Escritos de juventud
A la vista estaba​
 de José María de Pereda

Vaya si tengo yo buen olfato.

La publicación de mis últimas reflexiones acerca del estado de la isla de Cuba coincidió con un telegrama de la Habana en que se decía al Gobierno de la metrópoli:

«Allá va Dulce, arrojado de la isla por los voluntarios peninsulares».

Luego por allá pasaba algo grave; luego mis observaciones estaban muy lejos de ser mal fundadas.

Y esto demostrado así, para mayor tranquilidad de mi conciencia, séame permitido discurrir un poco sobre tan extraordinario acontecimiento.

El Poder ejecutivo se ha quedado estupefacto al tener noticia de él; la Prensa liberal, meditabunda.

Dejemos por ahora el primero y hagámonos cargo de la actitud de la segunda.

«Es preciso que se averigüe lo que ha pasado allí -dice ésta-, porque es innegable que ha pasado algo grave cuando los voluntarios han tomado una medida semejante. ¿Qué ha pasado, pues?».

Algo por el estilo, amados colegas; y si me equivoco en una tilde, consiento que me aspen.

Lo que se llama en Cuba voluntarios son los españoles que tienen algo que perder allí. Cuando fue Dulce, a instancias de ustedes, cargado de salvadoras libertades para aquellos criollos, nuestros dignísimos y cariñosos hermanos, dijeron los voluntarios: «Ese hombre es una calamidad aquí, y con las armas que ahora trae por toda garantía de que esto no se lo llevará Pateta, equivale a diez calamidades».

Y vosotros gritasteis entonces porque Dulce tardaba en liberalizar al país, que sudaba la gota gorda por contener la insurrección que quería desbordarse. Y al cabo lo liberalizó, arrojando patrioterilmente por los suelos los símbolos borbónicos, y la insurrección se desbordó, y los voluntarios de la isla apenas pudieron refrenarla a fuerza de ímprobos sacrificios.

El general Dulce tuvo, en vista de tamaña catástrofe, que recoger parte de lo que había sembrado para no perder tan pronto y bajo su mando aquel pedazo de nuestra pasada grandeza.

Fuéronle tropas y más tropas, generales y más generales, brigadieres y más brigadieres; y así y todo la insurrección creciendo siempre, y el prestigio de Dulce y los suyos siempre menguando.

Y como a las reclamaciones de los peninsulares de allá contra la conducta de esos personajes respondían acá los partes oficiales asegurando que la insurrección agonizaba; y como la pérdida de la isla de Cuba es para los españoles que la ocupan no solamente cuestión de horas, sino también de vida y de hacienda, acordáronse un día de que tenían la sartén por el mango, dieron la media vuelta... y nada más.

Tómelo bien en cuenta la Prensa liberal, máxime si, como espero, piensa decir también ahora que la conservación de la isla de Cuba se debe a sus incesantes desvelos.

Volvamos al Gobierno.

Este, en su estupor, no ha podido decir más que estas palabras, dirigidas a su paño de lágrimas, la Asamblea: «Señores, yo os suplico que, después de conocer el parte que habéis oído, no se hable más del asunto hasta hallarnos mejor enterados».

Quiero suponer que de las investigaciones gubernamentales que se practiquen resulta que los voluntarios, al arrojar a Dulce ignominiosamente de la isla no obedecieron a la exigencia de una verdadera necesidad, sino a la pasión de una idea.

Por otra idea destronaron en septiembre a su reina los que enviaron a Dulce a la Habana.

Quedan, pues, en el mismo caso, ante los derechos revolucionarios de septiembre, los voluntarios de allá y los ilustres libertadores de acá. Nada tienen que echarse en cara.

Pero supongamos que la presencia de Dulce en la Habana fuera incompatible con la conservación de la isla.

Entonces, así por la razón indicada como por la de la salud de la madre patria, ésta debe declarar tres veces perínclitos a los voluntarios de la Habana, máxime teniendo en cuenta que el Gobierno de acá no desconocía los antecedentes ultramarinos del general Dulce ni la falta de simpatías de que gozaba entre aquellos españoles.

Todo esto es lógica pura y justicia seca.

En vista de lo cual el Poder ejecutivo se propone castigar al general Dulce en cuanto llegue, haciéndole... ministro de Ultramar y capitán general de los Ejércitos españoles.

De modo que si llega a perderse la isla bajo su mando, lo menos llena con él un hueco que aún existe en la Monarquía de la Constitución democrática de 1869 que acaba de promulgarse con sin igual entusiasmo.

Y corolario: si hubiera sido capaz de sofocar por completo la rebelión, le habrían quitado el mando inmediatamente y enviado de cuartel el último rincón de la Península...

¿Que exagero, dicen ustedes?

No dirá otro tanto el general Lersundi.



(De El Tío Cayetano, núm. 30.)

13 de junio de 1869.