A fuego lento: 38
Capítulo VIII
editarEl mar estaba agitadísimo aquella mañana de mediados de Septiembre. La resaca era muy fuerte. Al llegar a la orilla las olas chocaban unas contra otras rompiéndose en turbios espumarajos. El cadáver de una raya danzaba entre el oleaje y las hoyas rojas se sumergían y emergían, como enormes tomates, a capricho de los tumbos de la marea que subía invadiendo toda la playa hasta llegar a las casetas. Al descender, con una rapidez incontrastable, arremolinaba los guijarros, que sonaban como si les triturasen en una paila de aceite hirviendo. El cielo, oscuramente gris, estaba muy bajo.
El médico, arrebujado en su bufanda, con la gorra hasta las orejas y las manos en los bolsillos del gabán, gozaba con el espectáculo del mar que acariciaba a las rocas con efusiones de un amor salvaje. Una lluvia menuda y tenaz desdibujaba y entenebrecía los objetos.
Por las calles fangosas y malolientes del pueblo pasaban de prisa algunos bañistas con las capuchas de los impermeables caídas sobre los ojos. El viento levantaba irrespetuoso las faldas femeninas y volvía del revés los paraguas. Por las bocacalles que daban al mar pasaba zumbando con un cortejo de papeles y basuras. Una mancha blancuzca hormigueaba a lo lejos en la llanura brumosa. Era un rebaño de ovejas. Los árboles temblaban arqueándose como histéricos.
Junto al establecimiento de baños termales empezó a apiñarse, con avidez creciente, un grupo de bañistas envueltos en sus peignoirs.
-¿Qué ocurre? -preguntó Baranda acercándose al gentío.
-Una mujer que se muere -dijo uno-. Apenas entró en el mar empezó a dar voces pidiendo socorro.
-Pero ¿está muerta? -añadió acercándose más.
Uno de los bañeros alejó a Baranda alegando que hasta que no viniera el médico municipal nadie podía tocarla.
La mujer estaba tendida en el suelo, sobre una tabla, medio desnuda, con la cabeza cubierta con una toalla. Era muy blanca y robusta, grande, de largas y contorneadas piernas. ¿Quién era? Nadie lo sabía. Había venido sola y no tenía, al parecer, familia. Quién, decía que era alemana; quién, que era inglesa o rusa. No estaban mejor informados en el hotel donde se alojaba. Al cabo de una hora llegó el médico con dos soldados. La mujer había muerto. Es más: la habían sacado cadáver del agua. Envuelta en una sábana, al través de la cual se marcaba la cadera maciza, sobre una camilla, la llevaron, a las tres o cuatro horas, entre dos marineros, al camposanto. Iba sola, sola, al través de la llanura desierta, bajo la lluvia inclemente.
Rosa, conmovida, rompió a llorar.
-¡Pobre! -gemía-. ¡Pobre! -Y se quedó mirando con respeto supersticioso a aquella inconmensurable masa de agua, rugiente y crespa.
Cada cual comentó el hecho a su guisa.
-Debían esperar veinticuatro horas -objetaba uno-. ¿Y si resulta que está viva? -Y citó varios casos de muerte aparente, no sin horror de los circunstantes.
-Esa está muerta -contestó otro-, y bien muerta, por desgracia.
¡Triste destino! -sollozó una vieja-. Llegó anoche y al primer baño... Diríase que vino expresamente a ahogarse.
Y todos volvían los ojos hacia la inmensa llanura espumosa.
-Hoy es día muy peligroso para bañarse -observó un bañero-. La mar está muy picada y el oleaje es muy recio.
-¿Ha visto usted a mi hijo? -preguntó acongojada al bañero una señora de luto que venía del pueblo atraída por la noticia de la muerta.
-No -contestó el bañero.
-Le busco por todas partes y no le hallo.¿Le vio usted bañarse?
-Señora, no lo sé. ¿Sabe nadar?
-¡Oh, sí, muy bien!
-Pues si sabe nadar no tema usted, por más que la mar no está hoy para bromas. Vea, vea usted la resaca. Esta playa tiene el inconveniente de ser muy desigual, y cuando hay resaca se forman grandes hoyos en que cabe un hombre.
-¿Y el chico es grande o pequeño?
-De doce años -contestó la madre-. ¿No podrían echar un bote al agua en su busca? -añadió-. Tal vez la corriente se le ha llevado lejos. Le pago a usted lo que me pida.
Y el botero se echó al mar, en medio de aquella furia de olas, en busca del joven.
La señora, después de recorrer febricitante toda la playa y de haber abierto todas las cabinas y buscado en todos los rincones, se volvió al hotel con el alma en un puño.
-Yo no puedo hacer nada -decía nerviosamente el propietario del establecimiento-. Todo el mundo quiere hacer su voluntad. Por más que les aconsejo que no se bañen en días así, como si cantara. No es culpa mía si se ahogan. Por otra parte, los baños de mar no se deben tomar sin previo dictamen facultativo. Hay personas cardíacas e histéricas a quienes el agua fría produce un efecto mortal. Esa señora -la muerta- no debió bañarse. Ya ve usted, tenía un aneurisma. Yo lo lamento. Pero ¿tengo acaso la culpa?
Los boteros se cansaron inútilmente de dar vueltas y vueltas por la costa.
A las cinco de la tarde, cuando ya nadie se acordaba del joven, el oleaje arrojó sobre la playa un cadáver. Era el suyo. Allí mismo, sin pérdida de tiempo, le colocaron desnudo en una parihuela. Estaba pálido como la cera, con la boca y las narices llenas de una espuma azulosa y coagulada. Dos hombres, uno de cada lado, le subían y bajaban los brazos rígidos y glaciales, mientras el doctor le tiraba rítmicamente de la lengua con unas tenazas. Luego le frotaron con un guante cerdoso empapado en alcohol. En torno del cadáver se movía una muchedumbre afligida preguntándose por lo bajo si había esperanzas de salvarle. No, no había ninguna. Según Baranda, la muerte databa de algunas horas. Entretanto, en el hotel, la madre se retorcía sin consuelo, entre convulsiones y gritos.
¡Qué sincera compasión despertaba su dolor sin nombre en el alma de las otras mujeres! Porque el único sentimiento real y hondo, que no cambia, es el de la maternidad -pensaba Rosa.
De aquel cuadro lúgubre se desprendía una angustia indecible. Bajo un cielo de pizarra, en una atmósfera húmeda y fría, sobre la playa desierta que parecía una prolongación solidificada de aquel mar turbulento y sombrío, dormía para siempre un cuerpo joven, aún no manchado -a juzgar por lo suave y liso de su piel de virgen, sin una arruga- por las impurezas del amor carnal.
Aquella casi adolescencia muerta, antes de la virilidad, y muerta de un modo trágico, arrancaba silenciosas lágrimas a todos.
-Dichoso él -dijo Baranda-, que ha desaparecido sin esas dos agonías: la de ir envejeciendo y la de morirse poco a poco en una cama...