Capítulo XVI

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Alicia continuaba gastando en su persona; pero al médico le contaba hasta las camisas que se ponía.

-Hay que economizar -decía.

Compraba lo peor del mercado, en términos de que el doctor se quedaba a menudo sin comer. Sustituyó la luz eléctrica con lámparas de petróleo. La sospecha de que la pudiese dejar en la calle, según la insinuación de la Presidenta, despertó en su alma de lugareña una avaricia sorda. Del dinero que el médico la daba mensualmente para los gastos domésticos, se guardaba la mitad.

Cuando el doctor se quejaba de su tacañería en unas cosas, en las necesarias, y de su despilfarro en otras, en las superfluas, exclamaba colérica:

-¿Te pido yo acaso cuenta del dinero que te gastas con la otra? Yo, a lo menos, soy tu mujer legítima y tengo derecho a lo tuyo, al paso que la otra es una advenediza, una intrusa que no tiene derecho a nada.

Alicia, auxiliada por la marquesa de Kastof, la vieja polaca, había dado con una costurera que, mediante una determinada retribución, se prestaba a todo género de enjuagues. Presentaba cuentas ilusorias de ilusorios trajes que Alicia simulaba pagar guardándose los cuartos.

Baranda, para pagar una de esas facturas, tuvo que recurrir cierta vez a un prestamista.

-Te advierto -la dijo- que de hoy más se acabaron las cuentas. Así lo he comunicado a todos los fournisseurs. Conque ya lo sabes.

Alicia gritó, pateó, lloró, como siempre que se la contrariaba; pero el doctor se mantuvo firme. Tenía que guardar los honorarios de los enfermos bajo llave porque al menor descuido pasaban al bolsillo de Alicia. Iba poco a poco formando una a modo de alcancía con las rapiñas caseras. Las alhajas y los vestidos podía venderles mañana en caso de apuro.

Su aversión por Baranda crecía silenciosamente. Una vez que estuvo en cama, apenas si entró en su cuarto. «¡Ojalá reviente!», exclamaba para sí. No tenía para él un solo gesto agradable. Cuando no se pasaba semanas enteras sin hablarle, le dirigía las mayores ofensas.

-El bello -le llamaba con ironía-, el irresistible.

-Eso sería antes -agregaba-, porque lo que es hoy ¡estás más envejecido y más feo! Claro. ¿Crees que se puede ser Tenorio impunemente?

-Porque non dare -respondía Baranda para enfurecerla.

-¿Cuándo me acerco yo a ti? ¡Si me das asco, hombre! ¡Vanidoso! Por fortuna que yo no necesito de machos para vivir. No soy sensual. Además, desprecio a los hombres. Si quisiera, tendría los amantes a porrillo. ¡Figúrate, en París! ¿Qué mujer, hasta las viejas, no le tiene?

-Si tanto me odias y tan antipático te es el hombre, ¿por qué no te separas? -contestaba el médico.

-¡Eso es lo que tú quisieras! ¡Que te dejara a tus anchas con la otra! Pero no lo conseguirás. ¡Qué mal me conoces!

-¿Y si un día tomo la puerta?

-¡Atrévete! Te seguiré hasta el fin del mundo. No por amor, no te hagas ilusiones, sino por fastidiarte. ¡No sabes todavía con quién has dado!

Alicia andaba dentro de casa, salvo los días de recibo en que se elegantizaba, con el pelo suelto, la cara untada de vaselina que la daba cierto repulsivo aspecto culinario, y una bata roja desteñida y sucia. No era así como podía despertar estímulos amorosos en el médico. Rosa, por el contrario, cuidaba mucho de su persona, mostrándose siempre atildada, limpia y aromosa.