A la Reina Nuestra Señora doña María Cristina de Borbón, en sus días
Cuando al volver con el ardiente julio
la bienhadada aurora
en que a tu nombre el español exhala
himnos de amor, Señora;
el trueno del cañón; en la gigante
torre, del bronce herido
el trémulo clamor; del ronco parche
el bélico sonido;
abierto el templo a la plegaria santa,
do entre la densa nube
del incienso, que al cielo se levanta,
el voto ardiente de las almas sube;
todo es placer y amor: permite, oh Reina,
que esta olvidada lira,
que ni inmortalidad ni gloria espera,
lance un sonido, y a las plantas muera
de la misma belleza que la inspira.
Oídos que están llenos
del blando halago del cantar de Laura,
y del dulce ruido
que forma triste el aura
meciendo los laureles que la tumba
cubren de Tasso y de Marón... Oídos
que en la cuna arrullaron
de Herminia los gemidos,
los tristes ayes del furioso amante,
y la trompa de Dante...
¡Cómo halagar pudiera, humilde y frío,
el desmayado son del canto mío!
No menos dulce, al rutilar tus ojos
sobre la cumbre cana
del alto Pirineo,
unió su voz la musa castellana
al popular ardiente clamoreo.
¡Cristina! -¡Oh! ¡cuál se goza
mi pecho al recordarlo!
Sí, yo te vi. -De la triunfal carroza,
con galano ademán, dulces miradas
en el gozoso pueblo,
que en apiñado grupo te seguía,
amorosa fijabas:
pareciome que tierna preguntabas
a cuántos tristes consolar debías.
A España entera consolaste. ¡Hermoso
iris de paz y amor! Tu ruego puro
al cielo hizo piadoso,
padre a Fernando, al español dichoso.
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¡Ay! De tan alta dicha ser no puedo
digno intérprete yo. -Vuelve al olvido
a que el destino te condena, oh lira:
por la postrera vez los vientos hiere:
lanza un sonido, y a las plantas muere
de la misma belleza que te inspira.