Capítulo X editar

Bajo los castaños, en bancos y sillas, se agrupaban charlando familias burguesas, entretenidas en ver el flujo y reflujo de landós, victorias, tílburis, fiacres, cupés, carretelas y automóviles que rodaban por la gran avenida, camino del Bosque de Bolonia o de la Plaza de la Concordia, envueltos en el oro chispeante de aquella tarde diáfana y tibia, de límpido azul.

En lujosos trenes, tirados por caballos que piafaban orgullosos enarcando el cuello, mostraban su belleza arrogantes mujeres tocadas de caprichosos sombreros multiformes.

-En días como éste -observó Plutarco- en que la primavera vuelve, si no a las ramas de los árboles, ya casi mustias, al cielo y al aire, es un placer indecible pasearse por París. ¡Cómo goza el ojo con el espectáculo de tanta mujer elegante y seductora, con el relampagueo del sol en el barniz y los metales de los vehículos, con el ancho cielo azul y la perspectiva de estos paseos poblados de árboles, jardines y fuentes, que dan la sensación simultánea de la clausura de la ciudad y de la libertad sin límites del campo! En nuestros países no disfrutamos de esta alegría luminosa de la naturaleza, porque no tenemos estaciones. Pero aquí, después de las brumas y las crudezas del invierno, ¡con qué inefable delicia saboreamos esta dulce resurrección primaveral!

Se detuvieron ante el Palace Hôtel, a cuya puerta se apiñaba una muchedumbre que aguardaba impaciente la salida del Sha de Persia.

-¿Puede usted creer, doctor, que no sé una palabra de los persas?

En esto salió el autócrata con su gorro de astrakán y su levita negra. Sus ojos, a flor de tête, revelaban una tristeza de lúbrico aburrido y enfermo. Sus grandes bigotes grises, adheridos en parte a las mejillas terrosas, parecían un rabo de zorra.

-Vive le Sha! -gritaron algunos, y el landó, custodiado por la guardia republicana y seguido por los del séquito imperial, echó a andar hacia el Bosque, paseo predilecto del monarca.

-Prepárese usted -dijo el doctor con cierta jovialidad- a oír toda una conferencia (usted la ha pedido) geográfico-histórica sobre la Persia.

-Je ne demande pas mieux -contestó Plutarco sonriendo.

-El antiguo imperio medo-persa -dijo el médico- estaba situado en la parte occidental del Asia. Le limitaban, por el Norte, la cordillera del Cáucaso, el mar Caspio y la Partia; por el Este, los montes de la India; por el Sur, el mar Eritreo, el golfo Pérsico y la Arabia; y por el Oeste, el desierto de Libia, el Mediterráneo, el mar Egeo y el Ponto-Euxino. El Éufrates dividía el imperio en dos porciones desiguales: la una, al occidente de dicho río, comprendía la península del Asia Menor, la Siria, Fenicia y Egipto; la otra abarcaba las comarcas que se extienden entre el Éufrates y el Indo. Al paso que la Media era llana y fértil, la Persia antigua era muy caliente y árida y estaba cubierta de arcilla dura y de pantanos pestíferos. A esta inclemencia del medio obedecía, sin duda, la sobriedad y el vigor indomable de los persas. Según Herodoto, el, persa no enseñaba a sus hijos sino tres cosas: «montar a caballo, tirar el arco y decir la verdad». Las más célebres ciudades de este imperio -el más grande de la antigüedad- eran Persépolis, Susa y Ecbátana. Sabemos de las costumbres de los persas por los escritores griegos Estrabón, Herodoto y Jenofonte. La organización política de aquella inmensa monarquía recuerda, por lo sólida y vasta, la de los antiguos romanos y la de los ingleses. Dejaban a cada país sus costumbres, su lengua, sus magistrados y cierta autonomía. Así proceden los anglosajones en la India. Hubiera sido imposible imponer la homogeneidad a dominios tan abigarrados en que se hablaba lo menos veinte lenguas distintas. Darío no exigía de sus súbditos sino impuestos regulares en proporción con los recursos de cada territorio. Dividió sus Estados en veinte satrapías, La provincia de Persia, que comprendía a Persépolis y Pasagarda, estaba exenta de todo tributo. Estas contribuciones se pagaban en numerario o en caballos y carneros. Babilonia, por ejemplo, pagaba en jóvenes eunucos. El sátrapa era espiado por un secretario regio y un general que ejercía la autoridad militar.

El imperio fue desmembrado en diferentes épocas. Bajo los Sasanidas quedó reducido al Asia Menor. A partir de la conquista de los árabes, Persia cambió su nombre por el de Irán. Devorada por un sol tórrido, pobremente regada por ríos que se pierden en los arenales, es hoy casi un yermo. Contiene, sin embargo, algunos valles fértiles y bosques de pinos, álamos y robles verdean en las faldas de sus montes, en cuyas entrañas abundan el cobre, el plomo, el mármol y las piedras preciosas. Perales, olivares, cerezos y melocotoneros pueblan sus jardines. Sus caballos, dromedarios y camellos eran famosos; rebaños de búfalos y cabras pacían en sus llanuras, y el oso, el león y el leopardo llenaban sus selvas. Sólo dos razas, de origen ario, los medas y los persas, dominaban en el Irán. La Media, el país de las llanuras, ocupaba la región que se alarga desde la frontera de Asiria hasta la Ecbátana. Persia ocupaba la parte montañosa.

-Continúe, doctor. Le escucho extasiado.

-Los persas fundaron un imperio colosal, pero no inventaron nada nuevo, ni en ciencias, ni en arte, ni en industria. Hasta su advenimiento, el viejo mundo oriental había sido gobernado por semitas como los asirios o medio semitas como los egipcios. Con el persa, el genio ario aparece por vez primera en la historia. Rejuveneció la savia de las razas decrépitas y, agrandándose poco a poco, llegó a su auge con los griegos, herederos de la civilización asiática. Al hundirse la monarquía babilónica, al empuje de los persas dirigidos por Darío, la misión de los semitas parece terminada. Mil años más tarde, con los árabes, pudo creerse que los persas marchaban a la cabeza del progreso; pero su influjo en el desenvolvimiento humano fue casi nulo. El persa era asimilador, pero no original. Con el roce de los pueblos sojuzgados, su carácter se corrompió. Imitaron a los caldeos en el uso de las joyas, de la orfebrería y del adorno, y a las babilonios en el de los amuletos. Se pirraban por las sortijas, los collares, los brazaletes, los vidrios de colores, las copas de plata y los muebles incrustados de oro y marfil. Contra este lujo fastuoso tronaron vanamente los retóricos griegos. Eran admirables jinetes, no superados ni por los partos ni por los árabes, sus discípulos. La caballería persa caía sobre el enemigo como una tromba y desaparecía lo mismo. Su procedimiento consistía en provocar y fatigar al adversario. El soldado persa, montado al revés, con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo, mientras el caballo corría, disparaba sus flechas. La infantería no era menos aguerrida. Su equipo se componía de una tiara de fieltro, de una túnica con mangas, de una coraza de hierro, de largos pantalones y de altas botas atadas con cordones. Sus armas eran un escudo de mimbre, un dardo arrojadizo, un arco, flechas y un puñal pendiente de la cintura. Cada legión, vestida a la usanza nacional, marchaba aisladamente. El incontable ejército de Jerjes debió de ofrecer la más brillante y multicolora perspectiva.

Los asirios ostentaban cascos con cimera y corazas de lino acolchado; los escitas, bonetes puntiagudos; los indios, túnicas blancas; los caspianos, sayones de pelo de cabra; los árabes, larga ropa talar remangada; los etíopes, pieles de leopardo; los tracios, tocas de zorra, y los pobladores de la Cólquida, cascos de madera. En medio de este deslumbrador desfile iba el monarca en su carro, tirado por dos caballos nisanos, según la descripción de Herodoto. Cuando se cansaba de ir en el carro, manos femeninas le trasladaban a una litera.

Del lujo de los persas nos hablan los griegos que encontraron en el campo de Mordonius, después del triunfo de Platea, tiendas tejidas de oro y plata, lechos dorados, cráteras, copas y vasos de oro.

Quitaron a los muertos los brazaletes, los collares y las cimitarras, que eran también de oro.

En general, el persa se mostraba clemente con el vencido, sobre todo si se recuerda la crueldad de los asirios. Sólo la rebelión era castigada sin piedad. Con todo, su historia está plagada de escenas de sangre. El epiléptico Cambises y Jerjes cometieron no pocas iniquidades. El persa se sometía sin protesta a la voluntad del soberano. Soportaba, sin quejarse, los mayores suplicios. Cambises, antes de casarse con su hermana, de quien se enamoró perdidamente, convocó a los jueces reales para consultarles si había alguna ley que permitiera el matrimonio entre hermanos. Los jueces -muertos de miedo- le contestaron que no existía ninguna ley aplicable al caso; pero que sí había una que autorizaba al «rey de los reyes» obrar como se le antojase.

Los hábitos sanguinarios y sensuales de Oriente están contados con riqueza de pormenores en los primeros capítulos del Libro de Ester. Fíjese en cómo se describe el boato de Artajerjes, el Asuero bíblico:

«Se habían tendido por todas partes toldos de color azul celeste y blanco y de jacinto. sostenidos de cordones de finísimo lino y de púrpura que pasaban por sortijas de marfil, y se ataban a unas columnas de mármol. Estaban también dispuestos canapés o tarimas de oro y plata, sobre el pavimento enlosado de piedra de color de esmeralda o de pórfido y de mármol de Paros, formando varias figuras, a lo mosaico, con admirable variedad. Bebían los convidados en vasos de oro y los manjares se servían en vajilla siempre diferente; presentábase asimismo el vino en abundancia y de exquisita calidad, como correspondía a la magnificencia del Rey».

-Pero ¡qué memoria tan admirable tiene usted! -exclamó Plutarco.

-Es lo único que me queda -contestó Baranda.

-¿Y cuál es la religión de los persas, doctor?

-El estudio de los Vedas (código religioso, en vigor todavía entre los Brahamanes) ha demostrado que la religión persa nació del naturalismo. Los magos persas (mago, en pehlvi, significa sacerdote) tomaron sus doctrinas a los gimnosofistas indios (Diógenes Laercio). El persa cree en un Dios bueno -Ormuzd- (equivalente al Indra védico) y en un Dios malo -Ahrimán-, eternos rivales. Formaban la corte celestial, como si dijéramos, de estos dioses, personificaciones de los fenómenos naturales y genios que representaban las fuerzas vivas del Cosmos, especie de hipóstasis de todo lo que tiene inteligencia y cuyo origen debe buscarse en la adoración de las almas. El mazdeismo simbolizaba la lucha entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas, la vida y la muerte. Para conjurar al espíritu maligno inventaron plegarias, ritos y ceremonias, toda una ciencia de sortilegios y evocaciones. El gran profeta de esta religión fue Zarathustra, Zoroastro o Zerdusch. Mítico o real, pues nada se sabe de su vida, se considera como el legislador religioso de los persas. Se le atribuyen libros sagrados, de los que sólo se conservan fragmentos en el Avesta. Para los griegos y los romanos fue el fundador de la magia, dígase taumaturgo.

Según Estrabón, Gregorio Nazianceno, Amiano Marcelino y otros, el tipo clásico del mago y del encantador en Occidente fue el persa. Una planta que los arios empleaban en sus libaciones -aclepsia acida- se convirtió entre los persas en un símbolo, que, al decir del Avesta, daba la muerte, la vida, la salud y la belleza. Para ellos personificaba el genio de la victoria y de la salud, que se dejaba beber y comer de sus adoradores.

Con el nombre de Avesta se designa el conjunto de los textos mazdeístas o «libros sagrados de los antiguos persas», que se hallan hoy en Bombay, en poder de los Parsis, y en Persia, en poder de los Guebres.

El Avesta, libro litúrgico, tal como ha llegado hasta nosotros, representa los ritos del Gran Avesta primitivo, cuya destrucción parcial se atribuye a Alejandro. Según la tradición parsi, el Avesta se componía primitivamente de veintiún nasks o libros, de los cuales se poseían fragmentos en tiempo de los Sasanidas. De estos libros sólo se conserva uno completo: el Vendidad, de carácter civil y religioso, en que se tratan cuestiones cosmogónicas. Está redactado en forma de diálogos entre Ormuzd y Zoroastro. La antigüedad conoció el Avesta; pero la Edad Media y el Renacimiento le ignoraron. El Vendidad recuerda la Ley mosaica.

La limpieza fue siempre la principal preocupación de las religiones orientales. Casi todas las leyes judaicas obedecen a la higiene. Se proscribe el cerdo porque el cerdo es nauseabundo. En el Avesta el objeto impuro por excelencia es el cadáver porque engendra la corrupción y la peste.

El fin de la purificación es evitar el contagio que pasa del muerto al vivo. De donde viene la prohibición de arrojar los cadáveres al agua. El líquido -la ciencia moderna lo ha confirmado- es el conductor principal de la impureza. El gran purificador es el fuego.

Toda la religión del Avesta descansa en esta mezcla de misticismo y de previsiones higiénicas. El perro, a quien la mayoría de los pueblos orientales mira con desprecio, es muy estimado de los mazdeístas, lo cual puede que responda a que el perro es el amigo y el protector del hombre, el adversario siempre vigilante de sus enemigos y el guardián de sus rebaños.

El Vendidad consagra todo un capítulo a las leyes que tiran a protegerle. «Cincuenta palos al que maltrate a un perro de caza; setenta, a un perro vagabundo; doscientos, a un perro de pastor; de quinientos a ochocientos al que mate a un perro. Mil palos al que mate a un erizo...»

Sin proclamar como el budismo la piedad universal, el mazdeísmo proclamó los deberes del hombre para con el animal, particularmente para con el buey que le ayuda en su labor, le da su carne y le viste con su piel. Según Darmesteter (cuya traducción francesa de los libros del Irán le recomiendo), el advenimiento de la religión de Zoroastro representa el advenimiento de la justicia para los animales. «El alma del buey lloraba. ¿Por qué me has creado? Heme aquí víctima de los malvados que me maltratan. No tengo más protector que tú. Asegúrame un buen pasto...»

La nota predominante de esta religión, que no excluye los tormentos del infierno, es una dulzura penetrante. Zoroastro triunfa del mal por la santidad y la plegaria. Muchas páginas del Avesta exhalan un inefable perfume evangélico.

-¡Qué hermoso es el estudio! -exclamó Plutarco, perdida la mirada a lo lejos de la Avenida del Bosque, que tenía algo de fantástico.

-Gracias al estudio -prosiguió Baranda-, hemos podido penetrar en el alma de aquellas arcaicas civilizaciones. Champollion descifra los jeroglíficos egipcios: Botta y Layard hacen surgir de los desiertos de Asiria suntuosos palacios; Rawlinson y Oppert leen en los libros que dormían entre el polvo de las ruinas de Nínive... La arqueología, que ha pulverizado tantas leyendas, la bíblica inclusive, hace hablar a la esfinge que parecía eternamente muda; obliga a las pirámides a contar sus secretos seculares, y da vida y movimiento a los laberintos, los obeliscos y las necrópolis. Del suelo de la Mesopotamia brotan capitales enteras, dueñas un tiempo del Asia, que nos revelan, con los extraños caracteres de sus muros, su idiosincrasia mental... La historia, de simple relato novelesco, se ha transformado en ciencia. Hasta poco ha se creía que los griegos habían sido los iniciadores de toda cultura, que eran originales y que nada debían a las civilizaciones que les habían precedido. Mientras los helenos vivían en la barbarie, en las orillas del Nilo y en las llanuras de Caldea florecían magníficos imperios.

-Quisiera saber algo de la Persia moderna, doctor. Por ejemplo, cómo vive el Sha -preguntó Plutarco, cada vez más anheloso de instruirse-. ¡Es tan interesante todo eso!

-Precisamente he leído en estos días la relación de un viaje a Teheran de cierto diplomático francés.

El palacio real -dice- consta, como toda casa persa, de dos partes: una destinada a los hombres, y otra, al harén. Está rodeado de jardines de rosas, sombreados por cipreses, pinos, plátanos y sauces, arrullados por el rumor de fuentes de porcelana azul. Al este del jardín de las Rosas, el sol de los palacios levanta sus dos torres cuadradas con belvederes exornados de arabescos amarillos y azules. Desde estas torres, las odaliscas observan la entrada populosa de los bazares. Al pie de las torres se abre una galería cubierta de tapices de Gobelinos que representan El coronamiento del Fauno y El triunfo de Venus. En la parte norte está el museo, una sala sin fin, de riqueza incomparable. El suelo desaparece bajo las alfombras persas más caprichosas, magistrales modelos del arte antiguo. Allí se yergue el trono de los Pavos reales, deslumbrante de oro y esmaltes preciosos, cuajado de pájaros fantásticos y de quimeras que se eclipsan ante las fulguraciones del diamante-sol, evaluado en ciento cincuenta millones.

Luego viene el Cuarto de los Diamantes, tapizado de espejos y de cristales que cuelgan del techo en irisadas estalactitas.

Después, la Biblioteca, tesoro de viejos manuscritos con inestimables miniaturas. Después viene la Puerta de las Voluptuosidades que conduce al harén y que sólo pueden franquear el Sha y los eunucos.

Al salir de las habitaciones reales, se atraviesa una galería que da sobre un patio redondo. Allí está el Ministerio de relaciones extranjeras. Una serie de ventanas de madera y una reja le separan de un jardín sembrado de plátanos. En el centro del jardín corre una fuente. Un gran vano se abre en la fachada: es la Sala del Trono. Las columnas de alabastro sostienen el entablamento. En las paredes una serie de retratos de reyes arrojan una nota grave atenuada por la vecindad de múltiples espejitos de brillantes facetas. En el fondo una arcada sombría se ilumina de súbito: son los cambiantes de los vidrios floridos que se reflejan en el agua de un estanque.

En primer término está el Trono. Es de mármol blanco, transparente, con incrustaciones de oro. Está sostenido, en el centro, por columnas cortas, con leones sentados en la base. A los lados ostenta pequeñas estatuas de pajes vestidos a la persa. El respaldo, especie de encaje cincelado, se extiende entre dos columnitas, que conducen a una galería baja, recargada de inscripciones, que completa esta magnífica tribuna imperial.

En torno del estanque rectangular se mueven los dignatarios, con sus grandes turbantes de tela blanca, sus amplias y largas túnicas, en que enormes grapas incrustan sus raros botones, de los que penden cadenitas de perlas.

Un silencio repentino acalla el rumor de esta multitud inquieta y parlanchina; las cabezas se doblan, las actitudes se tornan humildes y suplicantes. El rey de los reyes acaba de entrar. Atraviesa lentamente los jardines, sube al trono donde se sienta a la usanza oriental, apoyado en cojines recamados de perlas. Su levita negra, cerrada con botones de diamantes, se esfuma ante el relampagueo de las piedras.

La cresta, insignia del Poder, se abre como un abanico de fuego sobre un rostro melancólico y dulce. Con gesto rítmico e inconsciente acaricia sus largos bigotes, mirando en torno suyo con mirada misteriosa que sale como de un sueño, mientras su poeta favorito canta las glorias de la tribu de los Kadjors. Cada vez que suena el nombre de Mouzaffer-ed-Din, la muchedumbre se prosterna. De los labios del Sha caen algunas palabras benévolas. Después se le presenta la taza de café y el Kalian de oro y por último empieza el desfile de tropas y funcionarios al trueno tempestuoso de las músicas militares...

-¿Verdad que el cuadro tiene vida y color? -agregó Baranda terminando su conferencia.

-¡Admirable, admirable! -exclamó Plutarco viendo con la imaginación, a la luz de aquella puesta del sol parisiense, el fausto y la opulencia de la corte oriental.