Tercera parte editar

Capítulo I editar

Estaba París insoportable, de día, sobre todo. De las alcantarillas salían ráfagas pestilentes que obligaban a taparse las narices. Las calles despanzurradas, mostraban sus tripas pedregosas. Las montañas de tarugos negros y las enormes y humeantes calderas rotativas de asfalto hirviente interceptaban la circulación en muchas de las principales arterias de la ciudad. En casi todos los barrios se veían andamios y albañiles, carros que arrastraban cantos ciclópeos y se oían martillazos estridentes sobre hierros y maderas, chirriar de sierras que cortaban piedras, rechinar de grúas, y gritos y latigazos de carreteros.

Una llovizna de cal flotaba en el aire caliente. Los teatros estaban cerrados y sólo los music-halls de los Campos Elíseos y el Moulin Rouge alegraban las primeras horas de aquellas noches cálidas de Agosto. No quedaban sino los pobres y los extranjeros, inglesas desgalichadas de canotier, que recorrían los museos con el Baedeker en la mano o pasaban en pandillas, alargando sus cuellos de cigüeñas, en los breaks de la Agencia Cook.

El sudor removía las secreciones acumuladas de los cuerpos que no se lavaron durante el invierno una sola vez. De cada portería brotaba un vaho caliente de pies sucios, de bocas comidas de sarro, de efluvios acres de estómagos que digieren mal o se alimentan de legumbres, de queso y de cerveza barata.

Las calles estaban poco menos que desiertas e impregnadas de la melancolía que invade a las capitales populosas en esta época del año cuando todo el mundo sale en busca de oxígeno a orillas del mar. La bulliciosa nube de biciclistas que durante la primavera interrumpía el curso de los coches, se reducía a empleados de las tiendas y correos, que serpenteaban desgarbadamente en larguiruchas y despavonadas máquinas de lance, a través de los fiacres y los ómnibus.

De noche en la Taverne Royale o en Maxim's, que arrojaban sobre la acera sus luminosas manchas rojizas, se veían algunas cocotas de desecho en compañía de españoles y sur-americanos que venían a París por uno o dos meses. Por los bulevares y las allées de los Campos Elíseos se paseaban infelices busconas muy pintadas, cuya decadencia física disimulaba la sombra de los castaños.

Algunos iban a la Gran Rueda a ver la Danza Oriental, donde varias francesas de Argel o de Batignolles, al son de un piano, de unas panderetas y un tamboril, se dislocaban las caderas, la cintura y el vientre, con penosas contorsiones de envenenados con estricnina.

En los bulevares exteriores los bandidos hacían de las suyas. Rara era la noche en que no reñían entre sí, dejando, ante la policía impotente, un reguero de cadáveres y heridos. Los periódicos daban cuenta de asesinatos y cambriolages en pleno corazón de París. Los más de estos delincuentes eran souteneurs que, durante el invierno, vivían de la prostitución. En estío, en que París se vaciaba, recurrían a desvalijar las casas y asaltar a los transeúntes, revólver en mano.

Era peligrosísimo andar de noche por la ciudad solitaria y silenciosa, mezquinamente alumbrada por agónicos mecheros de gas.

Baranda, de puro aburrido, tomó un coche, después de comer.

-A los Campos Elíseos -dijo al cochero que, del bulevar Malesherbes, torció por la rue Royale, y atravesando la plaza de la Concordia, se dirigió hacia el Arco, por la gran avenida. Subían y bajaban otros coches con un hombre y dos mujeres o dos hombres y una mujer que se besuqueaban entre risas y algazara. Un polvillo luminoso que no dejaba ver sino la mancha hierática de los castaños que sombreaban la avenida, envolvía los objetos. Las linternas venecianas de las bicicletas y los faroles, color de yema de huevo, verdes y rojos de los ómnibus y los coches, culebrando aquí y allá, semejaban una fantástica fuga de pupilas multicoloras. En el fondo, envuelto en sombras, se destacaba solemne el Arco de Triunfo como un mastodonte petrificado, sin cabeza ni cola.

El cielo amenazaba lluvia. La luna pugnaba por salir de entre la masa de nubes, gruesas y blancuzcas, que la ahogaban. Algunas constelaciones brillaban muy lejos, en desgarrados celajes, que hablaba al corazón dolorido del médico de cosas olvidadas y muertas.

Había perdido toda esperanza de paz. Desde el escándalo del Bosque, Alicia se había crecido y le trataba con la más irritante insolencia. Lo que él no podía soportar, acaso tal vez por su hiperestesia enfermiza, eran los gritos, los insultos y los modales groseros. Y Alicia no le hablaba una vez sin ofenderle, sin echarle en cara su asqueroso lío con Rosa.

Rosa era su idea fija. Si la hubieran dado un céntimo cada vez que pronunciaba su nombre, tendría un capital. Rosa por aquí, Rosa por allá. ¡Rosa a todas horas! ¿Eran celos? Sí; pero no de amor. Eran celos originados por la posibilidad de que Rosa la suplantase definitivamente. Alicia había renunciado a todo comercio carnal con el médico. Le veía con otros ojos. El joven simpático y seductor que conoció en Ganga, había desaparecido de su memoria. En él sólo veía ahora al hombre falaz que quería despojarla de lo que a ella se le antojaba suyo. Una rabia impotente la roía en silencio. No se atrevía a decirle cuál era la causa de su constante malhumor, de sus raptos de cólera.

-¡Quién sabe -reflexionaba ella- si, después de todo, no se le ha ocurrido dejarme en blanco! Ella no sabía de leyes, pero sí sabía que, no habiendo hijos, la ley no la autorizaba a anular el testamento. El médico no tenía parientes. De modo que era libre de dejar su fortuna a quien quisiera. El temor de Alicia aumentaba cuando en sus fugaces momentos lúcidos, consideraba su conducta para con él. Nicasia tenía razón: «la mujer, si quiere ser amada a la postre, tiene que perdonarle mucho al hombre. La infidelidad masculina difiere de la infidelidad de la mujer en que no suele tener trascendencia. El hombre rara, muy rara vez, llega puro al matrimonio. Antes de casarse ¿qué hombre no ha tenido queridas o, por lo menos, no ha tenido que ver con centenares de mujeres?»

Estas reflexiones duraban poco; como el cielo abierto por un relámpago, su inteligencia se abría un segundo a la crítica; luego se cerraba, volviendo a la oscuridad de la obsesión.

Baranda no podía irse de París. Mal que bien, en París vivía de su profesión. Se sentía muy fatigado para liar el hato, y el hecho de verse en otro país, sin recursos, luchando para formarse otra clientela, le causaba una angustia indecible. Estaba seguro, además, de que Alicia le seguiría a dondequiera que fuese. Y entonces ¿de qué le hubiera servido el cambio? No había en él un arranque masculino, una erección de la voluntad, ya decaída. En Rosa, tan psíquicamente tímida como él, no veía una aliada capaz de secundarle, de sugerirle una resolución, algo, en suma, que pusiera fin a aquel martirio.

-Coseré, lavaré, guisaré. Viviremos pobremente -se concretaba a decir-. ¿Cómo iba él a conformarse con vivir en la estrechez, y menos ahora en que se sentía tan enfermo y descaecido? Era como un buque en alta mar, sin brújula ni timón.

-A casa, cochero -dijo al ver que se internaba demasiado en el Bois. Un aire fresco, voluptuoso, saturado del aliento húmedo de la floresta, acariciaba sus sienes y cerraba sus párpados. De un café lejano, que brillaba melancólico entre el bosque sombrío, salían voces alegres y sollozos de violines húngaros. Deseos de morir, de morir allí mismo, solo, entre los árboles, en el silencio sugestivo de la noche, le asaltaron. ¿Para qué quería vivir? No realizó ninguno de sus sueños. Se calificaba de raté en ciencia, en política y en amor. Ya era tarde para empezar una nueva vida.

-¡Si a lo menos tuviera salud!

Había envejecido mucho; su cabello, el hermoso cabello negro de su juventud, que tantas bocas besaron con amor, se había vuelto casi blanco; en sus sienes se entrelazaban con profusión las arrugas y sentía por todo una indiferencia de esquimal...

El cielo fue poco a poco despejándose y hacía frío. Se levantó la solapa de la levita y encendió un puro. La luna, triste como su alma, más que alumbrar, le pareció que sollozaba con sollozo mudo y largo que hacía pestañear compungidamente a las mismas estrellas...