A la Aurora: Oda VIII
Salud, riente Aurora,
que entre arreboles vienes
a abrir a un nuevo día
las puertas del oriente,
librando de las sombras
con tu presencia alegre
al mundo, que en sus grillos
la ciega noche tiene;
salud, hija gloriosa
del rubio sol, perenne
venero a los mortales
de alivios y placeres.
Tú de eternales rosas
ceñida vas las sienes,
mientras tu fresco seno
flores y perlas llueve;
tú, de brillantes ojos;
tú, de serena frente,
y en cuya boca manan
risas y aromas siempre.
Cuando la hermosa lumbre
de Venus desfallece,
de ópalo, nácar y oro
velada le sucedes;
y el pabellón alzando
en que su faz envuelve
tu padre el sol, sus huellas,
nuncia feliz, precedes.
Tu manto purpurado,
flotando al viento leve
de las eoas plagas,
del cielo se desprende,
hinche el espacio inmenso,
y de su grana y nieve
las bóvedas eternas
matiza y esclarece,
en cuanto alegre cruzas
por sendas de claveles,
desde su excelsa cumbre
al cárdeno occidente.
El sol que en pos te sigue
tus vivos rosicleres
inflama, y retemblando
por verlos se detiene
hasta que entre sus llamas
tú misma al fin te pierdes
y en su torrente inmenso
envuelta despareces;
si no es que tan penada
de tu Titón te sientes,
que por sus brazos dejas
ya la mansión celeste.
Los céfiros fugaces,
que en un letargo muelle
las flores en su seno
rendidos guardar quieren,
con tu calor se animan,
las prestas alas tienden
y en delicioso juego
las liban y las mecen,
de do a las aves corren
que aún en sus nidos duermen,
con su vivaz susurro
pugnando que despierten
a darte, oh bella Aurora,
los dulces parabienes
y henchir con su alborada
las auras de deleite.
Tú, en tanto más graciosa,
en luz y en rayos creces,
que en transparentes hilos
cruzando al viento penden.
Las cristalinas aguas
cual vivas flechas hieren
y hacen de bosque y prados
más animado el verde,
a par que sus cogollos
alzan las ricas mieses
y abriéndose las flores
sus ámbares te ofrecen,
que a la nariz y al seno
y al labio que los bebe
de su fragancia inundan
y a mil delicias mueven.
Y todo bulle y vive
y en regocijo hierve
rayando tú, que al mundo
la ansiada luz le vuelves.
Haz, ¡ay!, purpúrea diosa,
que como en faz riente
un día fausto y puro
benigna nos prometes,
así en mi blando seno,
sin ansias que lo aquejen,
la paz y la inocencia
por siempre unidas reinen.