Capítulo XII editar

Alicia se levantó aquella mañana más irritable que de costumbre. Empezó a trasladar los muebles, como solía, de un lugar a otro, dando gritos a la femme de chambre. Dormía poco y comía menos. Después de almorzar se echaba en el canapé, entre cojines, y allí permanecía adormilada una o dos horas.

-¡Es usted más cerrada que una mula! -decía a la sirvienta, que no sabía dónde meterse-. ¿A quién se le ocurre poner el biombo en el pasillo? A ver, déme usted acá ese gueridon. ¡Y lárguese! No sirve usted más que de estorbo. ¡Bestia! -Y con una actividad de ardilla se ponía a revolverlo todo, tan pronto subiéndose en una silla como tendiéndose en el suelo para ver si había polvo bajo los muebles.

No eran las seis de la mañana. Una luz borrosa que entraba por los cristales del balcón dejaba ver la silueta de la femme de ménage que barría la sala.

-¡Pase usted la escoba por aquí! -la gritaba Alicia-. ¡Por allí! Vea usted cómo está eso de polvo.

No pudiendo dominar su impaciencia, tomaba ella misma la escoba.

-Pero, señora...

-¡Qué señora, ni qué señora! ¡Lárguese usted también! ¡No he visto gente más inepta!

Luego, pasando al pasillo donde estaba un gran armario de ropa, se ponía a contar los manteles, las servilletas, las toallas...

-¡Aquí faltan dos fundas de almohada! ¡Y tres sábanas!

A los gritos despertaba el médico.

-Ya empezó Cristo a padecer -gemía-. A ver, que me preparen el baño. Tengo que salir en seguida.

-¡Aguarda, si quieres! Lo primero es arreglar la casa, que está hecha una inmundicia.

-¡Cuándo acabarás! No hay día en que no se te ocurra algún nuevo cambió. Deja los muebles. Los vas a gastar con tanto llevarles de un lado para otro.

-¡No me da la gana! ¿Me meto yo con tus enfermos? No te faltaba más que eso: que te metieras en las interioridades de la casa.

A cada olvido o equivocación de las criadas, respondían nuevos gritos, lamentaciones y lágrimas.

-¡Estas burras van a acabar conmigo!

-¡Y tú vas a acabar con todos! -exclamaba el doctor desesperado.

Daban las once y Alicia, desgreñada y polvorienta, continuaba trajinando locuaz y febricitante.

El médico por no oírla se largaba a la calle.

-¡Es lo mejor que puedes hacer! -aullaba Alicia tirándole la puerta.

Cambiaba de sirvienta todos los meses. ¿Quién podía soportar aquel delirio locomotor acompañado de apóstrofes?