A LA TUNA

C

ierto día me dijo una chiquilla:

"Quiere dar un paseo mi muñeca
y la llevo a la quinta. ¿Me acompañas?..."
Imposible negarme: fuí con ella.

Con la gracia pueril de los tres años
cantaba a su bebé mi compañera
y a veces el paseo interrumpía
para jugar del sauce con las hebras.

Yo escuchaba el murmullo de las hojas
que movía la brisa de la siesta
y hasta se me antojaba que la fronda
aplaudía el capricho de la nena.

¡Qué buenas son las plantas! me decía
y dejábame guiar por la pequeña
sin poder sospechar, oh tuna mala,
que tu saña aguardándome estuviera.

Pasamos junto a ti; sin advertirlo
te rocé y de tus pencas la más gruesa
asestando en mi frente un fuerte golpe
la cara me dejó de espinas llena.

Tuna! Si alguien caer hubiera visto
sobre el rostro indefenso de la ciega
esa vara cual látigo de fuego...
con qué odio y rencor te maldijera!

Pero... nadie la vió; sólo los sauces,
el laurel y la tierna madreselva
testigos fueron de tu acción innoble.
Tampoco yo maldije su fiereza.

Espinas más agudas que de tunas
hallamos en la vida con frecuencia
que lastiman, no el rostro sino el alma,
y la herida que causan es eterna.

Arrancar de mis sienes y mejillas
una capa de agujas fué tarea
que afligió a los de casa aquella tarde
y puso mi paciencia a duras pruebas.

Y a pesar de mis lágrimas, reía
comentando la bárbara ocurrencia:
cuando al alma no llegan las espinas
la risa borra del dolor la mueca.

Porque sólo en mi rostro hiciste blanco
perdón hallaste, tuna de mi huerta;
mas si en vez de mi rostro, tus espinas
hirieran un dedito de la nena,
de la querida nena que conmigo
jugaba y que hacia ti me condujera...