Capítulo XV editar

Grille, el diputado por la Martinica, pronunció, subido a una tribuna, el elogio fúnebre de Baranda, mientras el cadáver de éste se quemaba en el gran four crématoire, según disposición testamentaria.

-«Si su vida fue un martirio a fuego lento -decía el orador-, a fuego lento también se derrite su cadáver».

El cortejo se diseminó por las avenidas de la inmensa necrópolis, en cuyo seno yacen tres millones de muertos y sobre cuya superficie se levantan más de ochenta mil monumentos.

¡Cuántos rincones ignorados! ¡Cuánto sepulcro roto por entre las grietas de cuyas lápidas crece viciosamente la ortiga! Con dificultad podían descifrarse sus nombres que tal vez corrieron un día de boca en boca. Sobre muchos caían a manta las hojas secas formando una alfombra pajiza. De las lápidas de algunos aún colgaban fragmentos de coronas y ramos de flores marchitas.

No lejos del horno, cuyas ingentes chimeneas recuerdan las de una fábrica, está el cementerio musulmán, especie de mezquita fortificada. Entre la yerba sobresalen algunas piedras tumulares, sin inscripciones, salpicadas de guijarros y de tiestos rotos.

-Entre los mahometanos se estila arrojar piedras, en prueba de piedad, sobre las tumbas de los amigos -observó Grille.

-Es preferible que nos las arrojen en muerte que no en vida -contestó Plutarco.

En ciertas avenidas, en que se amontonaban los ladrillos y la mezcla, jardineros y albañiles escardaban y limpiaban el cementerio sumido en una bruma melancólica. En un rincón dos sepultureros cavaban una fosa. Luego bajaron un sarcófago, grande y pesado, cubriéndole de tierra que, al caer sobre la tapa, resonaba como un tambor de palo. Alrededor de la hoya lloraban unas mujeres.

-El Père-Lachaise -dijo Plutarco- no invita a morirse. Hay cementerios simpáticos y risueños que convidan a la meditación y al nirvana. Este, no.

De las excavaciones salía una humedad palúdica apestosa. A cada paso encontraban el sepulcro de alguna celebridad: el de Balzac, el de Casimiro Delavigne, el de Gerardo de Nerval, el de Michelet, Delacroix y otros.

-Sólo por evocar estas sombras augustas se puede venir aquí -dijo solemnemente Grille.

Plutarco iba leyendo al azar los epígrafes mortuorios, muchos de los cuales le movían a risa por lo pedantescos. De pronto se detuvo ante un monumento medio en ruinas y del todo abandonado. El orín ha roído la verja que le circuye y el musgo cubre la lápida.

-¿Quién será éste?-preguntó.

Grille, inclinándose, leyó: Barrás.

Andando a la ventura tropezaron con el mausoleo de Abelardo y Eloísa.

-¡Aún hay amor! -exclamó Grille-. Vea usted cómo está eso de violetas, de lilas y rosas.

Volvieron al four crématoire, en torno del cual se extienden dos grandes galerías sin puertas, llenas de lápidas y retratos.

Allí, en féretros liliputienses, se guarda a los incinerados. Acababan de depositar las cenizas de Eustaquio Baranda en su nicho. Junto a él una mujer de luto colocaba piadosamente, deshecha en lágrimas, un ramo de violetas. Era Rosa.

En el fondo de la avenida principal yergue un monumento: «Souvenirs aux morts de Bartholomé». Desde allí contempló Plutarco la muerte del sol. París, abajo, se envolvía en una bruma de oro que densificaba poco a poco el humo ceniciento de las chimeneas. Allá, muy lejos, se esbozaban la Columna de Julio y el Panteón. La mancha negra de los cipreses inmóviles, que orillan la salida del camposanto, contrastaba con el claror lechoso del cielo en el cenit.

Al bajar, camino de la gran puerta, se detuvo ante un hormiguero femenino que rodeaba un sepulcro, regándole de flores. Sobre un busto joven caía el ramaje de un sauce. En la lápida delantera se leen unos versos que empiezan:

«Mes chers amis quand je mourrai...»

En la lápida de detrás, otros que comienzan:

«Rappelle-toi lorsque la nuit pensive...»

Plutarco, perdiéndose entre la muchedumbre que se atropellaba a la salida, pensó con infinita tristeza:

-¡Pobre! Ahora sí que descansa.


París, Septiembre y Diciembre 1902