Capítulo IV

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Una de las cosas que más preocupaban al médico era cómo había de sacar sus muebles y sus libros de la casa, sin escándalo de Alicia. El miedo al ruido, a la acción violenta, llegó a ser en él una manía.

-Otro en mi caso -pensaba- lo arreglaría todo en un periquete.

Después de muchos proyectos, el de embarcarse para América entre otros, resolvió volver. No era él, en rigor, quien obraba y menos deliberadamente; era un impulso interior casi mecánico.

Durante muchos días no se hablaron. Comían uno enfrente del otro como dos estatuas, dirigiéndose furtivas miradas de rencor. Entre plato y plato el médico se entretenía en acariciar a Mimí o en hacer bolitas con la miga del pan. Alicia tecleaba con los dedos sobre la mesa o miraba al techo. La sirvienta entraba y salía silenciosa y cabizbaja como una sirvienta de pantomima. En la casa flotaba una atmósfera de tristeza y abandono, semejante a la que se advierte en las casas vacías o en aquellas donde ha ocurrido una desgracia. Hasta de los muebles se escapaban bostezos de fastidio.

La criada, temerosa de que ocurriese algo trágico, pidió un día su cuenta, con mal disimulado regocijo de Alicia.

Buscaré una fémmé dé ménagé que nos haga la limpieza y el almuerzo y cenaremos en el restaurant. Así me veré libre de más quebraderos de cabeza. Si tuvieras tú que luchar con las criadas...

Ambos se despreciaban con ese desprecio taciturno de quienes, habiendo agotado todo linaje de invectivas, no creían ya en la eficacia de las palabras, simples articulaciones sin sentido. Ella, con todo, ejercía sobre él un influjo dominador, principalmente cuando le clavaba aquellos ojos negros y vivos de culebra, ceñidos de ojeras de color de cedro, que revelaban un corazón inexorable.

Consideró la vuelta del marido como una capitulación, en extremo lisonjera para su amor propio.

-¿Vuelve? -pensó-. Luego transige. ¿Transige? Luego me tiene miedo.

Al principio comían en los restaurantes módicos de los alrededores de la gare Saint-Lazare.

-Yo no puedo -acabó por decir Alicia- con estos pollos de cartón y estas sopas sin sustancia. Prefiero ayunar.

-¿Adónde quieres entonces que comamos? -balbuceó Baranda.

-Vamos a Durand o a Larue.

-Que cuestan un ojo de la cara -añadió el médico con sarcástica sonrisa.

-Pero se come. Yo te aseguro que a la hora de haber comido en estos restaurantes baratos, tengo hambre.

El toque para Alicia estaba en hacerle gastar, a fin de que la otra no cogiese un cuarto.

Un sentimiento de piedad por sí mismo, por su falta de impulsión psíquica, le sumía a menudo en una especie de letargo mental, de ensueño errabundo, como de quien mira al cielo en pleno mediodía. Envidiaba a los impostores, a los atrevidos, a todos aquellos que logran abrirse paso, sin curarse de la opinión pública. ¿Por qué ese temor a lo que al fin ha de saberse? ¿Qué le impedía irse, abandonarlo todo, casa, clientela y amigos, a cambio de sustraerse de aquella mujer que era su perdición? La necesidad de lógica, privativa del espíritu humano, le movía a discurrir así; pero de sobra sabía que todo ello radicaba en la parálisis de su voluntad.



El calor apretaba. Alicia, menos belicosa que otros días, propuso a su marido pasar el mes de Agosto en alguna playa.

-Bueno -contestó él-; pero no lejos de París; porque pueden llamarme con urgencia. No olvidemos que vivimos de la salud del prójimo.

Alicia empezó a arreglar los baúles. Su cuarto se transformó en una montaña de encajes, de faldas, de cintas, de fichúes, de blusas, de cajas de sombreros.

-¡Ni que fuéramos a dar la vuelta al mundo! -exclamó Baranda.

-¡Déjame! -contestó con aspereza-. No voy a andar hecha una facha.

Tan pronto hacía como deshacía el equipaje.

-¡A ver, ayúdeme usted! -decía nerviosamente a la femme de ménage-. Déme usted acá esa falda. No, la otra, la azul. ¡Malditos baúles! ¡No cabe nada! ¡Nada! ¿Dónde meto estas enaguas? ¿Y estos corpiños? Y arrodillada ante el baúl, perpleja, casi llorosa, sudaba a chorros.

-¡Hija, no te impacientes! -exclamaba el médico, haciendo de tripas corazón-. Ten calma.

-¡Déjame en paz, y no fastidies! ¿Qué entiendes tú de esto? A ver, déme usted acá esas medias. ¡Cuidado, no me pise usted el sombrero! ¿Será bruta? ¡Que no cabe nada! Lo dicho. Y lo que es así, no voy. ¡No voy! Y la culpa es tuya, tuya.

-¿Mía? ¿No eres tú quien ha propuesto el viaje?

-Bueno, hombre. Lárgate. Estos hombres no sirven sino de estorbo. Pero ¿dónde rayos meto yo esto?

Y abría los brazos llevándose las manos a las sienes. Después se sentaba, aturdida, paseando los ojos de un lado para otro.

El médico acabó por dejarla sola con la criada.

Se figuraba que le habían metido por el esófago aquel promontorio de trapos y sombreros. Alicia continuó su faena con ensañamiento.

-¡Uf, qué calor! ¿A que todavía se me olvida algo? ¡Ah, sí, los pañuelos! Cuando yo lo decía. ¡Estoy muerta! -exclamó al término de dos horas de aquel trajín que daba jaqueca-. ¡Uf, qué calor! -y se tendió abanicándose en una chaise-longue.

Al día siguiente empezó a enfundar los muebles, a enrollar las alfombras, a guardar la ropa de invierno, salpicándola de alumbre, en los armarios. Una verdadera mudanza.

Alquilaron una villa meublée en Onival-sur-Mer, a tres horas largas de París. Por encargo del médico, Plutarco, con quien Alicia hizo las paces, como pueden hacerlas el gato y el perro, se entendió con el propietario. La villa, que se llamaba La tempête, no podía estar mejor situada: el frente daba al mar y uno de los costados a la llanura, una llanura pelada, sin un árbol, a trechos verde, salpicada de haces de trigo y sembraduras de remolacha; a trechos, hacia la parte que coincidía con la playa, cubierta de oscuros guijarros que parecían una sábana de almejas.

-¡Ay, qué feo es esto! -exclamó Alicia, apenas bajaron de la diligencia que les condujo de la estación al pueblo-. ¡Si parece un cementerio! ¡Y qué playa tan horrible! Toda de galetes. ¡Y no hay un árbol! Aquí me entierran a mí...

El doctor y Plutarco se miraban afligidos. Entraron en la villa. Desde el balcón se dominaba el caserío, en parte de chozas, que trajo a la memoria de villas, de Alicia el caserío de Ganga, en parte esparcidas aquí y allá, entre las lomas, con sus techos brillantes de pizarra y su maderamen multicoloro, y el mar, circunscrito por enormes falaises de greda. Un aire fresco, impregnado de yodo y de salitre, envolvía la casa.

A poco descendieron a la playa, matizada de tiendas y cabinas. Los chicos hacían fosos y castillos en la arena.

-¡Uf, qué burguesía tan antipática! -exclamó Alicia-. No hay una sola mujer chic.

-Hija, no hemos venido sino a respirar aire puro y a descansar un poco. Probablemente no trataremos a nadie -dijo Baranda.

-¡Qué diferencia de la gente que va a Cabour y a Biarritz! Allí sí que hay elegancia y lujo...

La marea se venía pérfida, con blando murmullo, hacia la costa, enarcando sus crestas de espuma. Algunas mujeres tejían y bordaban bajo las sombrillas. Otras, sentadas a la turca en el suelo, se entretenían en arrojar galetes al agua, riéndose de las enormes barrigas de silenos y de las canillas de algunos bañistas que no habían visto el mar ni en pintura. Las mamás luchaban a brazo partido con sus chicos que se resistían, chillando y pataleando, a bañarse. Se veían muchos pies sucios y callosos, enemistados con el agua desde el verano anterior, muchos cuerpos disformes por el trabajo manual o la vida sedentaria de las oficinas, muchas caras anémicas y mucho traje de baño estrambótico y desteñido. Una jamona muy gruesa, vestida de rojo, escotada hasta el ombligo, era objeto de malévolos comentarios. No sabía nadar y el bañero la sostenía por la barba y el vientre, mientras ella se tendía a lo largo, removiendo las piernas y resoplando como una foca. No lejos flotaba panza arriba, cubierto de vejigas y calabazas, una especie de cerdo, de cara rubicunda. Con los pantalones arremangados hasta la rótula, unos cuantos viejos y niños chapoteaban en los remansos o pescaban camarones y cangrejos. Se oían risas, gritos y ladrar de perros que se zambullían participando del general regocijo.

La marea llegaba ya hasta las casetas. La reverberación solar sobre la inmensa lámina movediza, color de asfalto, lastimaba la retina. A lo lejos se divisaban velámenes de barcos de pesca o el penacho de humo negro de algún remolcador.

-Plutarco, véngase a almorzar con nosotros -dijo Baranda-. Puede que en el hotel estén ya en los postres.

Alicia no dijo una palabra. Echó a andar por delante con languidez recogiéndose las faldas.

-Me siento cansada -dijo arrellanándose en una mecedora, así que llegaron a la villa.

-No más que yo -repuso el médico-. El aire del mar amodorra.

-Y excita -añadió Alicia-. A lo menos, a mí me pone frenética.

Todo era malo y cursi para ella. Al sentarse a la mesa exclamó:

-¡Ah! Moules? ¡Me dan asco! No, no.

Baranda inclinó resignado la cabeza, haciendo girar un cuchillo.

-No hagas eso, que me pone nerviosa.

-¿Te pone? -dijo el doctor, llenándose el plato del sabroso marisco-. ¿A usted no le gustan, Plutarco?

-¡Oh, sí, doctor! Mucho.

-Pues a mí el lugar, con franqueza, no me parece feo. Es melancólico y respira una quietud que concuerda con mi carácter -agregó Baranda.

-¡Vaya que tienes un gusto! A mí me parece horroroso, horroroso. Ni con pinzas se halla nada más triste.

Alicia también hizo ascos al ragout, el segundo plato.

-Bazofia de obreros -dijo-. A ver, que me hagan una tortilla de yerbas.

Terminado el almuerzo, se echó a dormir, a pesar de los reiterados consejos del doctor.

-Nosotros vamos a tomar aire y a conocer el pueblo. Dormir con el estómago lleno no es sano. ¿Vienes?

-No. Tengo sueño.

-Andando se te quita.

-No. Déjame.

-Se te va a agriar el almuerzo.

-Mejor.

Al médico se le daba un comino de que durmiese o no. Lo que le inquietaba era que después de la siesta se mostraba de pésimo humor.

Estaba harto de aquellas continuas recriminaciones, de aquel hablar a gritos sin ton ni son, de aquellos modales bruscos y de aquel rostro avinagrado.

Cuando volvieron, cerca de las cuatro, aún Alicia dormía. El sol picaba de veras espejeando en la superficie de laca del mar. No soplaba la más ligera ráfaga de aire. Una calma chicha pesaba en la atmósfera, opacamente vaporosa hacia el horizonte y diáfana en el cenit.

El pueblo era feísimo y sucio, de callejuelas estrechas y tortuosas; pero la campiña no podía ser más pintoresca.

-¿Se han divertido? -les preguntó Alicia con el ceño adusto, marcado de las arrugas de la almohada y los ojos fruncidos.

-Algo -respondió Baranda con displicencia.

-Pues yo encuentro este poblacho cada vez más odioso.

-Pero si no le has visto, a no ser en sueños.

-Me le figuro. Ganas me están dando de volverme a París.

-Tendría gracia, después de haber pagado dos meses de alquiler.

-¡Psi! Qué más da.

-Como no eres tú quien paga...

-Sí, hombre, eres tú. No tienes para qué decirlo. Señor don Plutarco Álvarez: sepa usted que quien paga la casa es el doctor don Eustaquio Baranda. ¿Estás satisfecho?

El médico, volviéndola la espalda, se asomó al balcón. Espació la vista por la llanura, luego por el mar que, al retirarse de la playa, había dejado al descubierto anchas franjas de arena húmeda y reluciente.

-Bueno, doctor, hasta luego -dijo Plutarco-. Me voy al hotel a descansar un rato.

El sol, de un rojo de sangre arterial, iba sumergiéndose en el mar poco a poco. El cielo, en algunas partes, palidecía cuajándose de estrellas claras; en otras, se desgarraba en nublados violetas y amarillos. El agua temblaba rota a pedazos por anchos regueros de escarlata.

El sol se hundía, cada vez más apoplético de púrpura, orlado de un ceño violáceo obscuro. De repente desapareció como si el mar se le hubiese tragado. Franjas de carmín y oro se degradaban en moribundas lejanías. La luna, como una ceja de ópalo, blanqueaba en una isla celeste de un azul ideal. La sombra fluía con invasión apenas perceptible, apagando los ruidos de la llanura, alargando quiméricamente la perspectiva de las cosas. Sólo el mar levantaba su rumor de telas que se desgarran.

En el alma del médico aquella agonía vespertina se filtraba lenta y silenciosa humedeciéndole los ojos e incitándole a morir en el seno de la naturaleza, incompasiva y piadosa a la vez en su misma indiferencia...

-¿De dónde -reflexionaba- habrá nacido la idea de una vida ulterior? Durante el largo período paleolítico el hombre no se cuidó de enterrar a los muertos, y la carencia de sepulturas en la época cuaternaria lo confirma. La creencia mística aparece en el período neolítico. ¿Se fundará en el espíritu de conservación, principio activo de la vida, según Epicuro y Schopenhauer? ¿Habrá nacido -como pretende Herbert Spencer- de la dualidad del yo, de la comparación de los fenómenos del sueño con los de la vigilia?

A Baranda, familiarizado con el espectáculo de la muerte, no le asaltaban las dudas y temores de Hamlet. Morir, según él, era descansar para siempre, volver al mismo estado de la preexistencia.