A guisa de prólogo
¡Quién iba a decirme a mí, cuando vivía en Vigo, allá por el año de 1867, que andando el tiempo había de estampar mi nombre al frente de un libro de Ensebio Blasco! De Eusebio Blasco, por quién he sentido siempre un respetuoso cariño y una profunda admiración.
Hallándome yo en mi pueblo, publicábase en Madrid aquel periódico inolvidable que se tituló Gil Blas, en el que los muchachos de entonces aprendimos a burlarnos de muchos chirimbolos tradicionales. Blasco escribía artículos deliciosos, llenos de desenfado y de ingenio, que yo saboreaba con deleite, porque Blasco era el ideal de mis aspiraciones literarias. Llegar a escribir como Blasco constituía uno de mis más grandes deseos. Sus versos me encantaban; su prosa fácil, ligera, amenísima, llenaba mi espíritu de inefable entusiasmo.
Un día sobreponiéndome al temor, natural en todo chico provinciano y gallego por añadidura, hube de remitirle unas redondillas, pidiéndole hospitalidad para ellas en las columnas de Gil Blas. Blasco, después de las necesarias correcciones, publicó los versos y me escribió una carta alentándome a que continuara mi labor. Aquella carta la leyeron en Vigo casi todos los habitantes del casco de la población y aldeas vecinas.
¡Una carta de Blasco! ¡Qué honra para mí! Una carta del autor del Joven Telémaco en la que me llamaba poeta fácil é intencionado y me animaba «a proseguir por ancha vía que había recorrido trunfante D. Juan Martínez Villergas»...
Pocos meses después la suerte me trajo a Madrid, destinado al ministerio de la Gobernación donde desempeñaba Blasco la secretaría particular del ministro. El jefe del personal tuvo a bien destinarme a la expresada secretaría y me vi en presencia de mi escritor favorito, de mi protector cariñoso, del hombre a quien admiraba con toda la vehemencia de mis veinte años.
— ¿Es usted el Taboada que me escribía desde Vigo? — me preguntó amablemente.
— Si señor, aunque me esté mal el decirlo — le contesté.
— Pues ¡nada! no venga usted a la oficina. En esta casa va usted a olvidar hasta los preceptos ortográficos—dijo sonriendo.
Si, si, cualquier día renunciaba yo al placer de servir a las órdenes de Blasco. Dile gracias por su buena intención, estreché la mano que me tendía y fui desde aquel punto y hora el oficial de la clase de cuartos más activo del ministerio de la Gobernación.
Durante el tiempo que estuve a las órdenes del insigne escritor, pude notar que era el hombre más franco, más cariñoso y más sencillo del mundo. Allí donde había jefes que se hacían dar usía a todas horas y llevaban marcadas en los calzoncillos la V. y la S. del. tratamiento, la conducta de Blasco valiendo más que todos juntos resultaba doblemente simpática. Jamás tuvo para sus subordinados más que frases de afecto, nunca le ví dictar órdenes severas con las cejas fruncidas y el belfo contraído como hacía cierto oficial de la clase de primeros, enemigo personal de las haches — pues hasta se la negaba al verbo Haber — el cual sujeto decía llamando a su presencia a los escribientes: — Señores, ó por mejor decir, subalternos: Desde mi despacho oigo risotadas que están reñidas con la seriedad que debe reinar en los centros administrativos; y como la seriedad es la base, digámoslo así, de la Administración pública, prevengo i ustedes que se abstengan de toda manifestación ruidosa, si que también despectiva. No tengo más que decir.
Mientras éste y otros jefes superiores velaban por los fueros de !a llamada Administración pública, poniéndose en ridículo, Blasco despachaba la correspondencia de D Nicolás María Rivero, con rapidez maravillosa, sin darle a nada importancia, y escribía versos, comedias, artículos, novelas y cuanto había que escribir.
Entre carta y carta rendía culto a las musas, sus buenas amigas, y tan pronto le veíamos redactar un documento político para el embajador inglés, como escribir unos versos cómicos al subsecretario D. Federico Balart, pidiéndole que no suprimiese las luces de los despachos.
Recuerdo alguna de las quintillas hechas una noche a vuela pluma por aquel prodigio de facilidad y de gracia, y dirigidas a D. Federico:
.................
Ayer mismo sucedió:
a un pobre señor que entró
a verme sin luz ni empacho,
en un rincón del despacho
le quitaron el reló.
Y a fe que no es de extrañar,
porque si a la luz solar
se roban escribanías...
¿Con estas economías
dónde vamos a parar?
Yo no soy quien — esta locución es de un ex-ministro liberal y de un sereno del comercio — para hablar de la labor brillantísima de Eusebio Blasco, a quien ha admirado España entera durante muchos años, pocos sin embargo para nuestro cariño, y de quien se han hecho lenguas eminentes críticos extranjeros.
La nota más saliente de aquel maravilloso escritor, nunca bastante llorado por nosotros, ha sido la amenidad. Todo el que comenzaba a leer una obra de Blasco, tenía necesariamente que continuarla. Por eso nos ha producido una gran contrariedad y una enorme pesadumbre la lectura de los cuatro capítulos de su novela Don Juan el del Ojo pito, que ha dejado sin concluir. Tras de aquellas ingeniosas y naturalísimas escenas, donde rebosa la gracia y el donaire, queda el ánimo en disposición de continuar experimentando emociones nuevas... La muerte ha venido a interrumpir el encanto de la narración, y entonces es cuando comprendemos toda la magnitud de la perdida que han sufrido las letras españolas, y todo el dolor de los que amaban a Blasco y rendían culto a sus bondades y su dulce amistad.
Yo, el más modesto de todos sus amigos, pero uno de los más fervientes, le tributo en estas líneas incorrectas y deslabazadas el testimonio de mi admiración y de mi perdurable recuerdo.