sus comensales. No podían explicársela en un hombre clasificado para siempre entre las gentes tranquilas y de morigeradas costumbres. Invitaba a todas las familias de su país que pasaban por Roma, y sonreía conmovido agradeciendo los elogios dedicados a su lujosa vivienda.

—Me distingo algo de mis colegas de las otras repúblicas de América —decía con falsa modestia—. Esto consiste en que soy un poco artista. Tengo aficiones que ellos no conocen. ¡Y pensar que en nuestro país no se enteran de la importancia que les estoy dando con mi prestigio en Roma!...

Algunas matronas sudamericanas resumían su admiración deseando para sus hijas un esposo tan rico y tan bueno como Enciso de las Casas.

—¡Qué suerte ha tenido Leonor! —éste era el nombre de su esposa—. ¡Qué marido insustituible!...

Para Enciso resultaban molestos y hasta ofensivos estos elogios a su fidelidad conyugal y que todos la considerasen fuera de duda.

—No se fíe, señora—contestaba con una expresión maliciosa, según él—.

Tal vez la estoy engañando con mi hipocresía. ¡Soy muy diablo!

—¿Usted, Manuel?...

X quedaba confundido y apesadumbrado al mismo tiempo por la extra-ñeza casi burlona de las damas. De ningún modo podían admitir que fuese un diablo. Todas se resistían a creerle de vida desordenada y secreta..., como los hombres de talento.

Definitivamente era un padre de familia que sólo podía pensar en los suyos; un personaje tranquilo, incapaz de tener una historia secreta; un burgués que debía quedarse para siempre ante las puertas de la bohemia, sin conseguir penetrar en ellas por más que hiciese. Pero esto no disminuía su afecto hacia los que estaban dentro de aquel infierno, cerrado para él.

A Claudio Borja considerábalo interesante a pesar de su gravedad melancólica y poco expresiva. Incluíalo entre los que tienen novela. Y al español le agradaba que Enciso aludiese en sus conversaciones a la hermosa viuda, mostrando gran aprecio por su persona.

Era el único que parecía acordarse de la existencia de Rosaura, sin duda porque ésta también tenía novela. Con una discreción sonriente procuraba mencionar a la argentina, valiéndose de los más diversos pretextos, y a 1 , mismo tiempo sus ojos de pupilas claras, con las córneas un poco purpúreas, miraban al joven como diciéndole: «Lo sé todo y envidio su buena suerte.»

En realidad, había pensado muchas veces en Rosaura como algo que se admira de muy lejos, con el convencimiento de no poseerlo nunca. Una mujer así hubiese redondeado su vida de artista. Pero juzgándola fuera de su alcance, dedicaba una parte de la mencionada admiración a los que habían sido más dichosos que él, viendo en Claudio un reflejo de la personalidad de la otra.

Esta era la causa, tal vez, de qu e lo invitase con frecuencia a su palacio, conversando ambos en la vasta biblioteca, cuyos libros parecían luminosos por la rutilancia de sus encuadernaciones.

—Yo soy un creyente—dijo una tarde después de haber almorzado con

Borja—. Acepto cuantas reglas me imponga la Iglesia; pero al mismo tiempo soy muy humano y conozco las debilidades del hombre, consecuencia lógica de su imperfección. Simpatizo con los Borgias, sin que esto disminuya mi catolicismo. No Incurriré en el absurdo de querer hacer de ellos unos santos calumniados, como algunos de sus panegiristas; pero tampoco fueron unos demonios, como quieren sus detractores. En punto a pecados, resultaron iguales a sus contemporáneos, v si alguna vez llegaron un poco más lejos que ellos (un poco nada más), fue por la fogosidad excesiva, por la tendencia al contraste y a desafiar a la opinión, propias de las gentes del Mediterráneo... Todos ellos se mostraron religiosos y creyentes. No hablemos de Calixto Tercero, varón de santa memoria. Alejandro Sexto, el Borgia más abominado, fue un Pontífice eminente que manejó con maestría los intereses de la Iglesia y la dejó poderosa, hasta el punto de que su adversario y sucesor Julio Segundo le debe la mayor parte de grandeza, heredada de él. Usted sabe que Rodrigo de Borja mostró siempre una sincera devoción a la Virgen v llevaba a todas horas una hostia consagrada dentro de un relicario de cristal pendiente del pecho o de una muñeca, para poder comulgar sin pérdida de tiempo en el caso de que le sorprendiera la muerte.

Hizo don Manuel una pausa mientras parecía retroceder con su pensamiento a través de la Historia.

—Los que juzgan el pasado con arreglo a su mentalidad moderna— siguió diciendo—se equivocan de un modo lamentable y no pueden comprender e! alma de los hombres de aquellos tiempos-. Era más compleja que la nuestra:

vivían en el período renacentista, donde todos luchaban entre las ansias de placer, despertadas por la literatura. y una educación cristiana adquirida en su juventud. Comprendo perfectamente la devoción mística por la Virgen que mostró el Pana Alejandro, la Santa Forma acompañándole a todas horas, y al mismo tiempo sus varios hijos legítimos, su lubricidad acometedora sólo comparable a la del animal que figura en su escudo.

Casi todos los cardenales y muchos pontífices eran parecidos a él. Aún no se habían purificado las costumbres eclesiásticas para hacer frente a las críticas de los protestantes. Los papas vivían como reyes, teniendo sus mismos defectos, y los cardenales como príncipes laicos. Estaba lejos todavía él Concilio de Trento con su nueva disciplina eclesiástica. Los pecados de la carne cometidos por gentes de la Iglesia provocaban regocijados comentarios, nunca Indignación o severidad, como ahora.

Enciso se valía de una Imagen para aminorar los defectos de Rodrigo de Borja y de los papas y cardenales de aquella época, Igualmente culpables por sus lascivias y escándalos. Los comparaba al soldado que merece castigo por faltar a los reglamentos militares : desobediencia a sus jefes, mal ejemplo para sus compañeros, palabras sediciosas, costumbres desmoralizadoras. Pero este soldado criminal .no es un traidor a su país, no ha renegado de su bandera no ha servido a los enemigos de su patria.

Aquellos pontífices y cardenales pecadores continuaban siendo, en medio de sus desórdenes, buenos católicos y muchas veces (el caso de Alejandro VI) servían a la grandeza de la Iglesia mejor que los papas virtuosos, gracias a su talento y a su carácter. Ninguno de ellos incurría en herejías: antes bien. se mostraban intolerantes y enérgicos en la defensa de la fe.

—Rodrigo de Borja se preocupó en todo momento de mantener la pureza del dogma y ensanchar los dominios de la Iglesia. Esta no perdió nada durante su Pontificado; al contrario, aumentó enormemente su poder temporal. Era sobrio en la mesa, apenas bebía vino, nunca se mostró jugador, como Scarampo, los Piarlos y otros cardenales. Su pecado fue gustarle las mujeres de un modo Irresistible, hasta en su más extrema ancianidad, sin incurrir nunca en el vicio griego, como muchos de sus compañeros de cardenalato... Podía haber ocultado fácilmente sus hijos, por ser Ilegítimos, llamándolos sobrinos, a imitación de otros pontífices: pero este español era incapaz de tapujos as hipocresía» en sus afectos. Amaba a sus retoños con un apasionamiento extremado de meridional; fue un 'padrazo, preocupándose sin recato de engrandecerlos. Una lujuria de toro bravo, siempre fecunda, y un ambicioso deseo de elevar a su prole fueron los dos grandes defectos de este varón, indiscutiblemente superior, por la firmeza de su carácter, por su coraje reposado y sereno y por sus talentos de gobernante, a todos sus contemporáneos.

Animado Enciso por la atención con que le escuchaba Claudio, siguió comunicándole algunas particularidades de la vida de sus remotos antepasados, seguramente desconocidas para él. Guardaba en su biblioteca cuanto se había escrito acerca de los Borjas, convertidos en Borgias al establecerse en Roma. Todos le eran familiares; sabía cómo habían sido sus casas, su manera de vivir, sus comidas, sus aventuras.

Describió el segundo palacio de Rodrigo de Borja con arreglo a una carta recientemente descubierta del cardenal Ascanio Sforza, su amigo íntimo en el Sacro Colegio.

El cardenal de Valencia, frugal en su mesa ordinariamente, daba una espléndida cena a Sforza y otros tres príncipes eclesiásticos, entre ellos Juliano de la Royere. Todo el palacio estaba adornado con magnificencia, siendo admirables los tapices que cubrían sus paredes, representando sucesos históricos. Cada uno de los salones, según la moda de entonces, tenía un rico lecho de aparato, por considerarse este mueble el más importante de todos. Las alfombras y tapices estaban en perfecta armonía de colorido con el resto del decorado. En el último de los salones, el lecho de honor era de tela de oro y las alfombras traídas de Egipto. Había varias credencias o aparadores, con vajillas de oro y plata cinceladas por los más famosos orfebres de la época.

—En aquel momento—continuó el diplomático—, Borja y Rovere eran amigos. Se juntaban y apartaban según las conveniencias políticas; pero en realidad Rovere mostrábase más implacable en su odio, por no hallarse éste exento de envidia. Sentíase indignado sordamente por los éxitos mundanos del cardenal de Valencia, por aquel imán misterioso que atraía de un modo irresistible a las mujeres, según decían los cronistas, por la certeza de que iba a ser Papa antes que él, no obstante la influencia que venía ejercitando sobre Inocencio Octavo, Influencia que indignaba a muchos embajadores, haciéndoles gritar que «ya tenían bastante con un Pontífice y no necesitaban dos».

Junto a la cama de Inocencio VIII enfermo de muerte, disputaban un día ambos cardenales, faltando poco para que viniesen a las manos. Borja, Vicecanciller de la Iglesia, no podía admitir los aires de verdadero Papa qua se daba Rovere... Y el cardenal de Valencia, siempre alegre, insinuante y cortés, resultaba temible cuando, de tarde en tarde, conseguía algún enemigo que montase en cólera.

Era grande, vigoroso, ágil para la acción, y tenía la costumbre de ir casi siempre en traje seglar y ciñendo espada.

Ascanio Sforza, el cardenal más amigo suyo, gustaba-especialmente de la caza, y como recibía al año rentas eclesiásticas por valor de un millón y medio de francos oro. ningún monarca de la Tierra poseía caballos, perros y halcones como los suyos, con todo el personal necesario para el cuidado de tantas y tan costosas bestias.

—Cardenales como Borja, Sforza y Rovere—siguió diciendo Enciso—no eran una excepción. Casi todos los de entonces, a semejanza de los senadores de la antigua Roma vivían rodeados de una curia de parásitos, a más de sus numerosos sobrinos o hijos. Cabalgaban vistiendo traje guerrero, iban a diario con capa y espada, tenían en sus palacios una servidumbre de centenares de personas, aumentándola en caso de peligro con tropas de matones a sueldo. Los más ricos y mundanos capitaneaban una facción de partidarios de su nombre, porfiando entre ellos por quién desplegaría mayor esplendidez en las fiestas de Carnaval, costeando carros triunfales llenos de máscaras, orquestas y cantores para dar serenatas, o compañías de cómicos que representaban en medio de la calle, ante sus palacios.

La antigua nobleza de Roma veíase humillada por los príncipes de la Iglesia. Cada uno de los cardenales tenía sus pintores, sus escultores y, sobre todo, sus humanistas y poetas, que componían obras en loor suyo o de su familia. Rodrigo de Borja había tenido un hijo llamado Pedro Luis de una dama romana cuyo nombre se ignoró siempre, y una hija, Jerónima, habida probablemente de otra madre. Esto ocurrió algunos años antes de 1468 fecha en que el cardenal de Valencia, que se había mantenido hasta entonces simple diácono, tuvo que recibir la orden sacerdotal para posesionarse del obispado de Albano.

—Después de ser sacerdote continuó su vida irregular teniendo nuevos hijos. La mujer que le dio mayor descendencia y vivió más tiempo con él fue Juana de Catanzi o Catanel, una romana apodada la Vannoza, de la que no ha quedado ningún retrato; pero la opinión general la supone grande, de hermosura rozagante, con carnes pomposas y frescas como todas las mujeres del Transtevere, una especie de Juno popular. Fue la amante de iodo reposo para Rodrigo de Borja, que además no era tornadizo y predispuesto a cambiar de mujer, dando a sus relaciones ilícitas una tranquilidad familiar. Tal vez esta tendencia al concubina je permanente y sólido le libró de la más terrible enfermedad de la época, que hacía entonces estragos horribles, y de la que no se libraron cardenales ni papas. Su enemigo Royere, menos franco en sus amoríos y también menos consecuente, aficionado a pasar de una mujer a otra sin ligarse con ninguna, fue víctima de una sífilis, y se agravó su dolencia de tal modo, que en una ceremonia de Viernes Santo le fue imposible descalzarse por no mostrar las llagas que el vergonzoso mal había abierto en sus pies.

La Vannoza daba cuatro hijos al cardenal Borja: Juan, que fue segundo duque de Gandía, César, Lucrecia y Jofre. Poseía en Roma una casa cerca del palacio de su amante, y por tres veces se casó con italianos fine aceptaron una posición tan deshonrosa a cambio de los buenos empleos proporcionados por el cardenal.

Cuando Borja llegó a Papa ya hacía tiempo que la Vannoza había dejado de ser su amante, pasando a la tranquila situación de madre de sus hijos. Esa mujer moría devotamente en Roma a los setenta y seis años mucho después de la desaparición de los Borgias. Todas las gentes del barrio la tenían en altísimo concepto porque costeaba grandes funciones religiosas en la iglesia de Santa María del Popolo, y se había hecho construir en ella una tumba cuyo epitafio latino mencionaba a sus cuatro hijos con una vanidad de plebeya triunfante: Juan, duque de Gandía; César, duque del Valentinado; Jofre, príncipe de Esquilache; Lucrecia, duquesa de Ferrara.

Los dos hijos anteriores del cardenal Borja desaparecieron antes de su Papado. Jerónima moría joven, y sin historia. Su verdadero primogénito, Pedro Luis (igual nombre que su tío, el favorito de Calixto III), después de una brillante y rápida juventud se extinguía igualmente. El cardenal lo había enviado a España para que hiciese la guerra contra los moros a las órdenes de Fernando el Católico, distinguiéndose en varios combates como soldado ardoroso. Su padre compraba para él un ducado, el de Gandía, consiguiendo, además, que se esposase con doña María Enríquez, hija de un tío del rey don Fernando. El joven tuvo que volverse a Roma en 1488 donde enfermó gravemente, muriendo poco después, y el ducado de Gandía pasó al primer hijo de la Vannoza, el llamado Juan, destinado por su padre a ser hombre de guerra.

César, el segundo hijo de la romana, dedicábalo Rodrigo desde su niñez al estado eclesiástico, sin consultar su voluntad. Seguía con esto la tradición de la familia: el hermano mayor debía ser soldado y el segundo cardenal: lo mismo que Pedro Luis y él, bajo Calixto III.

El eterno vicecanciller era de mano larga para la protección de los suyos. Sixto IV dispensaba al pequeño César, teniendo éste cinco años del obstáculo canónico para recibir las órdenes, por ser su padre un cardenal-obispo y su madre una mujer casada. A los siete lo hacia protonotario, dándole, además, beneficios eclesiásticos en Játiva y otras ciudades españolas.

Inocencio VIII lo nombraba obispo de Pamplona siendo niño aún. Esto no parecía extraordinario en aquel tiempo. Pocos eran los obispos residentes en su diócesis. Los que recibían la investidura episcopal enviaban a un sacerdote para que gobernase en su nombre, preocupándose solamente de cobrar las rentas de su mitra.

—Yo he leído repetidas veces—continuó Enciso—la carta del cardenal Borja al cabildo de Pamplona anunciándole el nombramiento de este obispo de diez años. Una obra admirable por su amabilidad insinuante y el conocimiento que revela su autor del egoísmo humano. Recuerda el cardenal a los canónigos de Pamplona que es Vicecanciller de la Santa Sede, tan poderoso casi como el Papa, y se ofrece a ellos y a su iglesia para servirlos en Roma. ¿Cómo no contestar agradecidos?...

Jofre, único de sus hijos, insignificante y sin historia, que recibió el mismo nombre puramente valenciano de su abuelo, fue también en su infancia canónigo y arcediano de la catedral de Valencia. Lucrecia, por su sexo, no podía aspirar a ninguna prebenda eclesiástica, y su padre la destinó a unirse en matrimonio con el hijo de alguno de aquellos señores de la nobleza valenciana, grandes amigo de la familia Borja desde los tiempos en que Calixto III figuraba como secretario del rey Alfonso.

Los contemporáneos de Rodrigo tuvieron a éste por «hombre de ingenio, hábil para todo, de altos pensamientos, sagaz por naturaleza y de admirable actividad en el manejo de los negocios». No era gran orador, pero mostraba una palabra elocuente en conversaciones y pequeñas asambleas, que parecía agrandar sus conocimientos literarios deslumbrando al auditorio.

—Me lo imagino—siguió diciendo don Manuel—cuando ya Pontífice hablaba a cardenales y embajadores. Su voz fue indudablemente abaritonada, en consonancia con su figura majestuosa y sus ojos negros, acariciadores y tenaces. Debió de tener mucho de hombre de teatro, expresándose a todas horas con cierta solemnidad, lo que es bastante común en las gentes del Mediterráneo.

Recordó Enciso la relación de un embajador de Venecia a su Gobierno, hablando de esta oratoria algo dramática que usaba Alejandro VI, no sólo en los actos públicos, sino igualmente en la vida privada. Cuando el Papa tenía que comunicarle algo secreto (y muchas veces el tal secreto era un engaño diplomático), lo hacía entrar en un pequeño gabinete cerraba la puerta por dentro, y señalándole un sillón, decía con majestuosa gravedad:

—Sentaos, embajador, y todo cuanto aquí hablemos sólo tres lo sabrán: vos, yo... y Dios que nos escucha.

Levantaba la mano al decir esto señalando al cielo, y era tan solemne el tono de su voz, que al veneciano, no obstante ser un escéptico y tener al Papa por admirable comediante, le era imposible impedir la propia emoción.

Su Palacio, sito en el comedio del camino entre el puente de Sant' Angelo y el Campo di Fiori, lo consideraban entonces el mejor de Roma.

—Puede usted verlo cuando quiera, querido Borja. Es el actual palacio Sforza Cesarini.

Sólo el cargo de Vicecanciller le producía anualmente ocho mil ducados de oro. Sus obispados dábanle mayores rentas, y todos conocían en Roma sus numerosas alhajas, su afición a las perlas, sus tapices, sus ricos ornamentos sacerdotales, su biblioteca abundante en libros de literatura y de ciencias. Como jinete que había empezado a cabalgar a la edad de ocho años, tenía una caballeriza mejor que la del Papa y la de muchos reyes. Todos sospechaban, además, que guardaba ocultos valiosos tesoros en dinero acuñado. Durante treinta y siete años de cardenalato había ido acumulando riquezas, no obstante su generosidad y la opulencia de su vida. Era una reserva irresistible para cuando llegase el momento de entablar la batalla definitiva con su adversario Juliano de la Royere.

La luenga agonía de Inocencio VIII dio tiempo al Sacro Colegio para evitar aquellas alteraciones del orden público que seguían a la muerte de todo Pontífice, y el conclave se reunió en medio de una relativa tranquilidad.

«Sólo han sido unos centenares los heridos y muertos», decía un embajador al relatar los sucesos de Roma después del fallecimiento de Inocencio.

E] 6 de agosto de 1492 se reunía el conclave en la Capilla Sixtina, compuesto de veintitrés cardenales, y el sermón de costumbre era pronunciado por el obispo español don Bernardino López de Carvajal, describiendo el grave estado de la Iglesia y excitando a los cardenales a «una pronta y buena elección».

Juliano de la Rovere, verdadero Papa durante el Pontificado de Inocencio, quería ocupar ahora directamente la silla de San Pedro, apelando al soborno de los cardenales dispuestos a tal venalidad, lo mismo que ya habla hecho en la elección anterior. Como estaba al servicio de los intereses de Francia, se contaba en Roma que el rey Carlos VIII había hecho depositar en un Banco doscientos mil ducados por su elección, y otros cien mil la República de Génova.

Todos los genoveses de Roma daban por seguro el encumbramiento de su compatriota. El rey de Nápoles también parecía inclinarse hacia Juliano. Frente a él figuraban como candidatos probables el cardenal portugués Costa, varón de austeras costumbres;

Ascanio Sforza, el cardenal Caraffa y sólo en cuarto lugar Rodrigo de Borja.

Únicamente el obispo Boccaccio, embajador de Ferrara, vio con más claridad que los otros diplomáticos residentes en Roma. «Borgia—dijo en una comunicación a su Gobierno—tiene el , cargo de Canciller, que equivale a un segundo Papa, y tantos obispado, tantas abadías ricas, tantas rentas de miles y miles de ducados, tantos palacios, que tal vez acaben por elegirlo los cardenales, con la esperanza de que así quede vacante lo que ahora posee y poder repartírselo.»

Pesaba contra él su calidad de español. Muchos cardenales italianos no querían hablar siquiera, de la posibilidad de un Papa extranjero, un Papa ultramontano, nacido más allá de los Alpes.

Como si Boccaccio el de Ferrara hubiese conocido de antemano las intenciones del cardenal de Valencia, éste, que aparecía como el último de los candidatos, fue iniciando hábilmente su obra de amigable soborno frente a los trabajos de la misma índole realizados por su adversario Juliano con el dinero de Francia y de Génova.

Ascanio Sforza, convencido de que no reuniría bastantes sufragios para que lo eligiesen Papa empezó a escuchar las tentadoras proposiciones de su amigo Borgia. Este le ofreció, a cambio dé sus votos, el cargo de Vicecanciller, su propio palacio con todos los - muebles y riquezas que tanto admiraba Sforza, y además del castillo de Nepi, el obispado de Erlau, que daba una renta de diez mil ducados, y otros beneficios.

Las fuertes e importantes ciudades de Monticelli y Soriano, que eran suyas, las cedió al cardenal Orsini con la legación de la Marca y el obispado de Cartagena. Al cardenal Colonna, la abadía de Subiaco con todos los lugares fuertes que la rodeaban; al cardenal Savelli, Civita-Castellana y el obispado de Mallorca; a Palavicini, el obispado de Pamplona, que era de su hijo César; al cardenal Michiel, el obispado de Porto, y a los cardenales Sclafenati. San Severo y Riaro, otras ricas abadías y valiosos beneficios. Hasta el cardenal Domenico de la Rovere abandonó a su pariente Juliano porque Borgia le ofrecía mayores recompensas. Además, los cardenales aseglarados esperaban bajo su gobierno una existencia más grata aún que la que, habían llevado hasta entonces. Con los votos que Borgia consideraba propios y los del partido de Sforza, llegó a reunir catorce. Le faltaba uno para obtener la mayoría de los dos tercios, pero resultaba difícil conseguirlo. Ninguno de los del bando de Juliano quería ceder, conociendo la rivalidad implacable entre su jefe y Rodrigo. Sólo quedaba el anciano cardenal Gerardo, de noventa y cinco años casi irresponsable, al que pretendían ganar uno y otro bando; pero el insinuante Borgia y el hábil Sforza consiguieron al fin conquistar a este macrobio, y su voto fui decisivo en favor del cardenal de Valencia.

En la madrugada del 11 de agosto se abrió la ventana del conclave para anunciar que el Vicecanciller Rodrigo de Borja había sido elegido Papa y tomaba el nombre de Alejandro VI tal noticia fue acogida con estupor en el primer momento. Muy pocos habían creído en la posibilidad de que triunfase. Era un extranjero, un español, y todos temían que surgiese un nuevo cisma si conseguía la tiara un cardenal no italiano.

Aquí pudo verse el prestigio simpático que Borgia había adquirido en Roma y el concepto en que le tenían las diversas cortes de Italia, así como el resto de Europa.

En vano sus enemigos murmuraron contra los procedimientos empleados en el conclave, y escribió el mordaz Infesura que «Alejandro VI, para ser creado Papa, había repartido antes sus bienes a los pobres». Pasado el primer instante de sorpresa, todos reconocieron que este cardenal, versado como muy pocos en los asuntos eclesiásticos por haber sido Vicecanciller durante cinco papados, resultaba el Pontífice mas oportuno en aquel momento.

Poseía las condiciones de un gran soberano temporal, y nadie como él guiaría a la Iglesia entre las dificultades presentes. Alababan también su celo incansable para el trabajo, recordando que en treinta y siete años de vida cardenalicia no había dejado de asistir a un solo consistorio, salvo en casos de enfermedad, lo que no podía decirse de ningún otro cardenal.

Al pueblo de Roma, admirador de hermosas exterioridades, le gustó mucho este nuevo Papa, majestuoso como un rey. El célebre Pico de la Mirándola escribió un panegírico en honor del nuevo Pontífice, ensalzando todos sus méritos, hasta el de su hermosura, corporal.

—De sus amores faltos de recato —dijo don Manuel—y de sus hijos reconocidos nadie hizo caso. En la Italia de entonces, lo mismo que en las demás naciones cristianas, juzgábanse los escándalos de las altas personalidades eclesiásticas con una indulgencia que ahora nos parece increíble. Era algo que se veía todos los días, mereciendo solamente comentarios regocijados... Los mismos enemigos de Borja hubieron de reconocer que dentro y fuera de Italia fue saludada su elección con sinceras muestras de alegría.

Lo mismo que Juan Pico de la Mirándola (el autor más popular entonces), muchos literatos escribieron para hacer públicas sus esperanzas, viendo en el trono pontificio a «un hombre de condiciones tan eminentes, lleno de fuerzas prometedoras de un brillante y largo Pontificado».

En el atardecer del mismo día de la elección, los conservadores de Roma, nombre que se daba entonces a sus ediles, juntos con los ciudadanos más distinguidos de la ciudad, en número de ochocientos, se dirigieron a caballo y con antorchas a la residencia papal, para prestar homenaje al nuevo Pontífice. En las calles llameaban alegres fogatas. El pueblo daba gritos aclamando al antiguo cardenal de Valencia.

Su coronación, el 26 de agosto, resultó una ceremonia extraordinaria por su fastuosidad. Los embajadores escribían a sus cortes que «nunca se había visto una coronación tan esplendorosa». Toda la nobleza de los estados pontificios acudía a Roma. Las calles ostentaron ricos tapices, guirnaldas de flores, arcos de triunfo con poesías laudatorias para Alejandro VI, escritas en el estilo pagano, de moda entonces. Tales eran el entusiasmo y la adulación inspirados por Borja, que en uno de los arcos figuraba este dístico:

Un César hizo grande a Roma, y ahora la levanta Alejandro.

osadamente, hasta el cénit. Hombre fue aquél; éste, un dios .

Los cronistas expresaban con ingenuidad la admiración provocada en el pueblo por este Pontífice «grande de cuerpo, rebosando salud, de aspecto naturalmente majestuoso, montado en un corcel blanco como la nieve, con aire de experto jinete, el rostro sereno, bendiciendo a la muchedumbre con nobleza.» Uno de ellos, Miguel Fernus, terminaba el relato de la gran fiesta con estas exclamaciones: « ¡Qué serenidad noble en su frente! ¡Qué liberalidad en su mirada! ¡Cómo la veneración que inspira se aumenta con el brillo y el equilibrio de una hermosura enérgica y con la salud floreciente de que goza!»

Tardó la comitiva papal muchas horas en ir desde el Vaticano hasta Le-irán, a través de una multitud enardecida que luchaba con los guardias papales para poder tocar los pies del nuevo Pontífice o su caballo blanco.

Como era en agosto, el ardor del sol y el polvo flotante en la atmósfera produjeron numerosos desmayos. El mismo Papa, a pesar de su recia complexión, fue acometido de un sincope al echar pie a, tierra frente a la basílica de Letrán y no volvió en si hasta que le rociaron el rostro con agua.

- -Esta apoteosis espontánea—siguió diciendo Enciso—, no obtenida por ninguno de los pontífices anteriores, contrastó con los inauditos insultos y las inverosímiles calumnias de que iba a ser objeto Alejandro, algunos años después, por parte del mismo pueblo romano y de los poetas que ahora lo ensalzaban hasta la adulación.

El resto de Italia se unía al entusiasmo de Roma. En Milán y Florencia hubo grandes regocijos públicos para celebrar el advenimiento del Papa español. Pudo influir en Milán el hecho de ser el cardenal Ascanio Sforza pariente del soberano milanos y gran amigo del nuevo Pontífice; pero Florencia se asoció Igualmente a dicho homenaje, y hasta en la República de Génova, patria de su enemigo Rovere, todos los que no eran partidarios de la mencionada familia recordaron con gratitud a Calixto III, saludando la elección de su sobrino. En Alemania afirmaban los cronistas que «el mundo tenia mucho que esperar de las virtudes del nuevo Pontífice», y el regente de Suecia le envió embajadores con un regalo de caballos magníficos y preciosas pieles.

Durante los primeros tiempos de su gobierno fue justificando las esperanzas que su elección había hecho sentir a la mayoría de sus contemporáneos. Impuso ante todo el orden en Roma, para que sus habitantes pudiesen vivir tranquilamente.

Sólo en los pocos días transcurridos entre la última enfermedad de Inocencio VIII y la coronación de Alejandro VI se habían perpetrado en Roma doscientos veinte asesinatos. Por voluntad del Pontífice, cuatro delegados suyos oyeron las quejas de los vecinos, y el mismo Alejandro concedió audiencia a los que deseaban presentarle sus reclamaciones directamente.

Para ordenar la hacienda de la Iglesia dio ejemplos de economía, dedicando a los gastos de su casa, todos los meses, setecientos ducados nada más (unos tres mil quinientos francos). Su mesa era de tal simplicidad, que los cardenales, acostumbrados a suntuosos banquetes, consideraban una desgracia recibir convites del Pontífice, especialmente su amigo Ascanio Sforza. El cardenal Juan de Borja, sobrino del Papa, y su mismo hijo César procuraban también evitar estas comidas de un solo plato.

Todos los embajadores lo elogiaban. Era el Papa deseado que iba a reformar la despilfarradora Corte de Roma, a restablecer el orden en la ciudad, a Inaugurar una vida pontifical modesta y justa con arreglo a lo;, principios cristianos. Conocían su existencia anterior, su juventud y su madurez extremadamente alegres, sus amantes y sus hijos; pero en aquella época todos hacían diferencia entre el hombre y la función, y el hecho de que el cardenal Rodrigo de Borja hubiese vivido escandalosamente, como otros tantos, no hacía dudar de que pudiera ser un gran Papa.

—Por desgracia—siguió diciendo don Manuel—, un exagerado amor a los suyos, el deseo de elevar la Casa de los Borgias a un poderío permanente, dominó sus pensamientos y designios. En el fondo era lo mismo que había intentado Calixto Tercero al proteger a su sobrino Pedro Luis; pero Alejandro Sexto ponía en sus deseos mayor vehemencia, y, además, sus herederos no eran sobrinos, sino hijos. Apenas se vio Papa recompensó a sus cardenales electores dándoles todo lo prometido, y en el mismo consistorio otorgó a su hijo César (de quince años entonces) el arzobispado de Valencia, creado por el Pontífice anterior a instancias suyas, una de las mitras más ricas de la Cristiandad, rentando al año dieciséis mil ducados de oro. A la vez nombró cardenal a su sobrino Juan de Borja, que era ya arzobispo de Monreale.

Sonrió amablemente el diplomático, como si pidiera a Claudio que le perdonase lo que iba a decir, teniendo en cuenta su calidad de español.

—No hay que olvidar, además, la Invasión que sufrió Roma de parientes y compatriotas de los Borgias. Llegaban muchos valencianos sin más título que el de ser de la misma tierra que Alejandro, y mayor número de españoles de otras regiones de la Península enardecidos por la novedad de ver un Papa compatriota de ellos. Fue a modo de una nube de langosta que se posó sobre el Vaticano, sus dependencias y propiedades. La marcha a Roma en tiempo de Calixto Tercero resultada insignificante en comparación con la que inició el triunfo de Alejandro Sexto.

Era éste liberal y dadivoso por naturaleza, y aunque había pasado casi toda su vida en Italia y tenía en ella sus mejores amigos, le gustaba verse rodeado de españoles hablándoles en el idioma natal. Los empleos más íntimos de su servicio dábalos a gentes de Valencia, con las que podía expresarse en valenciano, lengua familiar de los Borgias. .

A estas causas, que perturbaron los buenos propósitos del Pontífice impulsándole a vivir poco más o menos como sus antecesores, vino a unirse otra de mayor escándalo, un amor tardío, una pasión senil, que divirtió al principio a las gentes de Roma y luego a toda Italia.

Sus relaciones con la Vannoza no eran ya más que un lejano recuerdo, atestiguado por la existencia de cuatro hijos: Juan, César, Lucrecia y Jofre. Estos amoríos con la buena moza del Transtevere habían empezado al regreso de su legación en España. Cuando el cardenal Borja tenía cincuenta y dos años, ella contaba ya cuarenta, no inspirando ningún deseo al poderoso personaje. Además, esta romana, no menos fecunda que ardiente, al abandonarla el cardenal, tomó un segundo marido, letrado intrigante, sin ningún escrúpulo sobre el pasado de su mujer.

Después de tal separación, Rodrigo de Borja había vivido mucho tiempo sin dar ningún escándalo público mientras algunos de sus compañeros del Sacro Colegio jugaban desenfrenadamente o mantenían con ostentación a sus amantes. Sólo parecían preocuparle los cuatro hijos de la Vannoza, atendiendo a su porvenir. Los habla alejado de la casa de su madre por juzgar que esta transteverina guapetona, apasionada, de buenos sentimientos, pero ignorante y vulgar en sus gustos, no podía ser una buena educadora.

Figuraba entonces en la aristocracia romana una sobrina suya, Adriana de Milá y Borja, nieta de Catalina de Borja, la segunda hermana de Calixto III.

—Sabe usted que las hermanas del primer Papa Borja, apodadas en Valencia las Bisbesas (las Obispas) cuando Alfonso de Borja no era más que obispo de aquella ciudad, se preocuparon de casar a sus hijas con caballeros de la más alta nobleza valenciana. Las Obispas hasta habitaban el palacio episcopal de Valencia, por estar ausente su hermano, recibiendo en sus salones a los novios de sus niñas. Esto lo hicieron tres de las hermanas, pues la menor de ellas, doña Francisca, quedó soltera, muriendo en olor de santidad. Fue una precursora de San Francisco de Borja, en esta familia de individualidades enérgicas, donde todos se mostraron extremados, llegando a ser santos o grandes pecadores.

Doña Catalina, hermana mayor de doña Isabel, la madre de Rodrigo, contrajo matrimonio con un noble caballero de Játiva, don Juan de Milá, y nieta suya era esta doña Adriana, que pasó a Roma como descendiente de un Papa y sobrina del famoso cardenal Vicecanciller, llegando a casarse con Luis Orsini, dueño del lugar de Basanello.

Dicha señora había quedado viuda con un solo hijo, y era muy dada a la vida elegante, ostentando vanidosamente su doble calidad de Borgia y de Orsini. Para el Vicecanciller representaba una buena suerte tenerla a mano, y le confió la educación de sus cuatro hijos en el palacio que ella poseía en Roma, cerca de Monte Giordano.

Adriana de Milá, con todas sus pretensiones aristocráticas, era pobre y vivía obediente a lo que le mandase su tío, cada vez más poderoso.

—Hay que reconocer su obra de preceptora—siguió diciendo don Manuel—. Los cuatro hijos de la populachera Vannoza, bajo la educación de esta Orsini valenciana, adquirieron todos los conocimientos escogidos que podían obtener en aquella época los primogénitos de los príncipes. Debió de ser hembra enérgica y algo dura en sus lecciones. Lo prueba el hecho de que los hijos del Papa, cuando fueron personajes célebres, aunque no dejaron de tratar a su prima y maestra, mostraban siempre hacia ella cierta frialdad rencorosa.

Se interrumpió un momento el diplomático, para añadir con malicia:

—Tal vez, aparte de esto, la odiaban por el papel que desempeñó cerca del padre. En los años anteriores a su Papado, allá por el mil cuatrocientos ochenta y nueve, Rodrigo de Borja experimentó una emoción muy profunda al visitar a su sobrina Adriana. Sus hijos Juan y César ya no estaban al lado de ella. Seguían sus estudios lejos: César, en la Universidad de Perusa, aprendiendo las bellas letras y ejercitándose en todos los deportes de entonces. Lucrecia, destinada a un precoz casamiento de conveniencia política, también se había alejado de su aristocrática prima, así como Jofre. En cambio, encontró en el palacio de Orsini a una jovencita rubia, de una belleza que empezaba a ser célebre en Roma, la cual, según costumbre de aquel tiempo, estaba prometida en matrimonio, desde su niñez, al hijo de Adriana, llamado Ursino Orsini. Dicha adolescente, Julia Farnesio, era de tal hermosura, que todos la designaban con el simple nombre de la bella Julia. La alegría y malicia de su carácter resultaban tan extraordinarias como su belleza. Tenía dieciocho años, y el cardenal podía ser dos veces su padre, por contar cuarenta más que ella. La viuda de Orsini se percató inmediatamente de la profunda impresión que la bella Julia había causado en su tío. Este acababa de cumplir cincuenta y ocho años, la edad de las grandes pasiones para los libertinos viejos que se sienten tentados por una extremada juventud.

Movida Adriana por sus vanidades aristocráticas y por su desorientado deseo de engrandecer a su hijo, pensó sin duda en las muchas familias nobles que debían su prosperidad al hecho de haber sido alguna de sus mujeres amante de un rey. Su tío el cardenal podía llegar a monarca algún día, pues los más consideraban segura su ascensión al Pontificado.

La maliciosa y precoz Farnesio pensó lo mismo. Además, seducía su vanidad de romana verse solicitada por el más eminente de los príncipes del Sacro Colegio. No salieron fallidos los cálculos de la bella Julia. Sus amores con este personaje que podía ser su abuelo sirvieron de punto de arranque a la vertiginosa ascensión de la familia Farnesio.

Sólo había producido hasta entonces dicha familia pequeños señores pobres, y a partir del amancebamiento de Julia con el futuro Papa, se encumbró de un modo rápido. Alejandro VI hizo cardenal a Alejandro Farnesio, hermano mayor de su tierna amante. El pueblo romano, al conocer tal nombramiento, dio al nuevo príncipe de la Iglesia, el apodo de cardenal de la gonnella (cardenal de la falda o cardenal faldero). Aludía con esto a las faldas de la bella Julia y a los libertinajes de dicho Farnesio, más escandalosos y violentos que los de los Borgias. Este cardenal faldero no perdía el tiempo en cortejos ni atraía a las mujeres como el imán, según decían, de Rodrigo de Borja en su juventud. Robaba simplemente a mano armada todas las que habían excitado sus deseos, aunque para ello tuviese que derramar sangre. Años después, el hermano de la bella Julia llegó a ser Papa con el nombre de Paulo III, y la última de los Farnesio, la reina del mismo apellido, moría en 1758 ocupando el trono de España.

—Sabe usted, querido Claudio, que el protegido del Papa Borgia fue más afortunado que éste después de su muerte. Los restos de Alejandro Sexto los guarda una tumba modesta en la iglesia de Montserrat, que es la de los españoles en Roma, mientras los de Paulo Tercero, el cardenal faldero, se ofrecen a la veneración del mundo cristiano en un monumento imponente dentro de la basílica de San Pedro, figurando al pie del sarcófago una estatua de la Justicia, para la que sirvió de modelo su graciosa hermana, al principio completamente desnuda, y cubierta casi en nuestros tiempos con una camisa metálica para que no se escandalicen los fieles.

Veíase Rodrigo de Borja elegido Papa en el momento que más intensa era su pasión por esta amante primaveral y maliciosa. Adriana, la suegra de Julia, amparaba dichos amores. La había casado con su hijo Ursino Orsini, y al día siguiente del matrimonio, que se celebró en el mismo palacio del cardenal, salía el joven esposo para su castillo de Basanello, mientras la Farnesio se quedaba en Roma con el titulo de dama de honor de Lucrecia, hija del Vicecanciller. Este terriblemente prolífero, hacía madre a la bella Julia, llamada también la Farnesina, en 1492, poco antes de ser elegido Papa.

—Lo increíble—dijo Claudio—fue que aún tuviese de ella un segundo hijo, Juan de Borja, en mil cuatrocientos noventa y ocho, cuando ya contaba sesenta y siete años de edad y cinco de Pontificado.

Este hombre de ardores impetuosos, a pesar de su vejez, satisfacía durante mucho tiempo los sentidos y las ilusiones de la bella Julia. Mostraba ésta menos cuidado que su sacro amante en ocultar el escándalo de tales amoríos.

Ni ella ni su suegra Adriana, desmoralizadas por las costumbres licenciosas de la aristocracia a fines del siglo xv, veían ningún sacrilegio en el hecho de ser amante de un Pontífice. La Farnesio hasta exhibía su concubinaje por los vivos halagos que proporcionaba a su vanidad.

La envidiaban, la felicitaban, y en vez de huir las gentes de ella, la perseguían con adulaciones y súplicas, implorando su preciosa protección.

Grandes familias de Italia tenían como origen de su poder el haber estado emparentadas con mancebas de pontificas en los siglos xiv y xv. Así habían

obtenido honores y beneficios. Algunos hombres de fe ardorosa y costumbres puras gritaban contra la licencia de la Corte papal; pero la gente sólo vela en ellos unos fanáticos indignos de interés, no dando importancia a la conducta privada de los papas. Cuando más, reían de éstos, pero sin indignarse.

Al avanzar Alejandro VI en su Pontificado, creándose cada vez mayores enemigos a causa de su política, las inscripciones injuriosas y las sátiras anónimas empezaron a llamar a Julia Farnesio la esposa de Cristo.

Tal apodo sacrílego nunca la hizo llorar; antes bien, despertó su regocijo, encontrándolo ingenioso. Representaba una broma, no un insulto. Lo importante para ella era que prosperasen los Farnesios a la sombra del Pontificado.

—Y hay que reconocer—dijo e» joven español, comentando las palabras del diplomático—que consiguió sus deseos. Cuentan que la hermosa y pizpireta Farnesina, tan fácil en la distribución de sus encantos, después de la muerte de Alejandro Sexto, fue amante de Julio Segundo, el implacable enemigo de los Borgias, para que siguiese protegiendo a su hermano, el futuro Paulo Tercero. Supo trabajar con sus herramientas naturales, de un modo incansable, para el triunfo de la parentela... ¡Un Papa, una reina Farnesio!... Todo gracias a Rodrigo de Borja y a su inagotable capacidad amorosa, simbolizada por el toro rojo, emblema de su familla.